Aunque en Trieste vivía en su propia casa, por su cuenta, teníamos la costumbre de vernos a la hora de la comida por lo menos una vez por semana. En tales ocasiones, desde el comienzo de la terapia nuestros diálogos habían sido de una gran superficialidad deliberada. Hablábamos de las cosas que habían ocurrido en la ciudad, del tiempo; si hacía buen tiempo y en la ciudad no había pasado nada, no hablábamos apenas.
Pero ya desde su tercer o cuarto viaje a Padua me percaté de un cambio. En vez de hablar ambas de naderías, era ella la que me interrogaba: quería saberlo todo acerca del pasado, de mí, de su padre, de nuestras relaciones. No había afecto en sus preguntas, ni curiosidad: el tono era el de un interrogatorio; repetía varias veces la pregunta, insistiendo sobre insignificantes detalles, insinuaba dudas sobre episodios que ella misma había vivido y recordaba perfectamente; en esas circunstancias no me parecía estar hablando con mi hija, sino con un comisario que a toda costa quería hacerme confesar un delito. Cierto día, impacientándome, le dije: «Habla claro, dime solamente adónde quieres llegar.» Me miró con una mirada levemente irónica, cogió un tenedor, golpeó con él la copa, y cuando la copa resonó cling, dijo: «Tan sólo a un sitio, al final del recorrido. Quiero saber cuándo y por qué tú y tu marido me despuntasteis las alas.»
Aquel almuerzo fue el último en el que le permití someterme a ese fuego graneado de preguntas; a la semana siguiente, por teléfono, le dije que podía venir a casa pero con una condición: que entre nosotras hubiese un diálogo, no un proceso.
¿Tenía motivos para tener miedo? Claro, claro que los tenía, había muchas cosas de las que hubiera tenido que hablar con Ilaria, pero no me parecía justo ni sano desvelar asuntos tan delicados bajo la presión de un interrogatorio; si le hubiera seguido el juego, en vez de inaugurar una relación nueva entre personas adultas, yo habría sido solamente y para siempre culpable y ella para siempre víctima, sin posibilidad de rescate.
Volví a hablar con ella de su terapia pocos meses después. A esas alturas llevaba a cabo con su doctor unos retiros que duraban el fin de semana entero; había adelgazado mucho y en lo que discurría había como un desvarío que nunca le había oído antes. Le conté lo del hermano de su abuelo, lo de sus primeros contactos con el psicoanálisis, y después, como si tal cosa, le pregunté: «¿A qué escuela pertenece tu psicoanalista?» «A ninguna -repuso ella-, o, mejor dicho, a una que ha fundado por su cuenta.»
A partir de ese momento, lo que hasta entonces había sido una simple ansiedad se convirtió en una preocupación auténtica y profunda. Conseguí enterarme del nombre del médico y tras una breve investigación también que no era médico ni mucho menos. Las esperanzas que al principio había alimentado acerca de los efectos de la terapia se derrumbaron de golpe. Naturalmente, no era la falta de titulación en sí misma lo que me hacía abrigar sospechas, sino que a esa falta de titulación se sumaba la comprobación de que las condiciones de Ilaria eran cada vez peores. Si el tratamiento hubiera sido válido, pensaba, tras una fase inicial de malestar hubiera tenido que producirse una de mayor bienestar; lentamente, entre dudas y recaídas, hubiera tenido que abrirse paso la toma de conciencia. En cambio, poco a poco Ilaria había dejado de interesarse por todo lo que la rodeaba. Hacía años que había terminado sus estudios y no se dedicaba a nada; se había alejado de los pocos amigos que tenía, su única actividad era escrutar, su actividad interior con la obsesividad de un entomólogo. El mundo entero orbitaba alrededor de lo que había soñado durante la noche, o alrededor de una frase que su padre o yo le habíamos dicho veinte años atrás. Ante este deterioro de su vida me sentía impotente por completo.
Tan sólo tres veranos después se abrió un resquicio de esperanza durante algunas semanas. Poco después de Pascua le había propuesto que viajásemos juntas; con gran sorpresa mía, en vez de rechazar a priori la idea, Ilaria, levantando la mirada del plato, había dicho: «¿Y adónde podríamos ir?» «No sé -repuse-, adonde quieras, adonde se te ocurra.»
