Por lo tanto, crecí con la sensación de ser algo así como una mona que tenía que estar bien adiestrada y no un ser humano, una persona con sus alegrías y sus pesadumbres, con su necesidad de ser amada. De esta desazón pronto nació en mi interior una gran soledad, una soledad que con el paso de los años se volvió enorme, una especie de vacío en el que me movía con los gestos lentos y torpes de un buzo. La soledad también nacía de las preguntas, de preguntas que me planteaba y a las que no sabía dar respuesta. Ya desde los cuatro o cinco años miraba a mi alrededor y me preguntaba: «¿Por qué estoy aquí? ¿De dónde vengo yo, de dónde vienen todas las cosas que veo a mi alrededor, qué es lo que hay detrás, han estado siempre aquí, incluso cuando yo no estaba, seguirán estando para siempre?» Me planteaba todas las preguntas que se plantean los niños sensibles cuando se asoman a la complejidad del mundo. Estaba convencida de que también los mayores se las planteaban, de que tenían la capacidad de darles respuesta; en cambio, después de dos o tres intentos con mi madre y con la niñera, intuí que, no solamente no sabían darles respuesta, sino que ni siquiera se las habían planteado.
Se acrecentó así la sensación de soledad, ¿comprendes? Me veía obligada a resolver cada enigma contando sólo con mis fuerzas; cuanto más tiempo pasaba, más preguntas me hacía sobre todas las cosas, eran preguntas cada vez más grandes, cada vez más terribles, de sólo pensarlas daban miedo.
El primer encuentro con la muerte lo tuve hacia los seis años. Mi padre tenía un perro de caza que se llamaba Argo; tenía un carácter manso y cariñoso y era mi compañero de juegos preferido. Durante tardes enteras le metía en la boca papillas que hacía con barro y hierbas, o bien lo obligaba a hacer de cliente de la peluquería, y él, sin rebelarse, daba vueltas por el jardín con las orejas cargadas de horquillas. Pero un día, justamente mientras le estaba probando un nuevo peinado, me di cuenta de que tenía bajo la garganta un bulto. Hacía ya algunas semanas que no tenía ganas de correr y saltar como antes; si yo me acomodaba en un rincón para comer mi merienda ya no se me echaba delante suspirando esperanzado.
Un mediodía, al volver de la escuela, no lo encontré esperándome ante la cancela. Al principio pensé que habría ido a alguna parte con mi padre. Pero cuando vi a mi padre tranquilamente sentado en su estudio y que Argo no estaba a sus pies, sentí en mi interior una gran agitación. Salí gritando a pleno pulmón, llamándolo por todo el jardín: volví dos o tres veces adentro y lo busqué, explorando la casa de cabo a rabo. Al llegar la noche, en el momento de dar a mis padres el beso obligatorio de las buenas noches, reuniendo todo mi valor le dije a mi padre: «¿Dónde está Argo?» «Argo -repuso él sin levantar la vista del periódico-, Argo se ha marchado.» «¿Y por qué?», pregunté yo. «Porque estaba harto de que lo fastidiaras.»
¿Indelicadeza? ¿Superficialidad? ¿Sadismo? ¿Qué había en aquella respuesta? En el momento exacto en que escuché esas palabras, algo se rompió en mi interior. Empecé a no conciliar el sueño por las noches, de día era suficiente una nimiedad para hacerme estallar en llanto. Al cabo de un par de meses llamaron al pediatra. «La niña tiene agotamiento.» dijo, y me suministró aceite de hígado de bacalao. Nadie me preguntó nunca por qué no dormía ni por qué llevaba siempre conmigo la pelotita mordisqueada de Argo.
A ese episodio le atribuyo el comienzo de mi edad adulta. ¿A los seis años? Pues sí, exactamente a los seis años. Argo se había marchado porque yo había sido mala; por lo tanto, mi conducta influía sobre lo que me rodeaba. Influía haciendo desaparecer, destruyendo.
A partir de aquel momento, mis acciones no fueron jamás neutras, finalidades en sí mismas, con el terror de volver a equivocarme las reduje paulatinamente al mínimo, me volví apática, vacilante. Por las noches apretaba entre mis manos la pelota y llorando decía: «Argo, por favor, regresa- aunque me haya equivocado te quiero más que a nadie.» Cuando mi padre trajo a casa otro cachorro, no quise ni mirarlo. Para mí era, y tenía que seguir siendo, un perfecto extraño.
En la educación de los niños imperaba la hipocresía. Recuerdo perfectamente que en cierta ocasión, paseando con mi padre cerca de un seto, había encontrado un petirrojo tieso. Sin temor alguno lo había recogido y se lo había mostrado. «Deja eso -había gritado él en seguida-, ¿no ves que está durmiendo?» La muerte, como el amor, era un tema que había que evitar. ¿No habría sido mil veces preferible que me hubiesen dicho que Argo había muerto? Mi padre hubiera podido cogerme en brazos y decirme: «Lo he matado yo porque estaba enfermo y sufría. Allá donde se encuentra ahora es mucho más feliz.» Seguramente habría llorado más, me habría desesperado, durante meses y meses habría ido al sitio donde estaba enterrado y le habría hablado largamente a través de la tierra. Después, poco a poco, habría empezado a olvidarme de él, me habrían interesado otras cosas, hubiera tenido otras pasiones y Argo se habría deslizado hacia el fondo de mis pensamientos como un recuerdo, un hermoso recuerdo de la infancia. De esa forma, en cambio, Argo se convirtió en un pequeño muerto que cargaba en mi interior.
Por eso digo que a los seis años era ya mayor, porque en lugar de alegría lo que tenía era ansiedad y en vez de curiosidad, indiferencia. ¿Eran mi padre y mi madre unos monstruos? No, en absoluto; para aquellos tiempos eran unas personas absolutamente normales.
Sólo al llegar a vieja mi madre empezó a contarme algo de su infancia. Su madre había muerto cuando ella era todavía niña; antes que a ella había dado a luz un varón que había muerto a los tres años de pulmonía. Ella había sido concebida inmediatamente después y no sólo había tenido la desdicha de nacer hembra, sino que además nació el mismo día en que había muerto su hermano. Para recordar esa triste coincidencia, desde que era una lactante la habían ataviado con colores de luto. Sobre su cuna campeaba un gran retrato al óleo de su hermano. Servía para que tuviera presente, tan pronto abría los ojos, que era solamente un reemplazo, una desteñida copia de alguien mejor. ¿Comprendes? ¿Cómo culparla entonces por su frialdad, por sus elecciones equivocadas, por esa manera suya de estar lejos de todo? Hasta los monos, si se crían en un laboratorio aséptico en vez de criarse con su verdadera madre, al poco tiempo se vuelven tristes y se dejan morir. Y si nos remontásemos más allá todavía, para ver a su madre y a la madre de su madre, a saber qué otras cosas encontraríamos.
Habitualmente la desdicha sigue la línea femenina. Al igual que ciertas anomalías genéticas, va pasando de madre a hija. Al pasar, en vez de atenuarse, se va volviendo cada vez más inextirpable y profunda. En aquel entonces, para los hombres era muy diferente: tenían la profesión, la política, la guerra; su energía podía salir fuera, expandirse. Nosotras no. Nosotras, a lo largo de generaciones y generaciones, hemos frecuentado tan sólo el dormitorio, la cocina, el cuarto de baño; hemos llevado a cabo miles y miles de pasos, de gestos, llevando a cuestas el mismo rencor, la misma insatisfacción. ¿Que me he vuelto feminista? No, no temas: sólo trato de mirar con lucidez lo que hay detrás.