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Los hermanos, poco convencidos, se dirigieron rápidamente al otro lado del coche de policía.

– Ha sido una mañana muy dura para ellos -explicó Harding chascando la lengua y acompañando a Bertie junto a su dueña-. ¿Se estará quieto si lo suelto?

– Está nervioso -contestó Maggie; sacó una correa y se la ató al collar. Luego sujetó el extremo al estribo del caballo-. Los dos hijos de mi hermano lo adoran, y él no entiende por qué los otros niños no lo adoran también. -Sonrió y añadió-: Tú debes de tener perros. O eso, o eres muy valiente. La mayoría de la gente le tiene miedo a Bertie.

– Me crié en una granja -explicó Harding mientras le acariciaba el morro a Sir Jasper y contemplaba a Maggie con admiración.

Maggie, que como mínimo tenía diez años más que él, era una mujer alta y delgada, con media melena castaña y unos ojos oscuros que se entrecerraron, desconfiados, ante la calculadora mirada del actor. Supo exactamente qué clase de hombre era Harding cuando le miró la mano izquierda y vio que no llevaba anillo de casado.

– Gracias por tu ayuda -dijo Maggie con cierta brusquedad-. Ahora ya puedo arreglármelas sola.

Harding se enderezó y dijo:

– Buena suerte. Ha sido un placer conocerte.

Maggie era consciente de que la desconfianza que le inspiraban los hombres alcanzaba ya proporciones patológicas, y con cierto sentimiento de culpa se preguntó si habría juzgado mal a aquel joven.

– Espero que mi perro no haya asustado a tus chicos -dijo, más sosegada.

Harding rió y repuso:

– No son hijos míos. Sólo los acompaño hasta que vuelva la policía. Han encontrado a una mujer muerta en la playa, y los pobrecitos están muy impresionados. Les harías un favor si los convencieras de que Bertie no tenía malas intenciones. Los pobres podrían desarrollar canofobia además de necrofobia.

Maggie, indecisa, miró hacia el coche de policía. Los niños parecían asustados, y ella no quería sentirse culpable.

– ¿Y si les decimos que vengan -propuso Harding al advertir la vacilación de Maggie- y les dejamos acariciarlo ahora que está atado?

– Está bien -accedió ella con poco entusiasmo-. Si crees que eso los ayudará… -Pero no estaba convencida. Tenía la sensación de que, una vez más, se estaba dejando arrastrar hacia algo que no sabría controlar.

Pasado el mediodía, el agente Ingram volvió y encontró a Maggie Jenner, Steven Harding y los hermanos Spender esperándolo. Sir Jasper y Bertie estaban un poco más allá, protegidos por la sombra de un árbol, y Nick no pudo evitar admirar a Maggie. A veces pensaba que ella no tenía ni idea de lo atractiva que era; otras veces, en cambio, sospechaba que sus poses eran deliberadas. Se secó la frente con un pañuelo blanco, preguntándose quién sería aquel guaperas, y cómo se las ingeniaban él y Maggie para mantenerse tan frescos bajo el intenso sol de aquella mañana de domingo. Ambos lo miraban y reían, e Ingram dedujo, como habría hecho cualquiera, que se reían de él.

– Buenos días, señorita Jenner -dijo con exagerada formalidad.

Ella lo saludó con un gesto.

– Hola, Nick.

Ingram se volvió hacia Harding con mirada inquisidora.

– ¿Puedo ayudarle en algo?

– Me parece que no -respondió el joven con una atractiva sonrisa-. Creo que somos nosotros los que tenemos que ayudarle a usted.

Ingram había nacido y se había criado en Dorsetshire, y no tenía tiempo para gilipollas con pantaloncitos cortos y bronceado artificial.

– ¿Cómo es eso? -Su voz tenía un deje de sarcasmo que hizo que Maggie Jenner frunciera el entrecejo.

– Cuando llamé al 999, me pidieron que acompañara a estos niños hasta el coche patrulla. Son los que encontraron el cadáver. -Les dio unas palmadas en los hombros y añadió-: Son unos héroes. Maggie y yo les hemos dicho que merecen una medalla.

