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– Te acuerdas cuando íbamos, la noche del 15 de agosto, a mirar los fuegos de artificio que disparaban desde el mar? Entre todos ellos había, de vez en cuando, alguno que aunque estallaba no lograba elevarse hacia el cielo. Pues cuando pienso en la vida de mi madre, en la de mi abuela, cuando pienso en muchas vidas de personas que conozco, en mi mente aparece justamente esa imagen: fuegos que implosionan en vez de ascender hacia lo alto.

21 de noviembre

He leído en alguna parte que Manzoni, mientras estaba escribiendo Los novios, se levantaba contento todas las mañanas porque iba a encontrarse de nuevo con sus personajes. De mí no puedo decir lo mismo. Aunque hayan transcurrido muchos años, no me da el menor placer hablar de mi familia: en mi memoria, mi madre se ha mantenido inmóvil y hostil como un jenízaro. Esta mañana, a fin de airear un poco mis sentimientos hacia ella, mis recuerdos, me fui a dar un garbeo por el jardín. Había llovido durante la noche. Hacia occidente el cielo estaba claro, mientras que detrás de la casa aún se cernían unos nubarrones violetas. Antes de que empezara a llover otra vez volví a entrar en la casa. Poco después se produjo el temporal. Había en la casa tal oscuridad que tuve que encender las luces. Desconecté la televisión y la nevera para que los rayos no las estropeasen; cogí después la linterna, me la metí en el bolsillo y me vine a la cocina para cumplir con nuestro encuentro cotidiano.

Sin embargo, apenas me hube sentado, me di cuenta de que todavía no estaba preparada: tal vez había demasiada electricidad en el aire; mis pensamientos iban de un lado a otro como si fuesen chispas. Entonces me puse de pie y, seguida por el impávido Buck, me puse a dar vueltas por la casa sin una meta precisa. Fui a la habitación en que había dormido con tu abuelo, después a mi actual dormitorio -que antaño había sido de tu madre-, después al comedor, que no se utiliza desde hace mucho tiempo, y por último a tu habitación. Al pasar de un cuarto al otro, recordé la impresión que me había producido la casa la primera vez que puse los pies en ella: no me había gustado nada. No la había escogido yo, sino Augusto, mi marido, que además la había escogido a toda prisa. Necesitábamos un sitio donde establecernos y la espera no se podía prolongar más. Dado que era bastante grande y tenía jardín, le había parecido que esa casa satisfacía todas nuestras exigencias. Desde el momento de abrir la cancela, me pareció de mal gusto, mejor dicho, de pésimo gusto; en los colores y en las formas, no había ni un solo fragmento que armonizase con los demás. Vista desde un lado parecía un chalet suizo; desde el lado contrario, con su gran ventanilla central y la fachada de tejado escalonado, podía ser una de esas casas holandesas que se asoman a los canales. Si mirabas desde lejos sus siete chimeneas de formas diferentes, te dabas cuenta de que el único sitio en que podía existir era en un cuento de hadas. Había sido construida en los años veinte, pero no había ni un solo detalle que pudiera relacionarla con las casas de aquella época. Me inquietaba el hecho de que no tuviese una identidad propia y tardé muchos años en acostumbrarme a la idea de que era mía, de que la existencia de mi familia coincidía con sus paredes.

Justamente mientras estaba en tu habitación, un rayo cayó más cerca que los otros e hizo saltar los fusibles. En vez de encender la linterna, me tendí en la cama. Fuera la lluvia caía con fuerza, el viento soplaba a ráfagas y dentro se oían diferentes sonidos: crujidos, pequeños golpes, los ruidos de la madera que se acomoda. Con los ojos cerrados, durante un instante la casa me pareció un navío, un gran velero que avanzaba a través del prado. El temporal se aplacó hacia la hora de la comida y a través de la ventana de tu habitación vi que se habían desgajado dos gruesas ramas del nogal.

Ahora estoy nuevamente en la cocina, en mi puesto de batalla: he comido y he lavado los pocos platos que he ensuciado. Buck duerme a mis pies, postrado por las emociones de esta mañana. A medida que pasan los años, las tormentas, lo sumen cada vez más en un estado de terror del que le cuesta recobrarse.

