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Hay cosas que sólo se pueden entender a cierta edad y no antes; entre éstas, la relación con la casa y con todo lo que hay dentro y fuera de ella. A los sesenta o setenta años repentinamente entiendes que el jardín y la casa ya no son un jardín y una casa donde vives por comodidad, o por azar, o porque son bellos, sino que son tu jardín y tu casa, te pertenecen de la misma manera que la concha pertenece al molusco que vive en su interior. Has formado la concha con tus secreciones, en sus capas concéntricas está grabada tu historia: la casa-cascarón te envuelve, está sobre ti, alrededor, tal vez ni siquiera la muerte pueda librarla de tu presencia, de las alegrías y sufrimientos que has sentido en su interior.

Anoche no tenía ganas de leer, de manera que miré la televisión. A decir verdad, más que mirarla la escuché, porque después de menos de media hora de programa me adormecí. Oía las palabras a ratos, como cuando en el tren te hundes en una duermevela y las conversaciones de los demás pasajeros te llegan intermitentes y desprovistas de sentido. Transmitían una encuesta periodística sobre las sectas de este final de milenio. Había varias entrevistas a gurús, auténticos o falsos, y de entre su catarata de palabras llegó a mis oídos muchas veces el término karma. Al escucharlo, volvió a mi memoria el rostro del profesor de filosofía del instituto.

Era joven y, para aquellos tiempos, muy anticonformista. Explicándonos a Schopenhauer, nos había hablado un poco de las filosofías orientales y, refiriéndose a éstas, nos había introducido en el concepto de karma. En aquella ocasión no había prestado gran atención al asunto: tanto la palabra como lo que expresaba me habían entrado por un oído y salido por el otro. Como sedimento, durante muchos años me quedó la sensación de que se trataba de una especie de ley del talión, algo así como «ojo por ojo y diente por diente», o como «el que la hace la paga». Sólo cuando la directora del parvulario me citó para hablarme de tu extraño comportamiento, el karma -y lo que con éste se relaciona- volvió a mi mente. Habías alborotado el parvulario entero. Sin más ni más, durante la hora dedicada a los relatos libres, te habías puesto a hablar de tu vida anterior. Al principio las maestras habían pensado que se trataba de una excentricidad infantil. Ante lo que contabas, habían tratado de desvalorizarlo, de hacer que cayeras en contradicciones. Pero tú no caíste en ninguna, incluso dijiste palabras en un idioma que nadie conocía. Cuando el asunto se repitió por tercera vez, la directora del parvulario me mandó llamar. Por tu propio bien, y por tu futuro, me recomendaban encargar a un psicólogo que siguiera tu caso. «Con el trauma que ha sufrido -decía la directora-, es normal. que se comporte así, que trate de evadirse de la realidad.» Naturalmente, nunca te llevé al psicólogo, me parecías una niña feliz, tendía más a pensar que esa fantasía tuya no había de imputarse a una perturbación anterior, sino a un orden distinto de las cosas. Tras aquel episodio nunca te incité a hablarme de aquello, ni tú sentiste, por propia iniciativa, la necesidad de hacerlo. Tal vez lo olvidaste todo el mismo día que lo dijiste delante de las maestras boquiabiertas.

Tengo la sensación de que en estos últimos años se ha puesto muy de moda hablar de esas cosas: antaño dichos argumentos eran tema de unos pocos elegidos; ahora, en cambio, están en boca de todo el mundo. Hace algún tiempo, en un periódico, leí que en América existen incluso grupos de autoconcienciación de la reencarnación. La gente se reúne y habla de sus existencias anteriores. Así, un ama de casa dice: «Durante el siglo pasado, en Nueva Orleans, era una mujer de la calle y por eso ahora no consigo serle fiel a mi marido», en tanto que el empleado de una gasolinera, racista, encuentra la razón de su odio en el hecho de haber sido devorado por los bantúes durante una expedición en el siglo XVI. ¡Qué lamentables estupideces! Habiendo perdido las raíces de la cultura propia, se intenta remendar con existencias pasadas lo gris e inseguro del presente. Si el ciclo de las vidas tiene un sentido, me parece, ciertamente, un sentido muy distinto.

En los tiempos del asunto del parvulario yo había conseguido algunos libros, había tratado de saber un poco más a fin de comprenderte mejor. Justamente en uno de aquellos ensayos se decía que los niños que recuerdan con precisión su vida anterior son los que han muerto precozmente y de manera violenta. Ciertas obsesiones que eran inexplicables a la luz de tu experiencia de niña -que si había fugas de gas en las tuberías, el temor de que en cualquier momento se produjese un estallido- me llevaban a inclinarme por esa clase de explicación. Cuando estabas cansada o ansiosa, o en el abandono del sueño, te asaltaban terrores descabellados. Lo que te asustaba no era el hombre del saco, ni las brujas, ni los lobos malos, sino el repentino temor de que en cualquier momento el universo de las cosas se viera atravesado por una deflagración. Las primeras veces, cuando aparecías aterrorizada, en el corazón de la noche, en mi dormitorio, me levantaba y con palabras dulces volvía a acompañarte a tu cuarto. Allí, tendida en la cama, cogida de mi mano, querías que te contase historias que tuvieran un final feliz. Por miedo a que yo dijera algo inquietante, primero me describías la trama con pelos y señales, yo no hacía otra cosa que seguir sumisamente tus instrucciones. Repetía el cuento una, dos, tres veces; cuando me levantaba para regresar a mi cuarto, convencida de que te habías calmado, al cruzar la puerta llegaba a mis oídos tu voz tenue: «¿Es así? -preguntabas-. ¿Es verdad? ¿Acaba siempre así?» Yo entonces volvía sobre mis pasos, te besaba en la frente y al besarte decía: «No puede acabar de ninguna otra manera, tesoro, te lo juro.»