Declaración de Carrie Wilson, camarera, hotel Regal, Liverpool.
Me acuerdo del caballero de la número 2235. Era muy ordenado, deshizo la maleta y lo guardó todo en los cajones. Casi nadie se molesta en hacerlo. El sábado yo terminé hacia mediodía, pero hice su habitación cuando él bajó a desayunar y después no lo vi. El domingo por la mañana había un letrero de no molestar en su puerta, así que le dejé dormir. Si no recuerdo mal bajó sobre las once y media y fue entonces cuando hice su habitación. Sí, la cama estaba deshecha, había libros de ciencias esparcidos por la cama, y creo que ese caballero debía de haber estado trabajando. Recuerdo que pensé que al fin y al cabo no era tan ordenado.
Declaración de David Forward, conserje, hotel Regal, Liverpool.
Las plazas de aparcamiento son limitadas, y el señor Sumner reservó una plaza en el momento de reservar la habitación. Le asignaron la número 34, que está en la parte de atrás del hotel. Creo que el coche estuvo allí desde el jueves 7 hasta el lunes 11. Siempre pedimos a los clientes que nos dejen unas llaves y el señor Sumner no retiró las suyas hasta el lunes. Sí, si tenía otro juego de llaves pudo haber retirado el coche de la plaza. En la salida no hay barreras.
Declaración de Jane Riley, bibliotecaria, Biblioteca Universitaria, Liverpool.
(Se le mostró una fotografía de William Sumner.)
El sábado vinieron muy pocos conferenciantes a la biblioteca, pero no recuerdo haber visto a este hombre. Eso no quiere decir que no viniera. Los conferenciantes tienen acceso libre a la biblioteca, siempre que lleven la tarjeta de identificación y sepan lo que buscan.
Declaración de Les Alien, bibliotecaria, Biblioteca Universitaria, Liverpool.
(Se le mostró una fotografía de William Sumner.)
Vino el viernes por la mañana. Estuve cerca de media hora con él. Buscaba artículos sobre úlceras pépticas o duodenales, y le enseñé dónde tenía que buscarlos. Dijo que volvería el sábado, pero no lo vi. Esta biblioteca es muy grande. Sólo veo a la gente que necesita ayuda.
– ¿Se da cuenta de lo que pasa? -preguntó Galbraith cuando Sumner hubo leído las declaraciones-. Hay un período de veintiuna horas, desde las dos del sábado hasta las once y media del domingo en que nadie recuerda haberlo visto. Sin embargo, las tres primeras declaraciones corresponden a personas que según usted confirmarían su coartada.
Sumner lo miró con desconcierto.
– Pero estaba allí -insistió-. Alguien tuvo que verme. -Puso el dedo sobre la declaración de Paul Dimmock, y añadió-: Me encontré con Paul en el vestíbulo. Le dije que iba a la biblioteca y él me acompañó un trozo del camino. Debían de ser más de las dos de la tarde. A las dos en punto yo todavía estaba discutiendo con el pesado de Harold Marshall.
– Aunque fueran las cuatro en punto, sería lo mismo. El lunes usted demostró que podía ir de Liverpool a Dorset en cinco horas.
– ¡Qué estupidez! Lo que tiene que hacer es hablar con más gente. Alguien debió de verme. Había un hombre en la misma mesa que yo en la biblioteca. Un tipo pelirrojo y con gafas. Él puede demostrar que estuve allí.
– ¿Cómo se llamaba?
– No lo sé.
Galbraith cogió otro montón de papeles de su maletín.
– Hemos interrogado a treinta personas, William. Éstas son las otras declaraciones. Nadie ha confirmado que lo viera durante las diez horas anteriores al asesinato de su esposa, ni durante las diez posteriores. También hemos comprobado la factura del hotel. Usted no utilizó ningún servicio del hotel, ni siquiera el teléfono, entre el almuerzo del sábado y el aperitivo del domingo. -Dejó los papeles en el sofá-. ¿Cómo lo explica? Por ejemplo, ¿dónde comió el sábado por la noche? No asistió a la cena de la convención ni pidió nada al servicio de habitaciones.
Sumner volvió a hacer crujir las articulaciones de los dedos.