En los libros que compré cuando tú ibas al parvulario encontré una frase que decía que la elección de la familia en la que a uno le toca nacer está guiada por el ciclo de las existencias. Una tiene cierto padre y cierta madre porque sólo ese padre y esa madre le permitirán entender algo más, avanzar un pequeño, un pequeñísimo paso. Pero si así fuera, me había preguntado entonces, ¿por qué nos quedamos inmóviles durante tantas generaciones? ¿Por qué en vez de avanzar retrocedemos?

Hace poco, en el suplemento científico de un periódico he leído que tal vez la evolución no funciona como siempre hemos pensado que funciona. Según las últimas teorías, los cambios no se producen de una manera gradual. La pata más larga, el pico con una forma diferente para poder explorar otros recursos, no se forman poco a poco, milímetro a milímetro, generación tras generación. No. Aparecen repentinamente: de madre a hijo todo cambia, todo es diferente. Para confirmarlo tenemos los restos de esqueletos, mandíbulas, pezuñas, cráneos con dientes diferentes. De muchas especies jamás se han hallado formas intermedias. El abuelo es de una manera y el nieto de otra, entre una y otra generación se ha producido un salto. ¿Y si se diera lo mismo en la vida interior de las personas?

Los cambios se acumulan imperceptiblemente, poco a poco, y al llegar a cierto punto estallan. Repentinamente una persona rompe el círculo, decide ser diferente. Destino, herencia, educación, ¿dónde empieza una cosa y dónde termina la otra? Si te detienes a reflexionar, aunque sea un solo instante, casi en seguida te asalta un gran miedo ante el misterio que todo esto encierra.

Poco antes de casarme, la hermana de mi padre -la amiga de los espíritus- había encargado a un amigo suyo, astrólogo, que me hiciera mi horóscopo. Un día se me plantó con un papel en la mano y me dijo: «Mira, éste es tu futuro.» Había en esa hoja un dibujo geométrico, las líneas que unían entre sí los signos de los planetas formaban muchos ángulos. Apenas lo vi, recuerdo haber pensado que ahí dentro no había armonía ni continuidad, sino una sucesión de saltos, de giros tan bruscos que parecían caídas. Detrás, el astrólogo había escrito: «Un camino difícil. Tendrás que armarte de todas las virtudes para recorrerlo hasta el final.»

Aquello me causó un fuerte impacto. Hasta ese momento mi vida me había parecido muy triviaclass="underline" claro que había tenido dificultades, pero me habían parecido dificultades insignificantes, más que abismos eran simples encrespamientos de la juventud. Pero incluso cuando más tarde me hice esposa y madre, viuda y abuela, jamás me aparté de esa aparente normalidad. El único acontecimiento extraordinario, si es que se puede llamar así, fue la trágica desaparición de tu madre. Sin embargo, bien mirado, en el fondo aquel cuadro de las estrellas no mentía: detrás de la superficie sólida y lineal, detrás de mi rutina cotidiana de mujer burguesa, había en realidad un movimiento constante que estaba hecho de pequeñas ascensiones, de desgarramientos, de oscuridades repentinas y de abismos profundísimos. A lo largo de mi vida la desesperación me ha embargado con frecuencia, me he sentido como esos soldados que marcan el paso manteniéndose quietos en el mismo sitio. Cambiaban los tiempos, cambiaban las personas, todo a mi alrededor cambiaba y yo tenía la sensación de estar siempre quieta.

La muerte de tu madre dio un golpe de gracia a la monotonía de esa marcha. La idea que tenía de mí misma, ya de por sí modesta, se derrumbó en un solo instante. Si hasta ahora, decía para mis adentros, he avanzado uno o dos pasos, de pronto, he retrocedido, he alcanzado el punto más bajo de mi trayecto. En aquellos días temí no resistir más, me parecía que esa mínima cantidad de cosas que había entendido hasta entonces había sido borrada de un solo golpe. Por suerte no pude abandonarme a ese estado depresivo, la vida proseguía con sus exigencias.