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Mi padre y mi madre no perdían ocasión de echarme en cara mi hábito cantarín. Cierta vez, durante la comida, incluso me tocó una bofetada -mi primera bofetada- porque se me había escapado un tarareo. «En la mesa no se canta», había tronado mi padre. «Y no se ha de cantar si no se es cantante», había añadido mi madre. Yo lloraba y repetía entre lágrimas: «Pero a mí me canta dentro.» Para mis padres era absolutamente incomprensible cualquier cosa que se apartase del mundo concreto de la materia. ¿Cómo podía entonces conservar mi música? Me hubiera hecho falta por lo menos el destino de un santo. Y el mío, en cambio, era el cruel destino de la normalidad.

Poco a poco desapareció la música, y con ella la sensación de honda alegría que me había acompañado durante los primeros años. La alegría, ¿sabes?, es justamente lo que más he añorado. Posteriormente, seguro que sí, incluso he sido feliz; pero la felicidad es, respecto a la alegría, como una lámpara eléctrica respecto al sol. La felicidad siempre tiene un objeto, somos felices por algo, es un sentimiento cuya existencia depende de lo exterior. La alegría, en cambio, no tiene objeto. Te posee sin ningún motivo aparente, en su esencia se parece al sol arde gracias a la combustión de su propio corazón.

A lo largo de los años me he abandonado a mí misma, a la parte más profunda de mí, para convertirme en otra persona, la que mis padres confiaban que llegase a ser. He dejado mi personalidad para adquirir un carácter. El carácter, ya tendrás ocasión de comprobarlo, es mucho más apreciado en el mundo que la personalidad.

Pero carácter y personalidad, contrariamente a lo que se suele creer, no se acompañan; es más, la mayor parte de las veces se excluyen de manera perentoria el uno al otro. Mi madre, por ejemplo, tenía un carácter fuerte, estaba segura de cada uno de sus actos y no había nada, absolutamente nada, que pudiese quebrar esa seguridad suya. Yo era exactamente todo lo contrario. En la vida cotidiana no había ni una sola cosa que me causara entusiasmo. Ante cada elección titubeaba, vacilaba tanto que, al final, quien estaba a mi lado se impacientaba y decidía por mí.

No creas que fue un proceso natural abandonar la personalidad para fingir un carácter. Algo en el fondo de mí seguía rebelándose: una parte quería seguir siendo yo misma, en tanto que la obra, para ser querida, debía adaptarse a las exigencias del mundo. ¡Qué dura batalla! Detestaba a mi madre, a esa manera suya superficial y vacía de actuar. La detestaba y, sin embargo, lentamente y contra mi voluntad, me estaba volviendo precisamente como ella. Ésta es la extorsión grande y terrible de la educación, a la que es casi imposible sustraerse. Ningún niño puede vivir sin amor. Por eso nos acomodamos al modelo que se nos impone, incluso si no lo encontramos justo. El efecto de este mecanismo no desaparece con la edad adulta. Cuando eres madre vuelve a aflorar sin que tú te des cuenta o lo quieras, vuelve a condicionar tus acciones. De tal suerte yo, cuando nació tu madre, estaba absolutamente segura de que me comportaría de diferente manera. Efectivamente, así lo hice, pero esa diversidad era toda superficial, falsa. A fin de no imponerle a tu madre un modelo, tal como me lo habían impuesto anticipadamente a mí, siempre le dejé la libertad de escoger; quería que se sintiese aprobada en todos sus actos, no hacía más que repetirle: «Somos dos personas diferentes y en la diversidad tenemos que respetarnos.»

Había en todo esto un error, un grave error. ¿Sabes cuál era? Era mi falta de identidad. Aunque ya era adulta, no me sentía segura de nada. No conseguía amarme, sentir estima de mí misma. Gracias a la sensibilidad sutil y oportunista que caracteriza a los niños, tu madre lo percibió casi en seguida: sintió que yo era débil, frágil, fácil de dominar. La imagen que se me ocurre cuando pienso en nuestra relación es la de un árbol y su planta parásita. El árbol es más viejo, más alto, hace tiempo que está allí y tiene raíces más hondas. La planta brota a sus pies en una sola estación, más que raíces tiene barbas, filamentos. Bajo cada filamento posee pequeñas ventosas con las que trepa por el tronco. Después de uno o dos años, ya la tenemos en lo alto de la copa. Mientras su huésped pierde las hojas, ella se mantiene verde. Sigue expandiéndose, enredándose, lo cubre por entero; el sol y el agua le llegan solamente a ella. Al llegar a este punto el árbol se seca y muere; queda allí tan sólo el tronco como mísero soporte de la planta trepadora.

