¿Por qué te escribo todo esto? ¿Qué significan estas confesiones, tan largas y excesivamente íntimas? Tal vez a estas alturas te hayas hartado, tal vez hayas vuelto una página tras otra bufando. Te habrás preguntado: ¿adónde quiere ir a parar, hacia dónde me lleva? Es cierto, a lo largo del discurso divago; en vez de tomar el camino principal, frecuentemente y de buen grado me meto por los senderos humildes. Da la sensación de que me he extraviado y acaso no se trata de una sensación: me he extraviado de veras. Pero éste es el camino que requiere eso que tú tanto buscas, el centro.
¿Te acuerdas de cuando te enseñaba a preparar crêpes? Cuando les haces dar la vuelta en el aire, te decía, tienes que pensar en cualquier cosa menos en el hecho de que han de volver a caer en la sartén. Si te concentras en su vuelo, puedes estar segura de que caerán apelotonadas o de que se chafarán directamente sobre los fogones. Es cómico, pero justamente la distracción es lo que nos permite llegar al centro de las cosas, a su corazón.
En este momento, en vez del corazón, es el estómago el que toma la palabra. Rezonga y tiene razón, porque, entre la crêpe y el viaje a lo largo del río, ha llegado la hora de cenar. Ahora tengo que dejarte pero antes de dejarte te envío otro odiado beso.
29 de noviembre
El ventarrón de ayer produjo una víctima. La encontré esta mañana durante mi paseo habitual por el jardín. Casi como si me lo hubiera sugerido mi ángel de la guarda, en vez de hacer como siempre la simple circunnavegación de la casa me dirigí hacia el fondo, donde antaño estaba el gallinero y ahora está el depósito del estiércol. Precisamente mientras bordeaba la tapia que nos separa de la familia de Walter divisé en el suelo algo de color oscuro. Podía ser una piña, pero no lo era porque, con intervalos más bien regulares, se movía. Yo había salido sin las gafas y sólo cuando me encontré a su lado me di cuenta de que se trataba de una joven mirla. Para cogerla casi corrí el riesgo de romperme un fémur. Cuando estaba a punto de cogerla, daba un saltito hacia adelante. De haber sido más joven la habría atrapado en menos de un segundo, pero ahora soy demasiado lenta para hacer eso. Por fin tuve una ocurrencia geniaclass="underline" me quité de la cabeza el pañuelo y se lo arrojé encima. Así, envuelta, la llevé a casa y la acomodé en una vieja caja de zapatos: metí dentro unos trapos viejos y en la tapa hice algunos agujeros, uno de ellos suficientemente grande como para que pueda asomar la cabeza.
Mientras escribo está aquí, ante mí, sobre la mesa. Todavía no le he dado de comer porque está demasiado agitada. Viéndola agitada, además, me agito yo también; su mirada asustada me causa desazón. Si en este momento viniera un hada, si apareciera deslumbrándome con su fulgor entre la nevera y la cocina económica, ¿sabes qué le pediría? Le pediría el Anillo del Rey Salomón, ese mágico intérprete que permite hablar con todos los animales del mundo. Podría entonces decirle a la mirla: «No te preocupes, polluela mía, es cierto que soy un ser humano, pero me animan las mejores intenciones. Me ocuparé de ti, te daré de comer y cuando recuperes la salud te dejaré emprender el vuelo.»
Pero volvamos a lo nuestro. Ayer nos dejamos cuando estábamos en la cocina con mi prosaica parábola dé la crêpe. Casi seguro que te habrá irritado. Cuando somos jóvenes siempre pensamos que las cosas grandes, para ser descritas, requieren palabras aún más grandes, altisonantes. Poco antes de marcharte me dejaste bajo la almohada una carta en la que tratabas de explicarme tu incomodidad, tu desazón. Ahora que estás lejos puedo decirte que, aparte de la sensación de desazón justamente, no he entendido lo que se dice nada de esa carta. Todo era tan retorcido, tan oscuro… Yo soy una persona simple, pertenezco a una época diferente de la tuya: si algo es blanco, yo digo que es blanco; si es negro, que es negro. La resolución de los problemas proviene de la experiencia cotidiana, del hecho de ver las cosas como verdaderamente son y no como deberían ser según otros. En el momento en que empezamos a arrojar el lastre, a eliminar lo que no nos pertenece, lo que proviene del exterior, es cuando ya estamos bien encaminados. Muchas veces me parece que tus lecturas te confunden en vez de ayudarte, que dejan en torno a ti una nube oscura, como la que las sepias dejan cuando se dan a la fuga.
