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Aquel recuerdo no le alegraba, porque empezaron a caerle lágrimas por las mejillas mientras el párpado le temblaba.

Ingram tardó una hora y media en volver a Broxton House con algo envuelto en un plástico transparente. Maggie lo vio pasar por la ventana de la cocina y fue a abrirle la puerta. Ingram estaba empapado, y se apoyó en el marco de la puerta, cabizbajo de agotamiento.

– ¿Has encontrado algo? -preguntó Maggie.

Ingram asintió y levantó el paquete que llevaba.

– Tengo que telefonear, pero no quiero mojarle el suelo a su madre. Creo que esta mañana llevaba usted un móvil. ¿Me lo deja un momento?

– No, no llevaba móvil. Me lo regalaron hace dos años, pero era tan condenadamente caro que dejé de utilizarlo, y hace más de un año que no lo uso. Ni siquiera sé dónde lo tengo. -Abrió más la puerta y dijo-: Será mejor que entres; a las baldosas no les pasa nada si se mojan. Hasta es posible que les vaya bien un poco de agua. No recuerdo cuánto hace que no ven una fregona.

El policía entró en la cocina con los zapatos chapoteando.

– ¿Cómo me llamó esta mañana si no tenía móvil?

– Usé el de Steve -contestó ella señalando un Philips GSM que había en la mesa de la cocina.

Ingram lo apartó y dejó el paquete a su lado.

– ¿Qué hace aquí?

– Me lo metí en el bolsillo y me olvidé de él. No me acordé de él hasta que empezó a sonar. Ha sonado cinco veces desde que te fuiste.

– ¿Contestó?

– No. Pensé que ya lo harías tú cuando volvieras.

Ingram fue hacia el teléfono de pared y descolgó el auricular.

– Es usted muy confiada -murmuró, marcando un número-. ¿Y si había decidido dejar que su madre y usted se las arreglaran solas?

– Eso no es propio de ti -repuso ella.

Ingram todavía se estaba preguntando cómo debía interpretar aquella frase cuando le pasaron al comisario Carpenter.

– He pescado una camiseta de niño, señor. Estoy casi seguro de que es de uno de los chicos Spender. Tiene el logotipo del Derby County FC en el pecho, y Danny dijo que Harding se la había robado. -Escuchó un momento y añadió-: Sí, es posible que Danny la perdiera… Estoy de acuerdo, eso no convierte a Harding en un pedófilo. -Apartó el auricular de su oreja y se oyeron los gritos de Carpenter-. No, todavía no he encontrado la mochila, pero imagino dónde debe de estar. -Más gritos-. Sí, creo que es por lo que volvió allí… -Hizo una mueca mirando el auricular-. Sí señor, estoy convencido de que está en Chapman's Pool. -Miró su reloj-. En los cobertizos dentro de una hora. Hasta luego. -Colgó y se fijó en la mirada socarrona de Maggie. Señaló el recibidor y preguntó-: ¿Ha venido el médico a ver a su madre?

Maggie asintió.

– Y ¿qué ha dicho?

– Que había sido una tontería no aceptar el ofrecimiento de la ambulancia y no haber ido a urgencias esta mañana; luego le recetó unos analgésicos. -Esbozó una sonrisa y añadió-: También dijo que necesita un andador y una silla de ruedas, y me sugirió que la llevara al centro de la Cruz Roja más próximo para ver qué pueden hacer por ella.

– Muy sensato.

– Claro, pero ¿desde cuándo entra la sensatez en el esquema vital de mi madre? Dice que si se me ocurre meter algún aparato de ésos en su casa, no los utilizará, y además no volverá a dirigirme la palabra. Y lo dice en serio. Dice que prefiere caminar a gatas que causar la impresión de que ya ha pasado su fecha de caducidad. -Suspiró-. Deberían internarla en un manicomio. ¿Qué voy a hacer con ella?

– Esperar -dijo él.

– ¿A qué?

– A que se cure milagrosamente o a que le pida un andador. Celia no es tonta, Maggie. Cuando se le pase el enfado, se impondrá la lógica. Mientras tanto, procure ser amable con ella. Esta mañana se ha jugado el físico por usted, y un poco de gratitud no le vendría mal.

– Ya te he dicho que sin ella no lo habría logrado.