Después de su trágica desaparición, durante años no pensé en ella. A veces me daba cuenta de que la había olvidado y me acusaba de crueldad. Tenía que cuidar de ti, es cierto, pero no creo que ésa fuese la verdadera razón, o tal vez lo era sólo parcialmente. La sensación de derrota era demasiado grande como para poder admitirla. Sólo durante los últimos años, cuando empezaste a alejarte, a buscar tu propio rumbo, el recuerdo de tu madre volvió a mi mente y empezó a obsesionarme. El remordimiento más grande es el de no haber tenido nunca la valentía de plantarle cara, el de no haberle dicho nunca: «Estás equivocada del todo, estás haciendo una tontería.» Sentía que en sus palabras había unos eslóganes peligrosísimos, cosas que, por su bien, yo hubiera tenido que cortar de cuajo inmediatamente; y, sin embargo, me abstenía de intervenir. La indolencia no tenía nada que ver con esto. Los asuntos de que discutíamos eran esenciales. Lo que me hacía actuar -mejor dicho, no actuar- era la actitud que me había enseñado mi madre. Para ser amada tenía que eludir el choque, simular que era lo que no era. Ilaria era prepotente por naturaleza, tenía más carácter y yo temía el enfrentamiento abierto, tenía miedo de oponerme. Si la hubiese amado verdaderamente habría tenido que indignarme, tratarla con dureza; habría tenido que obligarla a hacer determinadas cosas o a no hacerlas en absoluto. Tal vez era justamente eso lo que ella quería, lo que necesitaba.

¡A saber por qué las verdades elementales son las más difíciles de entender! Si en aquella circunstancia yo hubiese comprendido que la primera cualidad del amor es la fuerza, probablemente los sucesos se habrían desarrollado de otra manera. Pero para ser fuertes hay que amarse a uno mismo; para amarse a uno mismo hay que conocerse a fondo, saberlo todo acerca de uno, incluso las cosas más ocultas, las que resulta más difícil aceptar. ¿Cómo se puede llevar a cabo semejante proceso mientras la vida te arrastra hacia delante con su estrépito? Puede hacerlo desde el comienzo solamente quien está provisto de extraordinarias dotes. A los mortales corrientes, a las personas como yo, como tu madre, no les queda otro destino que el de las ramas y los envases de plástico. Alguien -o el viento-, de pronto, te arroja a la corriente de un río: gracias a la materia de que estás hecha, en vez de hundirle, flotas; eso ya te parece una victoria y por lo tanto, inmediatamente, empiezas a viajar, te deslizas veloz según la dirección que te impone la corriente; de vez en cuando, a causa de alguna maraña de raíces o de alguna piedra, te ves obligada a detenerte; allí permaneces un tiempo, golpeada por las aguas agitadas; después el agua sube y te libera, avanzas nuevamente; cuando la corriente es tranquila te mantienes en la superficie, cuando hay rápidos el agua te sumerge; no sabes hacia dónde estás yendo ni te lo has preguntado nunca; en los trechos más tranquilos tienes ocasión de observar el paisaje, las riberas, los matorrales; más que los detalles, ves las formas, los colores, vas demasiado rápido para ver más; después, con el tiempo y los kilómetros, las riberas son cada vez más bajas, el río se ensancha, todavía tienes márgenes, pero por poco tiempo. «¿Adónde estoy yendo?», te preguntas entonces, y en ese momento se abre ante ti el mar.

Gran parte de mi vida ha sido así. Más que nadar, he manoteado desordenadamente. Con gestos inseguros y confusos, sin elegancia ni alegría, tan sólo he conseguido mantenerme a flote.