¿Te acuerdas de cuántas discusiones sostuvimos para decidir si era o no era justo que yo financiase esta larga estancia tuya de estudios en el extranjero? Tú sostenías que te resultaba absolutamente necesaria, que para crecer y abrir tu mente necesitabas irte, dejar el ambiente asfixiante en el que habías crecido. Acababas de terminar la selectividad y vacilabas, en la más total oscuridad, sobre lo que desearías hacer cuando fueses mayor. Cuando eras pequeña tenías muchas pasiones: querías convertirte en veterinario, en explorador, en médico de niños pobres. De tales deseos no había quedado el menor rastro. Con los años se había ido cerrando aquella apertura que habías manifestado hacia tus semejantes; todo lo que había sido filantropía, deseo de comunión, en un brevísimo lapso se convirtió en cinismo, soledad, obsesiva concentración en tu destino infeliz. Si en la televisión se daba el caso de que viéramos alguna noticia particularmente cruenta, te mofabas de la compasión que yo expresaba diciéndome: «A tu edad, ¿de qué te asombras? ¿Todavía no te has enterado de que la selección de la especie es lo que gobierna el mundo?»
Ante esta clase de observaciones, las primeras veces me quedé sin aliento, tenía la sensación de tener un monstruo a mi lado; observándote de reojo me preguntaba de dónde habías salido, si era eso lo que te había enseñado con mi ejemplo. Nunca te contesté, pero intuía que el tiempo del diálogo había terminado, cualquier cosa que dijera produciría solamente un encontronazo. Por una parte, tenía miedo de mi fragilidad, de la inútil pérdida de fuerzas, y, por la otra, intuía que el choque abierto era precisamente lo que tú buscabas y que tras el primero se producirían otros, cada vez más violentos. Bajo tus palabras percibía el rebullir de la energía, una energía arrogante, lista para estallar y a duras penas contenida; mi manera de limar las asperezas, mi fingida indiferencia ante los ataques, te obligaron a buscar otros caminos.
Me amenazaste entonces con marcharte, desaparecer de mi vida sin dejar rastro. Tal vez te esperabas la desesperación, las humildes súplicas de una vieja. Cuando te dije que partir me parecía una excelente idea, empezaste a tambalearte, parecías una víbora que tras elevar la cabeza de golpe con las fauces abiertas y dispuesta para atacar, repentinamente ya no ve ante sí el objeto contra el que iba a lanzarse. Empezaste entonces a pactar, a avanzar propuestas; elaboraste varias, inseguras, hasta el día que, de nuevo con firmeza, delante de la taza de café anunciaste: «Me voy a América.»
Recibí esa decisión como había recibido las otras, con un amable interés. No quería, con mi aprobación, impulsarte a tomar decisiones equivocadas que no sintieras de verdad. Durante las semanas siguientes seguiste hablándome de la idea de ir a América. «Si voy allí un año -repetías obsesivamente-, por lo menos aprenderé un idioma y no perderé el tiempo.» Te irritabas enormemente cuando te hacía notar que perder el tiempo no es en absoluto grave. Pero llegaste al máximo de la irritación cuando te dije que la vida no es una carrera, sino un tiro al blanco, lo que importa no es el ahorro de tiempo, sino la capacidad de encontrar una diana. Había sobre la mesa dos tazas que inmediatamente hiciste volar barriéndolas con un brazo, para después estallar en llanto. «Eres una estúpida, -decías cubriéndote el rostro con las manos-. Eres una estúpida. ¿No entiendes que precisamente eso es lo que quiero?» Durante semanas habíamos sido como dos soldados que, tras haber enterrado una mina en un campo, procuran no pasar sobre ella. Sabíamos dónde estaba, qué era, y caminábamos distantes, fingiendo que el asunto a temer era otro. Cuando estalló y tú sollozabas diciéndome no entiendes nada, nunca entenderás nada, tuve que realizar un gran esfuerzo para no dejarte intuir mi turbación. Tu madre, la manera que tuvo de concebirte, su muerte: de todo eso nunca te he hablado y el hecho de que callara te llevó a creer que para mí el asunto no existía, que era poco importante. Pero tu madre era mi hija, tal vez no tengas en cuenta eso. O quizás lo tengas en cuenta, pero, en vez de decirlo, lo incubas en tu interior: no puedo explicarme de otra forma determinadas miradas tuyas, determinadas palabras cargadas de odio. Aparte del vacío, de ella no tienes otros recuerdos: todavía eras demasiado pequeña el día que murió. Yo, en cambio, conservo en mi memoria treinta y tres años de recuerdos, treinta y tres más los nueve meses durante los cuales la llevé en mi vientre.
¿Cómo puedes pensar que el asunto me deja indiferente?
En el hecho de no enfrentar antes la cuestión, por mi parte había únicamente pudor y una buena dosis de egoísmo. Pudor, porque era inevitable que al hablar de ella tuviera que hablar de mí misma, de mis culpas, verdaderas o supuestas; egoísmo, porque confiaba en que mi amor fuese tan grande como para cubrir la ausencia del suyo, tanto como para impedirte sentir un día nostalgia de ella y preguntarme: «¿Quién era mi madre, por qué murió?»
