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– ¿Estás haciendo algo ilegal? -preguntó Maggie desde el umbral.

Ingram estaba tan concentrado que no había oído la puerta, y dio un respingo.

– No si el inspector Galbraith ya tiene esta información. Seguramente es una violación de los derechos de Harding según la ley de protección de datos. Depende de si el teléfono estaba a bordo del Crazy Daze cuando lo registraron.

– ¿No se dará cuenta Harding que has estado leyendo sus mensajes cuando le devuelvas el teléfono? Nuestro contestador nunca vuelve a pasar los que ya has escuchado a menos que rebobines la cinta.

– El buzón de voz es diferente. Si no quieres seguir oyendo los mensajes, tienes que borrarlos. -Esbozó una sonrisa y añadió-: Pero si Harding sospecha, espero que piense que los miró usted cuando utilizó su teléfono.

– ¿Por qué voy a involucrarme en esto?

– Porque Harding sabrá que usted me llamó. Mi número está grabado en la memoria.

– Vaya -dijo ella con resignación-. ¿Esperas que mienta por ti?

– No. -Ingram se levantó, se cogió las manos sobre la cabeza y estiró los brazos para relajar los músculos. Era tan alto que casi tocaba el techo, y plantado en medio de la cocina parecía un gigante.

Maggie se preguntó cómo había sido capaz de llamarlo neanderthal. Recordaba que aquélla había sido la descripción de Martin, y le molestaba pensar en la facilidad con que ella la había adoptado porque había hecho reír a gente a la que antes consideraba amigos suyos, pero a la que ahora esquivaba a toda costa.

– Bueno, pues mentiré -dijo Maggie con repentina decisión.

Ingram bajó los brazos mientras movía la cabeza de un lado a otro.

– No me serviría de nada. Usted no mentiría ni aunque le fuera en ello la vida. Y por cierto, eso es un cumplido -dijo al ver que ella fruncía el entrecejo-. No me gustan los mentirosos.

– Lo siento -dijo ella bruscamente.

Ingram empezó a recoger lo que había encima de la mesa.

– ¿Adónde vas ahora?

– A mi casa a cambiarme, y después a los cobertizos de Chapman's Pool. Pero volveré a pasar esta tarde antes de ir a ver a Harding. Tendré que tomarle declaración a usted. -Hizo una pausa-. Ya hablaremos de eso en otro momento, pero ¿oyó usted algo antes de que apareciera Harding?

– ¿Como qué?

– Piedras desprendiéndose.

– Lo único que recuerdo es el silencio que había. Por eso me asusté tanto al ver a Harding. Yo creía estar sola, y de pronto él apareció arrastrándose como un perro rabioso. Fue muy raro. No sé qué demonios hacía allí, pero aquello está lleno de arbustos y supongo que debió de oírme llegar y se escondió entre los matorrales.

– ¿Y la ropa? ¿La tenía mojada?

– No.

– ¿Sucia?

– ¿Antes de que se la manchara de sangre?

– Sí.

Maggie volvió a negar con la cabeza.

– Pensé que no se había afeitado, pero no recuerdo que fuera sucio.

Amontonó el paquete de plástico transparente, las notas y el teléfono y lo levantó todo de la mesa.

– Muy bien. Esta tarde le tomaré declaración. -Le sostuvo la mirada-. No se preocupe -añadió-. Harding no va a volver.

– No creo que se atreva -repuso ella cerrando los puños.

– Más le vale -murmuró Ingram.

– ¿Tienes coñac en tu casa?

El cambio de tema fue tan brusco que Ingram necesitó un momento para reaccionar.

– Sí -murmuró con cautela.

– ¿Puedes darme un poco?

– Sí, claro. Se lo traeré cuando pase por aquí de camino a Chapman's Pool.

– Si esperas un momento le diré a mi madre que salgo y te acompañaré. Ya volveré andando.

– ¿No te echará de menos?

– Si no tardo más de una hora, no. Los analgésicos le han dado sueño.

