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– ¿Qué pretendía hacer? ¿Violarla?

– No lo sé. Dice que gritó a Harding cuando el caballo salió corriendo y por eso él le pegó.

– Ya. -Carpenter caviló durante unos instantes-. Tenía entendido que según Galbraith y usted a Harding le interesaban los niños.

– Estoy dispuesto a que me demuestren lo contrario.

– ¿Cuál es la primera norma del buen policía?

– Tener una mentalidad abierta.

– El trabajo de campo primero, las conclusiones después. -Hubo otro breve silencio-. Desde que leyó su fax, el inspector está convencido de que William Sumner es el culpable. Si resulta que nuestro hombre es Harding, no le va a gustar nada.

– Lo siento, señor. Si me da un par de horas para que vuelva al cabo, veré si puedo averiguar qué se llevaba entre manos. Acabaré antes que si usted envía a uno de sus hombres.

Pero Maggie y Celia Jenner le retrasaron. Celia tenía tanto dolor que no podía sentarse, y se quedó plantada en medio de la cocina, apoyada en sus dos bastones, como una mantis religiosa. Entretanto, Maggie hablaba por los codos a causa de los nervios.

– Lo siento -decía una y otra vez; cogió una manta sucia y apestosa de la despensa y se la echó sobre los hombros-. Tengo mucho frío.

Ingram la sentó sin miramientos en una silla y le dijo que se quedara allí mientras él se ocupaba de su madre.

– A ver -le dijo a Celia-, ¿cómo estará más cómoda, tumbada en la cama o sentada en una silla?

– Tumbada.

– Entonces prepararé una cama en la planta baja. ¿Qué habitación prefiere?

– Ninguna -repuso ella, rebelde-. Me sentiría como una inválida.

Ingram se cruzó de brazos y la miró con ceño.

– No tengo tiempo para discusiones, señora Jenner. Usted no puede subir, de modo que la cama tendrá que bajar. -Como ella no contestó, él añadió-: Está bien, lo decidiré yo mismo.

– En el salón -dijo Celia cuando él se dirigía hacia el vestíbulo-. Y saque la cama de la habitación que hay al fondo del pasillo.

Ingram sabía que los reparos de Celia no se debían al temor a que la tomaran por una inválida, sino al poco interés que tenía en que el policía subiera al piso de arriba. Cuando lo vio, Ingram se dio cuenta de los apuros que tenían las Jenner. Las puertas de todas las habitaciones, ocho en total, estaban abiertas y no había ni un solo mueble en ninguna, excepto en la de Celia. Olía a polvo y a humedad, y a Ingram no le sorprendió que la salud de Celia hubiera empezado a deteriorarse. Recordó las quejas de Jane Fielding, que había tenido que vender la herencia de la familia para cuidar a sus suegros, pero comparada con la de las Jenner su situación era privilegiada.

La habitación del fondo del pasillo era la de Celia. Ingram tardó menos de diez minutos en desmontar la cama y volver a montarla en el salón, colocándola cerca de las ventanas con vistas al jardín. La vista no era muy inspiradora, pues el jardín estaba muy descuidado, pero al menos el salón conservaba parte de su antiguo esplendor, con todos los cuadros y los muebles intactos. Ingram pensó que muy pocos amigos de Celia debían de saber que el recibidor y el salón representaban todo lo que quedaba de su fortuna. ¿Qué clase de locura era la que hacía vivir así a la gente? ¿El orgullo? ¿El temor a que los demás se enteraran de sus fracasos? ¿La vergüenza?

Ingram volvió a la cocina.

– ¿Cómo piensa hacerlo? -le preguntó a Celia-. ¿De la manera fácil o de la difícil?

Ella intentaba contener las lágrimas.

– Es usted la criatura más provocadora que conozco -dijo-. Está empeñado en acabar con mi dignidad, ¿verdad?

Ingram colocó un brazo bajo las rodillas de Celia y el otro detrás de su espalda, y la levantó con cuidado.

– ¿Por qué no? -murmuró-. Quizá sea la única ocasión de desquitarme.

