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– ¿Conoce al padre de esos niños? -preguntó Ingram mientras examinaba los prismáticos.

– No, claro que no. Acabo de conocer a los chicos.

– Entonces no tiene la seguridad de que estos prismáticos sean suyos.

– No, claro. -Harding, vacilante, miró a Paul y vio la mirada de pánico del chico-. Venga, hombre -dijo bruscamente-. ¿De dónde quiere que los hayan sacado?

– De la playa. Habéis dicho que visteis a la mujer cuando pasasteis Egmont Point -les recordó a Paul y Danny.

Los niños, asustados, asintieron.

– Entonces, ¿cómo es que estos prismáticos están como si se hubieran caído por un acantilado? ¿No será que los encontrasteis junto a la mujer y decidisteis quedároslos?

Los niños, ruborizados de ansiedad ante la posibilidad de que se descubriera su voyeurismo, lo miraron con aire culpable. Ninguno de los dos contestó.

– Mire, no hay para tanto -dijo Harding-. Sólo querían distraerse un poco. La mujer estaba desnuda, así que subieron para verla mejor. No se dieron cuenta de que estaba muerta hasta que se les cayeron los prismáticos y tuvieron que bajar a recogerlos.

– Y usted lo ha visto todo, ¿no es así?

– No -admitió Harding-. Ya le he dicho que yo venía desde el cabo St Alban.

Ingram se volvió para contemplar el lejano promontorio, con su diminuta capilla normanda en lo alto, dedicada a san Alban.

– Desde allí arriba hay una buena vista de Egmont Bight -dijo-, sobre todo en un día despejado como hoy.

– Sólo con unos prismáticos -dijo Harding.

Ingram sonrió mientras miraba al joven de arriba abajo.

– Cierto -coincidió-. Dígame, ¿dónde se encontraron usted y los chicos?

Harding señaló el camino que bordeaba la costa.

– Empezaron a gritarme cuando estaban subiendo Emmetts Hill, y yo bajé a reunirme con ellos.

– Veo que conoce bien esta zona.

– Así es.

– ¿Cómo es eso, si dice que vive en Londres?

– Vengo mucho por aquí. Londres se pone insoportable en verano.

Ingram echó un vistazo a la empinada ladera.

– Esta colina se llama West Hill -comentó-. Emmetts Hill es la siguiente.

Harding se encogió de hombros y dijo:

– De acuerdo. No conozco la zona tan bien como usted, pero casi siempre vengo en barco, y en las cartas marinas no se menciona West Hill. Toda esta escarpadura recibe el nombre de Emmetts Hill. Los niños y yo nos hemos encontrado más o menos allí. -Señaló un punto de la verde ladera de la colina.

Ingram reparó en el ceño de desaprobación de Paul Spender, pero no hizo ningún comentario.

– ¿Dónde está su barco ahora, señor Harding? -preguntó.

– En Poole. Anoche lo saqué, pero como apenas hay viento y me apetecía hacer un poco de ejercicio -dijo Harding mirando a Ingram con una sonrisa infantil- me decidí a usar los pies.

– ¿Cómo se llama su barco?

– Crazy Daze.

– ¿Dónde lo amarra normalmente?

– En Lymington.

– ¿Vino usted de Lymington ayer?

– Sí.

– ¿Solo?

Harding vaciló un instante y dijo:

– Sí.

Ingram le sostuvo la mirada.

– ¿Piensa salir a navegar esta noche?

– Sí, eso tenía planeado, aunque si el viento no mejora tendré que utilizar el motor.

El agente asintió con la cabeza, aparentemente satisfecho.

– Bueno, muchas gracias, señor Harding. Me parece que no necesito entretenerlo más. Voy a llevar a estos chicos a su casa y a comprobar lo de los prismáticos.

Harding se dio cuenta de que Paul y Danny se le acercaban sigilosamente para sentirse protegidos.

