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Paul, que era dos años mayor, recibió ese comentario con el desdén que merecía, pues no se habían cruzado con nadie por el camino, y se concentró en aquel cuerpo maravillosamente accesible. No alcanzaba a distinguir la cara de la mujer, pero el aumento de las lentes era tan fabuloso que veía el resto de detalles a la perfección. Paul no tenía suficiente experiencia sobre el desnudo femenino como para que le llamaran la atención los cardenales que aquella mujer tenía en el cuerpo, pero en cualquier caso no se habría fijado en ellos. Él había soñado muchas veces que se le presentaba una ocasión como aquélla y podía explorar a su antojo el cuerpo desnudo de una mujer, aunque fuera a través de unos prismáticos. La suave curva de sus pechos le pareció insoportablemente erótica, y se detuvo en los pezones, preguntándose qué tacto tendrían, y cómo reaccionarían a una caricia. Recorrió cariñosamente el abdomen, deteniéndose en el ombligo, antes de volver a lo que más le interesaba: las piernas abiertas y lo que había entre ellas. Avanzó un poco ayudándose con los codos, retorciéndose como una serpiente.

– ¿Qué haces? -preguntó Danny con desconfianza, arrastrándose también detrás de su hermano-. ¿Porquerías?

– Claro que no. -Paul le dio un golpe en el brazo-. ¿Es que nunca piensas en nada que no sea en hacer porquerías? Ten cuidado, cochino, o se lo contaré a papá.

Durante la pelea que se desencadenó -un acalorado combate de brazos entrelazados y patadas-, al hermano mayor se le cayeron los prismáticos Zeiss, que se precipitaron por la pendiente provocando una avalancha de esquisto. Los niños, aterrados, abandonaron la pelea y se asomaron al borde para ver, desconsolados, qué había sido de los prismáticos.

– Si se han roto será culpa tuya -susurró Danny-. Se te han caído a ti.

Pero por una vez su hermano no mordió el anzuelo. Le interesaba más la persistente inmovilidad de aquel cuerpo. De pronto comprendió, con súbita aprensión, que se había estado masturbando mientras contemplaba a una mujer muerta.

Capítulo 2

Las transparentes aguas de Chapman's Pool ondulaban suavemente hacia la playa de guijarros de la bahía, donde formaban una franja de espuma. Hasta ahora había tres barcos anclados allí; dos llevaban bandera inglesa: el Lady Rose, un Princess, y el Gregory's Girl, un Fairline Squadron; el Mirage, un Beneteau, llevaba bandera francesa. Sólo en el Gregory's Girl se veía alguna actividad; un hombre y una mujer intentaban arreglar el cabrestante del pescante del bote, que se había atascado. En el Lady Rose había una pareja ligera de ropa que, embadurnada de aceite, tomaba el sol tumbada en el puente, con los ojos cerrados; mientras en el Mirage, una quinceañera provista de una cámara de vídeo enfocaba distraídamente una larga panorámica de la empinada ladera de West Hill, en busca de algo que valiera la pena filmar.

Nadie se fijó en la precipitada huida de los hermanos Spender por la bahía, aunque la francesita sí vio al hombre que bajaba solo por la ladera, dirigiéndose hacia ellos. Como miraba a través de la cámara, sólo alcanzó a ver al atractivo joven que aparecía en el encuadre, y su sensible corazón dio un vuelco de emoción al imaginarse otro encuentro fortuito con aquel guapo inglés. Lo había conocido dos días atrás en el puerto deportivo Berthon, en Lymington, cuando, con una espléndida sonrisa, él le había proporcionado el código que abría la puerta de los lavabos, y ahora ella no podía creer que él estuviera allí, en aquel antro de aburrimiento y aislamiento que sus padres describían como una de las joyas de Inglaterra.