Cuando Ingram detuvo el jeep junto a su puerta, Bertie estaba tumbado al sol en los escalones. Maggie nunca había estado en casa de Nick, pero siempre le había envidiado el pulcro jardín. Era como un reproche a todos sus vecinos, menos organizados, con sus impecables setos de alheña y sus hermosos rosales colocados ante las paredes de piedra amarilla de la casa. Maggie se preguntó de dónde sacaba Nick tiempo para sus plantas, cuando pasaba gran parte de su tiempo libre en su barca; y en sus momentos más críticos lo achacaba a que Ingram era un soso cuya vida se regía por un estricto horario de tareas.

El perro levantó la cabeza y tamborileó la alfombrilla con el rabo; luego se puso lentamente en pie y bostezó.

– Así que aquí es adonde viene -observó Maggie-. No tenía ni idea. ¿Cuánto tiempo has tardado en enseñarle, por cierto?

– No mucho. Es un perro inteligente.

– ¿Por qué te has molestado?

– Porque le encanta cavar agujeros, y me harté de que me destrozara el jardín.

– Vaya -replicó Maggie, compungida-. Lo siento. El problema es que a mí no me hace ningún caso.

– ¿Debería hacérselo?

– Es mi perro.

Ingram abrió la puerta del jeep y dijo:

– ¿Se ha enterado Bertie de eso?

– Pues claro. Viene a casa cada noche, ¿no?

Ingram buscó el paquete con las pruebas que había dejado en el asiento trasero y dijo:

– Yo no pongo en duda que usted sea la dueña del perro. Lo que no sé es si Bertie sabe que es un perro. Yo creo que piensa que el jefe es él. Come antes que nadie, duerme en el sofá, lame los platos… Estoy seguro de que hasta le hace sitio en la cama para que él esté más cómodo.

Maggie se ruborizó ligeramente.

– ¿Y qué? Prefiero tenerlo a él en la cama que al desgraciado que dormía antes conmigo. Además, es lo más parecido que tengo a una botella de agua caliente.

Ingram sonrió y dijo:

– ¿Piensa entrar, o quiere que saque el coñac? Le garantizo que Bertie no la ensuciará. Desde que le regañé por limpiarse el trasero en mi moqueta, tiene muy buenos modales.

Maggie estaba indecisa. En realidad no quería entrar en la casa, porque si lo hacía se enteraría de cosas sobre Ingram que prefería no saber. Seguro que todo estaba insoportablemente limpio, y Bertie la pondría en evidencia haciendo exactamente lo que le dijeran.

– Entremos -dijo con tono desafiante.

Cuando estaba a punto de salir hacia Chapman's Pool, Carpenter recibió la llamada de un policía de Dartmouth. Escuchó una descripción de lo que había en la cinta de vídeo del francés y luego preguntó:

– ¿Qué aspecto tiene?

– Un metro setenta, complexión media, un poco de tripa, cabello oscuro y escaso.

– ¿No acaba de decirme que era un joven?

– No, no. Al menos tiene cuarenta y tantos. La hija tiene catorce.

Carpenter frunció el entrecejo.

– ¡No me refiero a ese maldito francés -exclamó-, sino al sinvergüenza del vídeo!

– Ah, lo siento. Sí, ése sí es joven. No creo que tenga más de veinte años. Cabello oscuro y bastante largo, camiseta sin mangas y pantalones cortos. Robusto, bronceado. Un Adonis, vaya. La chica que lo grabó dice que le encontró cierto parecido con Jean-Claude van Damme. Por cierto, ahora está agobiadísima, no entiende cómo no se dio cuenta de lo que estaba haciendo ese tipo, teniendo en cuenta que tiene un rabo como un salami. Ese tipo se haría de oro haciendo películas pornográficas.

– Vale, vale -dijo Carpenter, impaciente-. Ya me hago una idea. Y ¿dice que se estaba masturbando y que tiene un pañuelo en la mano?

– Eso parece.

– ¿No podría tratarse de una camiseta?

– Quizá. No se ve muy bien. De hecho, me sorprende que ese francés se diera cuenta de lo que estaba haciendo. Disimulaba muy bien. Si se ve algo, es únicamente porque tiene un rabo enorme. La primera vez que vi la cinta creí que estaba pelando una naranja sobre el regazo. -Se oyó una risotada-. Pero ya sabe usted lo que dicen de los franceses. Se pasan la vida masturbándose. Supongo que nuestro gabacho es un experto, y por eso sabía lo que andaba buscando. ¿Sí o no?