La única forma de llegar desde los cobertizos hasta la playa donde yacía la mujer era por el mismo camino que habían tomado los niños: bordeando la bahía a pie y luego subiendo por las rocas de Egmont Point. Era un duro paseo para cualquiera que llevara uniforme, y Nick Ingram, que medía casi dos metros y pesaba más de cien kilos, estaba empapado de sudor cuando llegó junto a la mujer. Se inclinó, apoyando las manos en las rodillas, para recobrar el aliento, mientras oía el ruido ensordecedor del helicóptero y la corriente de aire que éste provocaba le agitaba la húmeda camisa. Aquello le parecía una grosera intromisión en el escenario de una muerte. Pese al calor que hacía, la mujer tenía la piel fría, y los ojos habían empezado a empañársele. Al policía le impresionó lo diminuta que parecía, allí tendida, sola, al pie del acantilado, y lo insignificante que parecía su mano, que se mecía en la espuma.
Le sorprendió su desnudez, más aun cuando no había allí toallas, ropa, calzado ni ningún otro objeto personal. Ingram reparó en que la mujer tenía cardenales en los brazos, el cuello y el pecho, pero le pareció más probable que se los hubiera hecho al revolcarse sobre las rocas, impulsada por la marea, que al caer desde un acantilado. Volvió a inclinarse sobre el cadáver, en busca de alguna señal que indicara cómo había llegado hasta allí, pero tuvo que apartarse rápidamente, pues en ese momento la camilla bajaba sobre su cabeza.
El ruido del helicóptero y la voz amplificada que le daba instrucciones al policía atrajo a los curiosos. Un grupo de excursionistas se detuvo en lo alto del acantilado para contemplar la escena, mientras las personas que había a bordo de los barcos fondeados en Chapman's Pool se acercaban a la playa en sus botes para contemplar de cerca la operación. Reinaba cierto optimismo, porque todo el mundo daba por sentado que no estarían realizando el rescate a menos que la mujer siguiera con vida, y cuando la camilla empezó a elevarse hubo aplausos y vítores. La mayoría de la gente pensó que la mujer se había caído del precipicio; unos cuantos pensaron que quizá se había internado en el Chapman's Pool y había tenido dificultades para volver. Nadie sospechó que la habían asesinado.
Salvo Nick Ingram, quizá, que fue quien colocó el menudo y ya rígido cadáver en la camilla, indignado al ver cómo la muerte le había robado la dignidad a una mujer hermosa. Como siempre, la victoria le correspondía al ladrón, y no a la víctima.
Siguiendo las instrucciones de la operadora que atendió su llamada de emergencia, Steven Harding acompañó a los niños hasta el coche de policía que estaba aparcado junto a los cobertizos de los pescadores, donde los tres se quedaron esperando hasta que regresó su ocupante. Los hermanos, silenciosos y exhaustos tras su carrera por Chapman's Pool, querían marcharse de allí, pero su acompañante, un actor de veinticuatro años que se tomaba muy en serio su papel de cuidador, los intimidaba demasiado.
El joven vigilaba atentamente a los reservados niños (pensando que estaban demasiado impresionados para hablar) mientras intentaba animarlos contándoles lo que alcanzaba a ver de la operación de rescate. Salpicaba su discurso de expresiones como «Sois unos héroes», «Vuestra madre estará orgullosa de vosotros», «Es una suerte tener unos hijos tan responsables». Pero hasta que el helicóptero no inició el regreso a Poole y el joven se volvió hacia ellos con una sonrisa de ánimo y les dijo: «Ahora ya no tenéis que preocuparos por nada. Mamá está en buenas manos», los niños no se dieron cuenta de su error. No se les había ocurrido que lo que parecían comentarios generales sobre su madre se referían concretamente a «la mujer de la playa».
– Pero si no es nuestra madre -dijo Paul.
– Nuestra madre se va a enfadar mucho -dijo Danny con su voz de soprano, envalentonado por la disposición de su hermano a interrumpir aquel prolongado silencio-. Nos ha dicho que si llegamos tarde a comer nos pondrá una semana a pan y agua. -Era un niño muy imaginativo-. Y todavía se enfadará más cuando le diga que ha sido porque Paul quería mirar a una nudista.