– No cené nada. No soporto esas malditas cenas de conferenciantes, y no quería salir de la habitación para que no me viera nadie. Todos se emborrachan y se comportan como imbéciles. Utilicé el minibar. Me bebí la cerveza y me comí los cacahuetes y el chocolate. ¿No figura eso en la factura?
Galbraith asintió con la cabeza.
– Pero no especifica la hora. Pudo tomárselo el domingo a las diez de la mañana. Quizá por eso estaba de tan buen humor cuando se reunió con sus amigos en el bar. Si no quería bajar a cenar, ¿por qué no pidió la cena al servicio de habitaciones?
– Porque no tenía hambre. -Sumner fue hacia la butaca y se sentó-. Me lo temía -dijo con amargura-. Sabía que si no encontraban a nadie más vendrían por mí. Estuve en la biblioteca toda la tarde, después volví al hotel y estuve leyendo libros y revistas hasta que me quedé dormido. -Se quedó callado, masajeándose las sienes-. Además, ¿cómo quiere que yo la ahogara? -preguntó de pronto-. Ni siquiera tengo barco.
– Es cierto. El ahogo como causa de la muerte es lo único que lo exonera.
El rostro de Sumner denotaba una mezcla de emociones: alivio, triunfo, placer.
– Entonces ya está -dijo inocentemente.
– ¿De qué tienes que desquitarte con mi madre? -preguntó Maggie cuando Ingram regresó a la cocina tras instalar a Celia y telefonear a su médico de cabecera. Maggie había recobrado algo de color y dejado de temblar.
– Es un chiste tonto -dijo el policía; llenó la tetera y la puso al fuego-. ¿Dónde guarda su madre las tazas?
– En el armario junto a la puerta.
Cogió dos tazas y las puso en el fregadero; abrió el armario de abajo y sacó lavavajillas, lejía y estropajos.
– ¿Cuánto hace que tiene la cadera mal? -preguntó mientras limpiaba el fregadero con lejía antes de centrarse en las tazas. El tufo a perro sucio y a mantas de caballo húmedas que impregnaba la cocina le hizo sospechar que el fregadero no se utilizaba únicamente para lavar los platos.
– Seis meses. Está en lista de espera para que le implanten una prótesis, pero no creo que la operen hasta finales de este año. -Miró cómo Ingram limpiaba el escurridero y el fregadero-. Nos tienes por un par de guarras, ¿verdad?
– Me temo que sí. Es un milagro que ninguna de las dos se haya envenenado, sobre todo su madre, cuya salud deja bastante que desear.
– Tenemos mucho trabajo -repuso ella con desánimo-, y mi madre sufre demasiados dolores y no puede limpiar. Al menos eso dice ella. A veces pienso que no son más que excusas para no hacerlo, porque cree que no es un trabajo propio de ella. Otras veces… -Suspiró-. Yo me encargo de que los caballos estén impecables, pero la limpieza de la casa siempre la dejo para el final. Además, no me gusta venir aquí. Es demasiado deprimente.
A Ingram le sorprendió que Maggie tuviera la desfachatez de criticar el estilo de vida de su madre, pero no dijo nada; el estrés, la depresión y el mal genio eran para él una misma cosa. Se puso a fregar las tazas, las llenó de lejía diluida y las dejó un rato en la encimera.
– ¿Por eso se fue a vivir a las cuadras? -le preguntó.
– No. Mi madre y yo no podemos vivir juntas porque nos peleamos. Así de sencillo. De este modo resulta más fácil.
Maggie parecía cansada, y daba la impresión de no haberse duchado en semanas. No era de extrañar, en vista de lo que le había pasado aquella mañana, sobre todo porque estaba empezando a aparecerle un cardenal en la cara; pero Ingram la recordaba como era antes, antes de la etapa Robert Healey: una mujer espléndida con un agudo sentido del humor y ojos chispeantes. Ingram lamentó aquel cambio de carácter, pero aun así Maggie era la mujer más deseable que él conocía.
Echó un vistazo a la cocina y dijo:
– Si esto le parece deprimente, debería alojarse en un albergue para gente sin hogar.
– ¿Lo dices para que me sienta mejor?
– En esta habitación podría vivir una familia entera.