– No quiero hablar con usted -dijo William Sumner con enojo, plantado en la puerta principal impidiéndole el paso al inspector Galbraith. Tenía las mejillas encendidas y mientras hablaba se tiraba de los dedos haciendo crujir las articulaciones-. Estoy harto de que la policía se pasee por mi casa, y de responder preguntas. ¿Por qué no me dejan en paz?

– Porque han asesinado a su esposa, y estamos intentando averiguar quién la ha matado. Lamento que la situación le resulte difícil, pero no tengo alternativa.

– Pues hablemos aquí. ¿Qué quiere saber?

El inspector miró hacia la calle, donde se estaba reuniendo un grupo de curiosos.

– Los periodistas vendrán antes de lo que imagina, William -dijo-. ¿Quiere que hablemos de su supuesta coartada delante de ellos?

Sumner, nervioso, miró a la gente que había delante de la verja de su casa.

– Esto no es justo. ¿Por qué tiene que ser todo tan público? ¿Por qué no los echa de aquí?

– Si me deja entrar se marcharán. Pero si insiste en tenerme aquí, en la puerta, se quedarán. Así somos los humanos.

Sumner, atribulado, agarró al policía por el brazo y lo metió en la casa. Galbraith pensó que Sumner estaba empezando a ceder ante la presión, y que ya no era el mismo hombre seguro de sí mismo, aunque cansado, del lunes. De todos modos, eso no significaba nada. La conmoción inicial tardaba en desaparecer, y los nervios siempre empezaban a debilitarse cuando un caso tardaba en cerrarse. Galbraith lo siguió hasta el salón y se sentó en el sofá.

– ¿Qué quiere decir con eso de supuesta coartada? -preguntó Sumner, que prefirió quedarse de pie-. Yo estaba en Liverpool, por Dios. ¿Cómo quieren que estuviera en dos sitios a la vez?

El inspector abrió su maletín y sacó unos papeles.

– Les hemos tomado declaración a sus compañeros de trabajo, a los empleados del hotel Regal y a los bibliotecarios de la universidad. Nadie ha podido confirmar que estuviera usted en Liverpool el sábado por la noche. -Le entregó los papeles y agregó-: Creo que debería leer esto.

Declaración de Harold Marshall, Campbell Ltd, Lee Industrial Estáte, Lichfield, Staffordshire.

Recuerdo haber visto a William el sábado 9 de agosto de 1997 a la hora de comer. Hablamos de un artículo sobre úlceras de estómago aparecido en el Lancet de la semana pasada. William dice que está trabajando en un nuevo medicamento que superará escandalosamente al producto puntero actual. Yo me mostré escéptico, y mantuvimos una charla muy acalorada. No, aquella noche no lo vi en la cena, pero eso no me extrañó. William y yo hace años que asistimos a estas conferencias, y sería rarísimo que William se uniera al resto de nosotros para pasarlo bien un rato. El domingo estuvo en la comida, porque volvimos a discutir sobre las úlceras.

Declaración de Paul Dimmock, director científico de Wryton's, Holborne Way, Colchester, Essex.

Vi a William sobre las dos de la tarde del sábado. Me dijo que iba a la biblioteca de la universidad a buscar cierta información, lo cual es habitual en él. Nunca va a las cenas de las conferencias. Sólo le interesa el aspecto intelectual de estas convenciones, y no soporta el aspecto social. Mi habitación estaba dos puertas más allá de la suya. Recuerdo que vi el letrero de no molestar en la puerta cuando subí a acostarme, hacia las doce y media, pero no tengo ni idea de a qué hora volvió él. El domingo tomé una copa con él antes de comer. No, no parecía cansado. Lo cierto es que estaba mejor de lo habitual. Muy contento, me atrevería a decir.

Declaración de Anne Smith, directora científica, Bristol University, Bristol.

El sábado no lo vi, pero el domingo por la mañana tomé una copa con él y con Paul Dimmock. William leyó una ponencia el viernes por la tarde, y a mí me interesaban algunas de las cosas que había dicho. Está investigando con medicamentos para la úlcera de estómago, y por lo visto va por buen camino.