– De tal palo tal astilla, ¿no?

– ¿Qué quieres decir?

– Ella es incapaz de pedir disculpas, y usted es incapaz de darle las gracias.

– Ya -dijo Maggie-. Por eso te marchaste tan ofendido hace un par de horas. Lo que querías era una muestra de gratitud. Qué tonta soy. Pensé que estabas enfadado porque te dije que te metieras en tus asuntos. -Se cruzó de brazos y esbozó una sonrisa-. Pues bien, gracias Nick, te estoy inmensamente agradecida por tu ayuda.

– No me cabe duda, señorita Jenner. Pero una dama como usted no necesita darle las gracias a un hombre por hacer su trabajo.

Maggie, desconcertada, lo miró hasta que comprendió que él le estaba tomando el pelo, y los nervios la traicionaron.

– ¡Vete al infierno! -exclamó.

Dos agentes de policía de Dartmouth escuchaban con interés al francés mientras su hija, abochornada, permanecía junto a su padre, sin parar de toquetearse el cabello. El francés hablaba correctamente inglés, aunque con marcado acento, y explicó minuciosamente dónde había estado con su barco el domingo anterior. Había ido a la comisaría porque leyó en los periódicos ingleses que la mujer de la playa había sido asesinada. Puso un ejemplar del Telegraph del miércoles en el mostrador por si los policías no sabían a qué investigación se refería.

– La señora Kate Sumner -dijo-. ¿Saben de qué caso hablo?

Los policías le dijeron que sí, y el francés sacó una cinta de vídeo de una bolsa de plástico y la puso junto al periódico.

– Mi hija grabó a un hombre con su cámara ese día. Podría ser inocente, pero estoy un poco intranquilo, así que será mejor que vean la cinta. ¿De acuerdo? Podría ser importante.

El teléfono móvil de Harding era un aparato muy sofisticado con capacidad para recibir llamadas del extranjero. Necesitaba una tarjeta sim y un número pin, pero como alguien, seguramente Harding, los había introducido, el teléfono funcionaba; de no haber sido así, Maggie no habría podido usarlo. La tarjeta tenía una extensa memoria capaz de almacenar números y mensajes, además de los diez últimos números marcados y las diez últimas llamadas recibidas.

En la pantalla había una señal que indicaba que había cinco llamadas no contestadas y otra que indicaba que había mensajes no leídos. Con una mirada cautelosa hacia la puerta que daba al recibidor, Ingram buscó el buzón de voz, seguido de los mensajes, pulsó el botón de llamada y se acercó el aparato a la oreja.

«Tiene tres mensajes nuevos», dijo una voz femenina.

«¿Steve? -era una voz ceceante, suave, quizás extranjera; Ingram no estaba seguro de si se trataba de un hombre o una mujer-. ¿Dónde estás? Tengo miedo. Llámame, por favor. Te he llamado veinte veces desde el domingo.»

«¿Señor Harding? -Esta vez era una voz masculina, claramente extranjera-. Le llamo del hotel Angelique, de Concarneau. Si quiere conservar su habitación, debe confirmar la reserva antes del mediodía de hoy, utilizando una tarjeta de crédito. Lamento decirle que sin esa confirmación perderá su reserva.»

«Hola -dijo otra voz a continuación-. ¿Dónde coño te has metido, gilipollas? Se suponía que dormías aquí, ¿no? Maldita sea, ésta es la dirección que le has dado a la policía, y te juro que si me causas más problemas te arrancaré la piel a tiras. No esperes que tenga el pico cerrado la próxima vez. Ya te dije que si me utilizabas como cabeza de turco te caparía. Ah, y por si te interesa, hay un periodista que quiere saber si es cierto que te han interrogado con relación al asesinato de Kate Sumner. Estoy hasta las narices de él, así que ven inmediatamente si no quieres que te meta en un buen lío.»

Ingram repitió todo el proceso, tomando notas en un papel. Después apretó dos veces el botón con una flecha para revisar los números de las últimas diez llamadas recibidas. A continuación anotó los diez últimos números que Harding había marcado, el primero de los cuales respondía a la llamada que Maggie le había hecho a él. Y por último, ya que estaba en ello, revisó los nombres grabados y los anotó junto con los teléfonos.