Para ella, que tenía una imaginación inagotable, aquel joven guardaba un asombroso parecido con Jean-Claude van Damme, con su camiseta sin mangas y sus pantalones cortos ceñidos -moreno, musculoso, con cabello oscuro y lacio peinado hacia atrás, sonrientes ojos castaños, barba de dos días-, y en la embellecida narración de su propia vida, romántica e ingenua, ella se imaginaba que se desmayaba en los fuertes brazos de él y que se enamoraban locamente. Aprovechando la oportunidad que le brindaba la cámara, observó cómo al joven se le tensaban los músculos al dejar la mochila en el suelo, pero de pronto los frenéticos movimientos de los hermanos Spender ocuparon la lente de la cámara. La joven soltó un gruñido, apagó la cámara e, incrédula, se quedó mirando a los niños, que, desde aquella distancia, parecían dar brincos de alegría.

Pero si era demasiado joven para tener hijos… Se encogió de hombros con un gesto típicamente francés. Con los ingleses nunca se sabía.

Detrás del chucho que zigzagueaba enérgicamente en busca de un rastro, el caballo descendía cuidadosamente por el sendero que conducía de Hill Bottom a Chapman's Pool. Algunos tramos estaban asfaltados, pues por allí había habido una carretera, y también algunos edificios, que llevaban mucho tiempo abandonados y derruidos. Maggie Jenner había vivido casi siempre en aquella región, pero nunca supo por qué los escasos habitantes de aquel rincón de la isla se habían marchado dejando que el tiempo hiciera estragos en sus viviendas. En una ocasión alguien le había contado que chapman era un término arcaico que significaba comerciante o mercachifle, pero ella no alcanzaba a imaginar con qué mercancía se podía comerciar en aquel remoto lugar. Quizás era más sencillo y la bahía debía su nombre a que un vendedor ambulante se había ahogado en ella. Cada vez que tomaba aquel sendero pensaba que tenía que averiguarlo, pero en cuanto volvía a casa se olvidaba de ello.

Los jardines que en su día habían florecido allí habían dejado un persistente legado de rosas, malvarrosas y hortensias entre los matojos, y pensó en lo agradable que sería tener una casa en medio de aquella jungla, encarada al sur, hacia el canal, y vivir con la única compañía de su perro y sus caballos. Debido a la amenaza de desprendimientos en los acantilados, el acceso de vehículos a Chapman's Pool estaba prohibido, y en Hill Bottom y Kingston había verjas que cerraban el camino; y aquella tranquilidad ejercía una potente atracción. Pero el aislamiento y la soledad se estaban convirtiendo casi en una obsesión para ella, y de vez en cuando eso la preocupaba.

Mientras cavilaba, oyó un vehículo que se acercaba avanzando lentamente entre baches y agujeros, así que silbó para que Bertie se colocara detrás de Sir Jasper. Se volvió sobre la silla de montar, suponiendo que sería un tractor, y frunció el entrecejo al ver el Range Rover de la policía. El automóvil aminoró la marcha al llegar a su altura, y Maggie reconoció a Nick Ingram, que iba al volante. El policía le sonrió y siguió adelante, dejando una nube de polvo en el camino.

Los servicios de emergencia se pusieron en marcha tras una llamada al 999 efectuada desde un teléfono móvil a las 10:43. La persona que llamó dijo llamarse Steven Harding, y explicó que había encontrado a dos niños que aseguraban haber visto un cadáver en la playa de Egmont Bight. Los detalles no estaban claros, porque los niños no mencionaron que la mujer estaba desnuda, y su nerviosismo y su atropellada forma de hablar hicieron pensar a Harding que «la mujer de la playa» era la madre de los niños, que se había caído por el precipicio mientras miraba con unos prismáticos. De ahí que la policía y los guardacostas actuaran suponiendo que la mujer todavía estaba viva.

Debido a la dificultad de evacuar a una persona gravemente herida de la playa, los guardacostas enviaron un helicóptero de rescate desde Portland. Entretanto, el agente Nick Ingram, que en ese momento investigaba un robo, se acercaba por el sendero que bordeaba la mal llamada West Hill, en la ladera oriental de Chapman's Pool. Había tenido que cortar la cadena de la verja de Hill Bottom con unas tenazas, y, mientras abandonaba su Range Rover junto a los cobertizos de los pescadores, confió en que los turistas no le siguieran. No estaba de humor para tratar con mirones.