– Entonces, ¿por qué se interesó por Purdy?
Polly volvió a colocar el brazo sobre el respaldo del sofá e inclinó el pecho hacia el policía.
– Kate no tenía padre, ¿no? Yo tampoco.
– ¿Y?
– Le gustaban los hombres maduros. -Pestañeó, coqueta, y añadió-: A mí también, por si le interesa.
Él chascó la lengua y preguntó:
– ¿Se los come vivos?
Ella clavó la vista en la bragueta del inspector.
– Me los trago enteros.
Galbraith rió la gracia.
– Me estaba explicando qué era lo que a Kate le interesaba de Purdy.
– Él era el jefe, el que tenía la pasta. Ella pensó que podría sacarle dinero para pagar las reformas del piso mientras buscaba algo mejor. Lo malo fue que Purdy se quedó colgado de ella, y para librarse Kate no tuvo más remedio que ser cruel. Lo que ella buscaba era seguridad, no amor, y no creía poder obtenerla de Purdy porque la familia de él también habría exigido su parte. Purdy era treinta años mayor que ella, no lo olvide. Además él no quería tener más hijos, y eso era lo único que a Kate le hacía verdadera ilusión: tener sus propios hijos. Kate estaba bastante cascada, supongo que porque había tenido una infancia difícil.
– ¿Estaba William al corriente de la aventura que Kate había tenido con Purdy?
– No. Yo era la única que lo sabía. Por eso Kate me hizo jurar que no revelaría su secreto. Me dijo que si William se enteraba cancelaría la boda.
– ¿La habría cancelado?
– Sí, ya lo creo. Él tenía treinta y siete años, y no le atraía nada el matrimonio. Wendy Plater estuvo a punto de pescarlo, pero Kate la fastidió diciéndole a William que Wendy era una borracha. William se la sacó de encima sin pensárselo dos veces. -Polly sonrió-. Kate se lo llevó a los juzgados a rastras. Si la señora Sumner no le hubiera tenido tanta manía, quizá habría sido diferente, pero William y su madre eran inseparables y Kate…
– ¿Era verdad lo de Wendy Plater?
– Se emborracha de vez en cuando, pero no sistemáticamente. Sin embargo, como decía Kate, si Will hubiera querido casarse con ella, no se lo habría creído. Yo creo que esa excusa le venía como anillo al dedo, y que por eso se aferró a ella.
Galbraith miró la infantil caligrafía del borrador que Kate le había escrito a Polly y se preguntó hasta qué punto Kate había sido cruel.
– ¿Siguió Kate viendo a Purdy después de casarse con William?
– No -respondió ella con convicción-. Cuando Kate decidía algo, nunca se echaba atrás.
– ¿Cree que eso le habría impedido tener una aventura con otro hombre? Pongamos por caso que se hubiera aburrido de William y que hubiera conocido a alguien más joven; ¿le habría sido infiel a su marido en esas circunstancias?
– No lo sé. La verdad es que llegué a pensar que quizá tuviera algún lío, porque llevaba mucho tiempo sin telefonearme, pero eso no quiere decir que lo tuviera. Y en todo caso, no podía ser nada serio. Ella estaba encantada de haberse mudado a Lymington y de su casa nueva, y no creo que se arriesgara a perderlo todo.
Galbraith asintió y preguntó:
– ¿Le consta que alguna vez utilizara heces como medio de venganza?
– ¿Qué demonios son heces?
– Caca. Excrementos, cagarros, boñigas.
– ¿Mierda?
– Exacto. ¿Sabe si alguna vez manchó algo con excrementos?
– No. Kate era demasiado remilgada para hacer algo así. De hecho, estaba obsesionada con la higiene. Cuando Hannah era pequeña, Kate fregaba la cocina cada día con lejía para eliminar los gérmenes. Yo le decía que estaba loca, porque los gérmenes están por todas partes, ¿no?; pero ella seguía en sus trece. No me la imagino tocando una caca. Cuando cambiaba a Hannah apenas tocaba los pañales.
Galbraith cada vez lo encontraba todo más raro.
– A ver, dígame más o menos cuánto tardó Kate en casarse con William después de decirle a Purdy que tenía esa intención.
– No me acuerdo. Quizá un mes.
