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En ese preciso instante se oyó el teléfono.

– Deja que siga llamando -le susurré al oído.

– No puedo -contestó enjugándose las lágrimas.

Cuando levantó el auricular su voz volvía a ser metálica, ajena. Por el breve diálogo comprendí algo grave tenía que haber ocurrido. Efectivamente, en seguida me dijo: «Lo siento, pero realmente ahora debes marcharte.» Salimos juntas, en el umbral cedió y me dio un abrazo rapidísimo y culpable. «Nadie puede ayudarme», musitó mientras me abrazaba. La acompañé hasta su bicicleta, atada a un poste poco distante. Estaba ya montada sobre el sillín cuando, metiendo dos dedos debajo de mi collar, dijo: «Las perlas, ¿eh? Son tu salvoconducto. ¡Desde que naciste nunca te has atrevido a dar un paso sin ellas!»

Después de tantos años, éste es el episodio de la vida con tu madre que más frecuentemente evoco. A menudo pienso en él. ¿Cómo puede ser, me digo, que entre todas las cosas que hemos vivido juntas aparezca siempre, ante todo, este recuerdo?

Hoy, precisamente, mientras por enésima vez me lo preguntaba, dentro de mí resonó un proverbio:

«Allá va la lengua donde duele la muela.» Qué tiene que ver, te preguntarás. Tiene que ver, tiene muchísimo que ver. Aquel episodio vuelve a presentarse a menudo en mis pensamientos porque es el único en que tuve la posibilidad de hacer que las cambiaran. Tu madre había roto a llorar, me había abrazado: en ese momento se había abierto una grieta en su coraza, una hendidura mínima por la que yo hubiera podido entrar. Una vez dentro habría podido actuar como esos clavos que se abren apenas entran en la pared: poco a poco se ensanchan, ganando algo más de espacio. Me habría convertido en un punto firme en su vida. Para hacerlo debería haber tenido mano firme. Cuando ella dijo «realmente ahora debes marcharte», debería haberme quedado. Debería haber cogido un cuarto en algún hotel próximo y volver a llamar a su puerta cada día; insistir hasta transformar esa hendidura en un paso abierto. Faltaba muy poco, lo sentía.

No lo hice, en cambio: por cobardía, pereza y falso sentido del pudor obedecí su orden. Yo había detestado la invasividad de mi madre, quería ser una madre diferente, respetar la libertad de su existencia. Detrás de la máscara de la libertad se esconde frecuentemente la dejadez, el deseo de no implicarse. Hay una frontera sutilísima; atravesarla o no atravesarla es asunto de un instante, de una decisión que se asume o se deja de asumir; de su importancia te das cuenta sólo cuando el instante ya ha pasado. Sólo entonces te arrepientes, sólo entonces comprendes que en aquel momento no tenía que haber libertad, sino intromisión: estabas presente, tenías conciencia, de esa conciencia tenía que nacer la obligación de actuar. El amor no conviene a los perezosos, para existir en plenitud exige gestos fuertes y precisos. ¿Comprendes? Yo había disfrazado mi cobardía y mi indolencia con los nobles ropajes de la libertad.

La idea del destino es un pensamiento que aparece con la edad. Cuando se tienen los años que tienes tú, generalmente no se piensa en ello, todo lo que ocurre se ve como fruto de la propia voluntad. Te sientes como un obrero que, poniendo una piedra tras otra, construye ante sí el camino que habrá de recorrer. Sólo mucho más adelante te das cuenta de que el camino ya está hecho, alguien lo ha trazado para ti, y todo lo que puedes hacer es avanzar. Es un descubrimiento que habitualmente se produce hacia los cuarenta años: entonces empiezas a intuir que las cosas no dependen solamente de ti. Es un momento peligroso durante el cual no es raro resbalar hacia un fatalismo claustrofóbico. Para ver el destino en toda su realidad has de dejar que transcurran algunos años más. Hacía los sesenta, cuando el camino a tus espaldas es más largo que el que tienes delante, ves una cosa que antes nunca habías visto: el camino que has recorrido no era recto, sino que estaba lleno de bifurcaciones, a cada paso había una flecha que señalaba una dirección diferente; a cierta altura se abría un sendero, en otro sitio una senda herbosa que se perdía en los bosques. Cogiste alguno de esos desvíos sin darte cuenta, otros ni siquiera los viste; no sabes adónde te habrían llevado los que dejaste de lado, si a un sitio mejor o peor; no lo sabes, pero igualmente sientes añoranza. Podías haber hecho algo y no lo has hecho, has vuelto hacia atrás en vez de avanzar. Como el juego de la oca, ¿te acuerdas? La vida se desarrolla más o menos de la misma manera.