– Cállate -le espetó su hermano.
– Además, me ha hecho escalar el acantilado porque desde allí la veía mejor. Papá lo va a matar por estropear los prismáticos.
– Que te calles.
– Todo ha sido culpa tuya. No debiste soltarlos. ¡Maníaco! -añadió Danny con malicia, con la seguridad de que su acompañante lo protegería.
Harding vio cómo lágrimas de humillación se agolpaban en los ojos del hermano mayor. No hacía falta darle muchas vueltas a los comentarios de Danny («nudista», «ver mejor», «prismáticos» y «maníaco») para hacerse una idea de lo ocurrido.
– Espero que valiera la pena -dijo Harding con naturalidad-. La primera mujer a la que vi desnuda era tan fea y tan vieja, que tardé tres años en volver a tener ganas de ver a otra. Vivía en la casa de al lado, y era gorda como un elefante.
– ¿Cómo era la siguiente? -preguntó Danny.
Harding miró al hermano mayor.
– Tenía unas buenas tetas -dijo guiñándole un ojo a Paul.
– Ésta también -comentó Danny.
– Pero estaba muerta -añadió su hermano.
– Mira, seguramente no estaba muerta. A veces resulta difícil distinguirlo.
– Estaba muerta -insistió Paul con desánimo-. Danny y yo hemos bajado a recoger los prismáticos. -Desenredó la camiseta para enseñarle el estuche, lleno de arañazos, de unos prismáticos Zeiss-. Lo he comprobado, por si acaso. Creo que se ahogó y que la marea la trajo hasta aquí. -Volvió a sumirse en un triste silencio.
– Quería hacerle el boca a boca -dijo Danny-, pero tenía los ojos muy raros, por eso no lo hizo.
Harding volvió a mirar al hermano mayor, esta vez con gesto comprensivo.
– La policía tendrá que identificarla -dijo-, y seguramente os pedirán que la describáis. -Le pasó la mano por el cabello a Danny y añadió-: Será mejor que cuando lo hagáis no mencionéis lo de los ojos raros ni lo de las tetas bonitas.
Danny se separó de él y dijo:
– Yo no diré nada.
El joven asintió con la cabeza.
– Buen chico. -Le cogió los prismáticos a Paul y examinó las lentes; luego los enfocó y miró el Beneteau de Chapman's Pool-. ¿La habéis reconocido? -preguntó.
– No -dijo Paul, nervioso.
– ¿Era una señora mayor?
– No.
– ¿Era guapa?
Paul sacudió los hombros y contestó:
– Supongo.
– ¿Gorda?
– No. Era muy delgada, y rubia.
Harding enfocó el yate.
– Esos cacharros son como tanques -murmuró mientras contemplaba la bahía con los prismáticos-. Bueno, por fuera están un poco arañados, pero las lentes están intactas. Vuestro padre no se enfadará demasiado.
Maggie Jenner no se habría implicado en aquel asunto si Bertie hubiera respondido a su silbido, pero como todos los perros, estaba sordo cuando le convenía. Maggie había desmontado cuando el ruido del helicóptero asustó a su caballo, y la curiosidad le había hecho bajar andando mientras se realizaba el rescate. Rodeó los cobertizos de la playa con el caballo y el perro, y Bertie, nervioso con toda aquella confusión, fue directamente hacia la entrepierna de Paul Spender, frotando el morro contra los pantalones cortos del chico y olfateándolo con entusiasmo.
Maggie silbó, pero el perro no le hizo caso.
– ¡Bertie! -gritó-. ¡Ven aquí!
Era una bestia enorme, resultado de una noche de juerga de una perra loba irlandesa, y le colgaban hilos de saliva de las mandíbulas. Sacudió la peluda cabeza y le salpicó de baba los pantalones a Paul; el niño, asustado, se quedó inmóvil.
– ¡Bertie!
– No pasa nada -dijo Harding sujetando al perro por el collar y apartándolo del niño-. Sólo intenta ser simpático. -Le acarició la cabeza al perro-. ¿Verdad, bonito?