Galbraith hizo un rápido cálculo mental.
– Entonces, si Purdy estuvo tres meses de baja, Kate dejó el empleo dos meses después de la boda porque estaba embarazada, ¿no?
– Algo así.
– Y ¿de cuánto estaba, Polly? ¿De dos meses? ¿De tres? ¿De cuatro?
La joven puso cara de resignación.
– Dijo que mientras se pareciera a ella no habría ningún problema, porque William estaba tan enamorado que se creería cualquier cosa que ella le dijera. -Captó la expresión de desprecio de Galbraith y añadió-: No lo hizo por maldad, sino movida por la desesperación. Ella sabía muy bien qué significaba criarse en la pobreza.
La firme negativa de Celia a ir con Harding en el helicóptero y su incapacidad de inclinarse significaba que iba a tener que regresar a su casa a pie, soportando un intenso dolor, o tumbada boca arriba en el suelo del jeep de Ingram, que estaba lleno de chubasqueros, botas de pescador y avíos de pesca. Ingram, con una sonrisa irónica, le hizo sitio en el coche y se inclinó para cogerla en brazos. Pero Celia se negó a que la trataran como a una inválida.
– Ya soy mayorcita -protestó.
– No se me ocurre otra forma de hacerlo, señora Jenner. Me temo que tendrá que tumbarse boca abajo donde suelo poner el pescado.
– Veo que lo encuentra muy divertido.
– Me temo que hagamos lo que hagamos, le va a doler.
Celia echó un vistazo al incómodo e irregular suelo y cedió a regañadientes.
– Pero no se regodee mucho -dijo con enojo-. No me gusta el pitorreo.
– Ya lo sé. -Ingram la levantó en brazos y subió al jeep para depositarla en el suelo-. Hay muchos baches -la previno mientras colocaba los impermeables a su alrededor para que le hicieran de cojín-. Será mejor que grite si no puede más, y entonces pararé.
Celia ya no podía más antes de empezar, pero no pensaba admitirlo.
– Estoy preocupada por Maggie -dijo-. Ya tendría que haber regresado.
– Habrá llevado a Stinger a las cuadras -replicó Ingram.
– ¿Se equivoca usted alguna vez? -preguntó Celia mordazmente.
– En lo referente a lo que su hija sabe sobre caballos, no, nunca. Tengo fe en ella, y usted también debería tenerla. -Cerró la portezuela y se sentó al volante-. Tengo que pedirle disculpas por adelantado -dijo mientras encendía el motor.
– ¿Por qué?
– Por la pésima suspensión -murmuró el policía; y empezó a avanzar muy despacio por el irregular suelo del valle.
Celia no abrió la boca en todo el trayecto, e Ingram sonrió para sí al tomar el camino de Broxton House. Celia Jenner podía tener muchos defectos, pero era una mujer con agallas, e Ingram la admiraba por ello.
Al llegar, el agente abrió la puerta de atrás y preguntó:
– ¿Sigue con vida?
Ella estaba pálida de dolor y cansancio, pero hacía falta algo más que un viaje accidentado para acabar con ella.
– Es usted un joven francamente impertinente -murmuró Celia mientras colocaba el brazo alrededor del cuello del policía, gruñendo de dolor-. Pero tenía razón respecto a Martin Grant -admitió-, y siempre he lamentado no haberle escuchado. ¿Le satisface saberlo?
– No.
– ¿Por qué no? Maggie le confirmará que eso es lo más parecido a una disculpa que podría obtener de mí.
El policía esbozó una sonrisa, cogió a Celia en brazos y echó a andar hacia la casa.
– ¿Es la testarudez una virtud?
– Yo no soy testaruda; soy una mujer de principios.
– Bueno, pues si no tuviera usted tantos principios -repuso Ingram con ironía-, ahora estaría en el hospital de Poole recibiendo el tratamiento adecuado.
– Mire, si yo fuera tan tozuda como usted imagina, ni siquiera estaría en esta situación. Me niego a que se hable de mi trasero por teléfono.
– ¿Qué espera? ¿Otra disculpa?
Celia lo miró.
– Por el amor de Dios, bájeme -ordenó-. Esto no es digno de una mujer de mi edad. ¿Qué pensaría mi hija si me viera así?