A lo largo de los cruces de tu camino te encuentras con otras vidas: conocerlas o no conocerlas, vivirlas a fondo o dejarlas correr es asunto que sólo depende de la elección que efectúas en un instante. Aunque no lo sepas, en pasar de largo o desviarte a menudo está en juego tu existencia, y la de quien está a tu lado.

22 de noviembre

Esta noche ha cambiado el tiempo; llegó el viento del este y en pocas horas barrió todas las nubes. Antes de sentarme a escribir he dado un paseo por el jardín. La bora [1] todavía soplaba con fuerza, se metía bajo las ropas. Buck estaba eufórico, quería jugar, trotaba a mi lado con una piña en la boca. Reuniendo mis pocas fuerzas conseguí arrojársela solamente una vez: fue un vuelo brevísimo, pero él se quedó contento lo mismo. Tras haber controlado las condiciones de salud de tu rosa, fui a saludar al nogal y al cerezo, mis árboles predilectos.

¿Recuerdas cómo me tomabas el pelo cuando me veías inmóvil acariciando sus troncos? «¿Qué estás haciendo? -me decías-. No se trata del lomo de un caballo.» Después, cuando te hacía notar que tocar un árbol no es distinto a tocar cualquier otro ser viviente, y que hasta es mejor, te encogías de hombros y te marchabas irritada. ¿Que por qué es mejor? Porque si le rasco la cabeza a por ejemplo, sí, claro, siento algo cálido, vibrante, pero en ese algo siempre hay debajo una sutil agitación. Es la hora de la comida, que está demasiado cerca o demasiado lejos, es la nostalgia ti, o incluso sólo el recuerdo de un mal sueño. ¿Entiendes? En el perro, como en el hombre, hay demasiados pensamientos, demasiadas exigencias. El logro de la quietud y de la felicidad nunca depende solamente de él.

En el árbol, en cambio, el asunto es diferente. Desde que brota hasta que muere, siempre está inmóvil en el mismo sitio. Con las raíces se acerca al corazón de la tierra más que cualquier otra cosa, por su copa es lo que más cerca está del cielo. Por su interior la savia corre de abajo arriba, de arriba abajo. Se extiende y se retrae según la luz del día. Espera la luz del sol, espera la lluvia, espera una estación y después la otra, espera la muerte. Ninguna de las cosas que le permiten vivir depende de su voluntad. Existe y basta. ¿Entiendes ahora por qué es hermoso acariciarlos? Por la solidez, por su aliento tan prolongado, tan sosegado, tan profundo. En algún sitio de la Biblia se dice que Dios tiene amplias narices. Incluso si es un poco irreverente, cada vez que trato de imaginar la apariencia del Ser Divino, viene a mi mente la forma de una encina. Había una en la casa de mi niñez. Era tan gran que para abrazarla hacían falta dos personas. Desde que tenía cuatro o cinco años me gustaba ir a contemplarla. Allí me quedaba, sentía la humedad de la hierba bajo mi trasero, el viento fresco entre los pelos y sobre la cara. Respiraba, y sabía que existía un orden superior de las cosas, y que en ese orden yo estaba incluida junto con todo lo que veía. Aunque no conocía la música, algo cantaba en mi interior. No sabría decirte de qué clase de melodía se trataba, no había un estribillo preciso ni un desarrollo. Era, más bien, como si un fuelle resoplara con un ritmo regular y poderoso en la zona próxima a mi corazón, expandiéndose por el interior de todo el cuerpo y por la mente, y emitiendo una gran luz, una luz de doble naturaleza: la suya, de luz, y la musical. Me sentía feliz por existir y, además de esta felicidad, para mí no había otra cosa.

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[1] Bora, voz derivada de bóreas, es un viento del noreste, impetuoso y gélido, característico de la región. (N. del t.)