– Le explicará a sus padres el buen trabajo que han hecho, ¿verdad, agente? Tenga en cuenta que, de no ser por ellos, esa pobre mujer podría haber seguido ahí flotando hasta que volviera a bajar la marea. Se merecen una medalla, y no una bronca de su padre.

– Está muy bien informado.

– Confíe en mí. Conozco bien esta costa. Hay una corriente continua sur-sureste que va hacia el cabo St Alban, y si esa corriente la hubiera arrastrado, esa mujer no habría aparecido. Hay una resaca del demonio. Supongo que habría ido a parar al fondo.

Ingram sonrió y dijo:

– Me refería a que está bien informado acerca de la mujer, señor Harding. Cualquiera diría que la ha visto usted con sus propios ojos.

Capítulo 3

– ¿Por qué has sido tan antipático con él? -preguntó Maggie mientras el policía llevaba a los niños a la parte trasera de su Range Rover y se quedaba mirando a Harding, que subía por la colina. Ingram era tan alto y tan corpulento que le hacía sombra a Maggie, literal y figuradamente; ella pensaba a menudo que aquel hombre no la irritaría tanto si de vez en cuando él reconociera aquel hecho. Maggie sólo se sentía cómoda en su presencia cuando lo miraba desde la silla de un caballo, pero esas ocasiones no eran tan frecuentes como para que su amor propio pudiera fortalecerse. Como el policía no le contestaba, Maggie, impaciente, miró a los hermanos, ahora sentados en el asiento trasero-. Con los niños tampoco te has lucido mucho. Seguro que la próxima vez se lo pensarán mejor antes de ayudar a un policía.

Harding desapareció por una curva del camino; Ingram miró a Maggie con una sonrisa en los labios.

– ¿Por qué dice que he sido antipático, señorita Jenner?

– ¡Vamos, por favor! Pero si prácticamente le has llamado mentiroso.

– Porque estaba mintiendo.

– ¿Sobre qué?

– Todavía no estoy seguro. Lo sabré cuando haya hecho algunas averiguaciones.

– ¿Qué pasa? ¿Es un asunto de hombres? -preguntó ella con una voz suavizada por viejos rencores reprimidos. Ingram era el policía de aquella comunidad desde hacía cinco años, y ella tenía muchos motivos para estar resentida. A veces, cuando estaba profundamente deprimida, lo culpaba a él de todo. Otras veces era más honesta y reconocía que él se había limitado a realizar su trabajo.

– Es probable. -Ingram percibía el olor a cuadra de la ropa de Maggie: una mezcla de heno y estiércol que le gustaba y le repugnaba al mismo tiempo.

– En ese caso, ¿no habría sido más sencillo sacar la polla y retarle a medirla con la suya? -preguntó ella con sarcasmo.

– Habría perdido yo.

– Eso sin duda.

– Ah, veo que se fijó usted en ese detalle -dijo él, ensanchando la sonrisa.

– Lo difícil habría sido no fijarse. Con esos pantaloncillos que lleva… A lo mejor era la cartera. Desde luego, no había mucho sitio donde guardarla.

– No -dijo él-. ¿No lo encontró interesante?

Maggie lo miró con desconfianza, preguntándose si se estaría burlando de ella.

– ¿En qué sentido? -preguntó.

– Hay que ser idiota para hacer una excursión de Poole a Lulworth sin dinero y sin agua.

– A lo mejor pensaba pedir agua por el camino, o telefonear a algún amigo para que fuera a rescatarlo. ¿Qué importa eso? Lo único que hizo fue interpretar el papel de buen samaritano con esos niños.

– Creo que mentía respecto a lo que estaba haciendo aquí. ¿Dio alguna otra explicación antes de que apareciera yo?

Ella reflexionó un momento.

– Hablamos de perros y caballos. Les explicó a los chicos que había crecido en una granja de Cornualles.

Ingram abrió la puerta del coche.

– Alo mejor es que la gente que usa teléfonos móviles no me inspira confianza -comentó.

– Hoy en día todo el mundo tiene teléfono móvil. Hasta yo tengo uno.