Esa misma tarde aguardamos con impaciencia a que abrieran las agencias de viajes. Durante semanas las recorrimos minuciosamente en busca de algo que nos agradase. Optamos al fin por Grecia -Creta y Santorini- para finales de mayo. Las cuestiones prácticas que habíamos de resolver antes de emprender el viaje nos unieron en una complicidad que nunca antes habíamos vivido. Ella estaba obsesionada con las maletas, con el terror de olvidar algo de fundamental importancia; a fin de tranquilizarla, le compré una pequeña libreta: «Apunta todo lo que te hace falta -le dije- y una vez metida cada cosa en la maleta, traza una señal al lado.»
Por las noches, en el momento de ir a acostarme, lamentaba no haber pensado antes que un viaje era una manera excelente de intentar volver a hilvanar la relación. El viernes antes del viaje, Ilaria me llamó por teléfono; su voz sonaba metálica. Creo que hablaba desde alguna cabina de la calle. «Tengo, que ir a Padua -me dijo-, a lo sumo regresaré el martes por la noche.» «¿Es realmente necesario?», pregunté; pero ya había colgado el auricular.
Hasta el jueves siguiente no tuve noticias de ella. A las dos sonó el teléfono. Su tono oscilaba entre la dureza y el pesar. «Lo siento -dijo-, pero no voy a viajar a Grecia.» Esperaba mi reacción, yo también la esperaba. Tras unos segundos, contesté: «Yo también lo siento mucho. De todas maneras, viajaré igualmente.» Percibió mi decepción y trató de justificarse. «Si viajo estaré huyendo de mí misma», susurró.
Como bien puedes imaginarte, fueron unas vacaciones tristísimas: me esforzaba por seguir a los guías, por interesarme en el paisaje, en la arqueología; en realidad no hacía otra cosa que pensar en tu madre, en la dirección que estaba tomando su vida.
Ilaria, me decía, es como un campesino que, tras haber sembrado la huerta y haber visto brotar las primeras plantitas, se ve asaltado por el temor de que algo pueda dañarlas. Entonces, para protegerlas de la intemperie, compra una buena pieza de plástico que resista el agua y el viento y la coloca sobre el cultivo; para mantener alejados los pulgones y las larvas, rocía las plantas con abundantes dosis de insecticida. El suyo es un trabajo sin descanso, no hay momento del día o de la noche en que no piense en su huerta y en la manera de defenderla. Después, una mañana, al levantar el plástico, tiene la fea sorpresa de encontrar que todas las plantas están podridas, muertas. Si las hubiera dejado crecer libremente, algunas habrían muerto lo mismo, pero otras habrían sobrevivido. El viento y los insectos habrían llevado otras plantas que hubieran crecido junto a las plantadas por él; algunas serían hierbajos y las arrancaría, pero otras tal vez se hubieran convertido en flores que con sus colores habrían alegrado la monotonía de la huerta. ¿Entiendes? Así son las cosas, en la vida hace falta tener generosidad: cultivar el pequeño carácter propio sin ver nada más de lo que hay alrededor significa seguir respirando pero estar ya muerto.
Imponiendo una excesiva rigidez a la mente, Ilaria había suprimido en su interior la voz del corazón. De tanto discutir con ella, yo incluso tenía miedo de pronunciar esa palabra. En cierta ocasión, cuando era una adolescente, le dije: «el corazón es el centro del espíritu». A la mañana siguiente encontré sobre la mesa de la cocina el diccionario abierto en la palabra espíritu; con lápiz rojo había subrayado la acepción: «líquido incoloro apto para conservar frutas». [2]
Actualmente el corazón hace pensar en seguida en algo ingenuo, adocenado. En mi juventud todavía se podía nombrar con desenvoltura; ahora en cambio es un vocablo que ya nadie utiliza. Las pocas veces que se lo nombra es tan sólo para aludir a su mal funcionamiento: no es el corazón por entero, sino solamente una isquemia coronaria, una leve patología auricular. Pero nadie alude a él, al hecho de que es el centro del alma humana. A menudo me he preguntado cuál podía ser la razón de este ostracismo. «Quien confía en su corazón es un mentecato», decía a menudo Augusto citando la Biblia. ¿Por qué habría de ser un mentecato? ¿Tal vez porque el corazón se parece a una cámara de combustión? ¿Porque allí dentro hay tinieblas, tinieblas y fuego? Tan moderna es la mente, como antiguo el corazón. Se piensa entonces que quien hace caso al corazón se aproxima al mundo animal, a la falta de control, mientras que quien hace caso a la razón se acerca a las reflexiones más elevadas. ¿Y si no fuesen así las cosas, si fuese verdad exactamente lo contrario? ¿Y si ese exceso de razón fuese lo que deja desnutrida a la vida?