Antes de tomar la decisión de marcharte me habías planteado una alternativa. «O me voy al extranjero un año, o empiezo a ir a la consulta de un psicoanalista.» Mi reacción fue dura, ¿te acuerdas? «Puedes marcharte incluso tres años -te dije- pero al psicoanalista no irás ni una vez; no te permitiría hacerlo, ni siquiera si lo pagases tú.» Te impresionó mucho esa reacción mía tan extremada. En el fondo, al proponerme lo del psicoanalista creías estar proponiéndome un mal menor. Aunque no protestaste, me imagino que pensarías que era demasiado vieja para entender estas cosas, o que estaba demasiado poco informada. Te equivocas. Yo ya había oído hablar de Freud cuando era niña. Uno de los hermanos de mi padre era médico y, habiendo estudiado en Viena, muy pronto entró en contacto con sus teorías. Las abrazó con entusiasmo, y cada vez que venía a casa a comer trataba de convencer a mis padres de su eficacia. «Nunca me harás creer que si sueño que como spaghetti es porque tengo miedo a la muerte -tronaba mi madre-. Si sueño con spaghetti quiere decir sólo una cosa, que tengo hambre.» De nada valían los intentos de mi tío, que trataba de explicarle que esa tozudez suya dependía de una inhibición, que su terror ante la muerte era inequívoco, porque los spaghetti no eran otra cosa que gusanos, y en gusanos nos convertiríamos todos algún día. ¿Sabes qué hacía entonces mi madre? Tras un instante de silencio, espetaba con su voz de soprano: «Entonces, ¿y si sueño con macarrones?»
Pero mis encuentros con el psicoanálisis no se agotan en esta anécdota infantil. Tu madre se puso en manos de un psicoanalista, o presunto psicoanalista, durante casi diez años; cuando murió, todavía acudía a su consulta; por lo tanto, aunque indirectamente, tuve ocasión de seguir día a día todo el desarrollo de esa relación. Al principio, a decir verdad, no me contaba nada acerca de esas cosas, ya sabes que están cubiertas por el secreto profesional. Pero lo que en seguida me llamó la atención, y en sentido negativo, fue la inmediata y total sensación de dependencia. Transcurrido apenas un mes, ya toda su vida orbitaba alrededor de esa cita, alrededor de lo que ocurría durante esa hora entre aquel señor y ella. Celos, dirás. Tal vez, incluso es posible, pero no era lo principal; lo que me angustiaba, más bien, era el desagrado de verla esclavizada por una nueva dependencia: primero había sido la política, ahora la relación con ese señor. Ilaria lo había conocido durante su último año de estadía en Padua y, efectivamente, iba a Padua todas las semanas. Cuando me comunicó esa nueva actividad suya yo me quedé algo perpleja y le dije: «¿Realmente crees que es necesario ir hasta allá para encontrar un buen médico?»
Por una parte, su decisión de recurrir a un médico para salir de su estado de crisis permanente me daba una sensación de alivio. En el fondo, decía para mis adentros, si Ilaria había decidido pedir ayuda a alguien, se trataba ya de un paso adelante; pero, por otra parte, conociendo su fragilidad, me sentía ansiosa a causa de la elección de la persona en cuyas manos se había puesto. Entrar en la cabeza de otra persona es siempre un asunto extremadamente delicado. «¿Cómo lo has conocido? -le preguntaba entonces-. ¿Alguien te lo ha recomendado?» Pero ella se encogía de hombros como única respuesta. «¿Qué quieres entender?», decía, truncando la frase con un silencio de suficiencia.