A Ingram no le hizo ninguna gracia que Harding se refiriera a Maggie por su nombre de pila, pero puso en duda el entusiasmo de ella por ser tratada con tanta familiaridad por semejante fantasma. Maggie tenía mejor gusto. Ingram dirigió su atención a Paul y Danny Spender. El mensaje que había recibido era muy claro. Dos niños habían visto caer a su madre por un precipicio con unos prismáticos. En cuanto vio el cadáver, Ingram comprendió que no podía haber caído por el acantilado, y ahora, al ver a los niños, puso en duda el resto de la información, porque estaban demasiado tranquilos.

– ¿Conocíais a esa mujer? -les preguntó.

Los niños negaron con la cabeza.

Ingram abrió la puerta del coche y sacó un bloc y un lápiz.

– ¿Le importaría decirme cómo ha llegado a la conclusión de que esa mujer estaba muerta? -le preguntó a Harding.

– Me lo han dicho los niños.

– ¿Es eso cierto? -Ingram examinó al joven y luego, deliberadamente, lamió la punta del lápiz porque sabía que eso molestaría a Maggie-. ¿Puede decirme su nombre y su dirección, por favor, y el nombre de la persona para la que trabaja, si es que trabaja?

– Me llamo Steven Harding y soy actor. -Le dio una dirección de Londres-. Ahí es donde podrá encontrarme entre semana, pero si tiene algún problema para localizarme siempre puede llamar a mi agente, Graham Barlow, de la agencia Barlow. -Le dio otra dirección de Londres-. Graham lleva mi agenda -añadió.

Bravo por Graham, pensó Ingram agriamente, esforzándose para contener sus prejuicios contra los jóvenes apuestos como aquél. Guaperas, londinense, actor… La dirección que Harding le había dado era de Highbury, e Ingram habría apostado a que aquel fantasma era seguidor del Arsenal, no porque hubiera ido alguna vez a algún partido, sino porque había leído Fever Pitch, o había visto la película.

– Y ¿qué ha traído a un actor por estos pagos, señor Harding? -preguntó Ingram.

Harding explicó que estaba pasando el fin de semana en Poole y que aquel día pensaba ir caminando hasta Lulworth Cove. Dio unos golpecitos en el teléfono móvil que llevaba enganchado a la cinturilla, y dijo que era una suerte, porque de otro modo los niños habrían tenido que ir hasta Worth Matravers para pedir ayuda.

– Veo que viaja usted ligero -observó Ingram echando un vistazo al teléfono-. ¿No le da miedo deshidratarse? Hay un buen trecho hasta Lulworth.

El joven se encogió de hombros.

– He cambiado de opinión. No me había dado cuenta de lo lejos que está.

Ingram preguntó a los chicos su nombre y su dirección, además de pedirles una breve descripción de lo ocurrido. Los niños le dijeron que habían visto a la mujer en la playa cuando bordeaban Egmont Point, a las diez en punto.

– ¿Y después? -preguntó el policía-. ¿Habéis bajado a ver si estaba muerta y habéis ido a pedir ayuda?

Los niños asintieron.

– No os habéis dado mucha prisa, ¿verdad?

– Iban como una bala -terció Harding saliendo en su defensa-. Yo los he visto.

– Si no recuerdo mal, usted llamó al teléfono de emergencia a las 10:43. Y dos chavales sanos no tardan casi tres cuartos de hora en recorrer Chapman's Pool. -Miró a Harding-. Y ya que hablamos de informaciones confusas, quizá quiera explicarme por qué el mensaje que recibí decía que dos niños habían visto caer a su madre por un precipicio mientras utilizaban unos prismáticos.

Maggie iba a decir algo en defensa de los niños, pero la mirada intimidadora de Ingram le hizo cambiar de opinión.

– Tiene razón, fue un malentendido -dijo Harding apartándose un oscuro mechón de los ojos con una sacudida de la cabeza-. Estos dos chicos -dijo rodeándole los hombros a Paul- subían a toda velocidad por la colina gritando y chillando algo sobre una mujer que había en la playa, detrás del cabo, y de unos prismáticos que se habían caído, y yo me precipité con mis deducciones. La verdad es que estábamos un poco alterados. Ellos estaban preocupados por los prismáticos, y yo creí que hablaban de su madre. -Le cogió los Zeiss a Paul y se los dio a Ingram-. Estos prismáticos son de su padre. Se les cayeron cuando vieron a la mujer. Están muy preocupados por cómo va a reaccionar su padre cuando vea cómo han quedado, pero Maggie y yo les hemos convencido de que cuando sepa lo bien que se han portado, no se enfadará.