Mientras fuiste una niña, juntas éramos felices. Eras una niña llena de alegría, pero en tu alegría no había nada que fuera superficial, que pudiera darse por descontado. Era una alegría sobre la que siempre estaba al acecho la sombra de la reflexión, pasabas de la risa al silencio con una facilidad sorprendente. «¿Qué hay, qué estás pensando? -te preguntaba entonces, y tú, como si yo hablase de la merienda, contestabas-: pienso en si el cielo se acaba o sigue para siempre.» Estaba orgullosa de esa manera tuya de ser, tu sensibilidad se parecía a la mía, yo no me sentía mayor y distante, sino tiernamente cómplice. Me ilusionaba, quería ilusionarme con que fuese siempre así. Pero lamentablemente no somos seres suspendidos dentro de pompas de jabón, vagando felices por el aire; en nuestras vidas hay un antes y un después, y ese antes y después entrampa nuestros destinos, cae sobre nosotros como una red sobre la presa. Suele decirse que las culpas de los padres recaen sobre los hijos, las de los abuelos sobre los nietos, las de los bisabuelos sobre los bisnietos. Hay verdades que llevan consigo una sensación de liberación y otras que imponen el sentido de lo tremendo. Ésta pertenece a la segunda categoría. ¿Dónde se acaba la cadena de la culpa? ¿En Caín? ¿Será posible que todo haya de alejarse tanto? ¿Hay algo detrás de todo esto? En cierta ocasión leí en un libro hindú que el hado posee todo el poder, en tanto que la fuerza de la voluntad es tan sólo un pretexto. Tras haber leído aquello, una gran paz se aposentó en mi interior. Pero al día siguiente, sin embargo, pocas páginas más adelante, encontré que decía que el hado no es otra cosa que el resultado de las acciones pasadas: somos nosotros, con nuestras propias manos, quienes forjamos nuestro destino. Por lo tanto, volví a encontrarme en el punto de partida. «¿Dónde está el cabo de esta madeja? -me pregunté-. ¿Cuál es el hilo que se devana? ¿Es un hilo o una cadena? ¿Se puede cortar, romper, o bien nos envuelve para siempre?»
Por lo pronto, la que va a cortar soy yo. Mi cabeza ya no es la de antes; las ideas están siempre aquí, claro, no ha cambiado mi manera de pensar, sino la capacidad de mantener un esfuerzo prolongado. Ahora me siento cansada, la cabeza me da vueltas, como cuando de joven intentaba leer un libro de filosofía. Ser, no ser, inmanencia… después de unas pocas páginas sentía el mismo aturdimiento que se siente viajando en autobús por carreteras de montaña. Te dejo por el momento. Voy a idiotizarme un rato delante de esa amada-odiada cajita que está en la sala.
20 de noviembre
Otra vez aquí, tercer día de nuestro encuentro. O, mejor dicho, cuarto día y tercer encuentro. Ayer estaba tan fatigada que no logré escribir nada y tampoco leer. Sintiéndome inquieta y no sabiendo qué hacer, me pasé el día dando vueltas entre la casa y el jardín. El aire era bastante templado y durante las horas más cálidas me senté en el banco que está junto a la forsizia. Alrededor, el prado y los bancales estaban en el más completo desorden. Mirándolos, volvió a mi mente la pelea por las hojas caídas. ¿Cuándo fue? ¿El año pasado, hace dos años? Yo había pasado una bronquitis que no terminaba de curarse, las hojas estaban ya todas sobre la hierba y se arremolinaban por todas partes, arrastradas por el viento. Al asomarme a la ventana me había asaltado una gran tristeza; el cielo estaba sombrío, fuera todo ofrecía un aspecto de abandono. Me dirigí a tu habitación, estabas tendida en la cama con los auriculares en las orejas. Te pedí que por favor rastrillases las hojas. Para que me oyeras tuve que repetir la frase varias veces en un tono de voz cada vez más alto. Te encogiste de hombros diciendo: «¿Y eso por qué? En la naturaleza nadie las recoge, allí se quedan pudriéndose y está bien así.» En aquel entonces la naturaleza era tu gran aliada, conseguías justificarlo todo con sus inquebrantables leyes. En vez de explicarte que un jardín es una naturaleza domesticada, una naturaleza-perro que cada año se parece más a su amo y que, precisamente como un perro, necesita constantes atenciones, me retiré a sala sin añadir nada más. Poco después, cuando pasaste por delante de mí para ir a coger algo de la nevera, viste que estaba llorando, pero no hiciste caso de ello. Sólo a la hora de la cena, cuando volviste a salir de tu cuarto y dijiste «¿Qué hay para comer?», te diste cuenta de que todavía estaba allí y de que todavía lloraba. Entonces te fuiste a la cocina y empezaste a trajinar ante los fogones. «¿Qué prefieres -gritabas desde la cocina-, un budín de chocolate o una tortilla?» Habías comprendido que mi dolor era verdadero e intentabas mostrarte amable, darme gusto de alguna manera. Al día siguiente por la mañana, al abrir los postigos te vi en el prado. Llovía con fuerza, llevabas el chubasquero amarillo y estabas rastrillando las hojas. Cuando regresaste alrededor de las seis, yo hice como si nada ocurriera; sabía que detestabas por encima de cualquier otra cosa esa parte de ti que te llevaba a ser buena. Esta mañana, contemplando desolada los bancales del jardín, he pensado que verdaderamente debería recurrir a alguien para que elimine el abandono en que he caído desde que enfermé. Lo llevo pensando desde que salí del hospital, y, sin embargo, todavía no me decido a hacerlo. Con el paso de los años ha nacido en mí un gran sentimiento de celo por el jardín: por nada del mundo renunciaría a regar las dalias, a desprender de una rama una hoja muerta. Es raro, porque cuando era joven me fastidiaba mucho ocuparme de su cuidado; tener un jardín, más que un privilegio, me parecía un engorro. De hecho, bastaba que aflojase mi atención un día o dos e inmediatamente, sobre ese orden tan fatigosamente alcanzado, volvía a colarse el desorden; y el desorden era lo que me fastidiaba más que cualquier otra cosa. No tenía un centro en mi interior, y por consiguiente no soportaba ver en el exterior lo mismo que tenía en mi interior. ¡Hubiera debido recordarlo cuando te pedí que barrieras las hojas!