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– La marihuana -dijo uno.

– Podría ser.

– Quién sabe -terció otro.

El comisario se levantó y dijo:

– Y usted, Nick, ¿qué opina?

– Creo que las botas son lo más interesante, señor.

Carpenter asintió y dijo:

– Son demasiado pequeñas para Harding, que debe de medir más de un metro ochenta, y demasiado grandes para Kate Sumner. ¿Para qué quería unas botas del número siete?

Nadie se atrevió a responder.

Galbraith iba hacia Lymington cuando Carpenter le llamó por teléfono para ordenarle que localizara a Tony Bridges y lo pusiera a caldo.

– Nos ha estado tomando el pelo, John -dijo; y le detalló el contenido de la mochila de Harding. Le explicó lo que se veía en la cinta de vídeo del francés y los mensajes que Ingram había encontrado en el buzón de voz-. Bridges ha de saber más de lo que nos ha contado, así que si es necesario deténgalo por complicidad. Averigüe por qué y cuándo planeaba Harding viajar a Francia, y si puede averigüe cuáles son sus tendencias sexuales. Todo esto es condenadamente raro, la verdad.

– ¿Qué pasa si no encuentro a Bridges?

– Hace dos o tres horas estaba en su casa, porque el último mensaje lo había dejado desde allí. No olvide que es maestro, así que no habrá ido a trabajar, a menos que tenga un empleo de verano. Campbell opina que habría que buscarlo en los pubs.

– Así lo haré.

– ¿Cómo le ha ido con Sumner?

– Se está viniendo abajo -dijo Galbraith-. Lo compadezco.

– Entonces ¿ya no está tan claro que sea culpable?

– Depende del punto de vista. Es evidente que Kate tenía una aventura, y que William lo sabía. Creo que él quería matarla… y que por eso se está viniendo abajo.

Afortunadamente para Galbraith, Tony Bridges no sólo estaba en su casa, sino que además estaba como una cuba. Cuando fue a abrir la puerta iba completamente desnudo. Galbraith no estaba seguro de poder «poner a caldo» a alguien en aquel estado, pero enseguida se repuso: al fin y al cabo, lo único que le importa a un policía es que el testigo diga la verdad.

– Ya le dije a ese mamón que irían por él -dijo Bridges desenfadadamente mientras guiaba al policía hasta el salón-. Con la pasma no se juega, hay que ser subnormal para hacerlo. Su problema es que no escucha los consejos, nunca hace caso de lo que le digo. Cree que yo me he vendido, y por eso mis opiniones ya no tienen valor.

– ¿Que se ha vendido? ¿A quién? -preguntó Galbraith mientras se sentaba en una butaca y recordaba los rumores de que a Harding le gustaba ir desnudo por su barco. Se preguntó si el nudismo se habría convertido en uno de los aspectos de la cultura juvenil, y esperó que no fuera así. No le gustaba imaginarse las celdas de la comisaría llenas de jovenzuelos con el torso sin vello y con acné en el trasero.

– Al sistema -dijo Bridges. Se sentó con las piernas cruzadas en el suelo y cogió un porro medio consumido de un cenicero-. Tengo un empleo fijo, y un sueldo. -Dio una calada y preguntó-: ¿Quiere un poco?

Galbraith negó con la cabeza.

– ¿Qué clase de empleo? -Había leído todos los informes sobre Harding y sus amigos y sabía cuanto había que saber sobre Bridges, pero ahora no le interesaba demostrarlo.

– Soy maestro -dijo el joven encogiéndose de hombros. Estaba demasiado borracho, pensó Galbraith, para acordarse de que ya le había dado esa información a la policía-. Ya sé que el sueldo no es ninguna maravilla, pero las vacaciones son fabulosas. Y tiene que ser mejor que menear el culo delante de un fotógrafo de pacotilla. El problema de Steve es que no le gustan mucho los niños. Alguna vez tuvo que trabajar con críos, y se ponía histérico. -Se quedó callado, disfrutando del porro.

Galbraith compuso una expresión de sorpresa.

– Así que es maestro.

– Sí. -Bridges lo miró a través del humo-. Pero no se preocupe. Sólo fumo marihuana en mi tiempo libre, y no me interesa compartir este hábito con mis alumnos más de lo que al director de la escuela le interesa compartir su whisky.

La excusa era tan simplista y trillada que el inspector no pudo contener una sonrisa. Siempre había pensado que había mejores argumentos para la legalización de las drogas, pero al parecer, el consumidor medio o era demasiado corto o estaba demasiado atontado para presentarlos.

– De acuerdo -dijo levantando las manos-. Ese no es mi departamento, así que no necesito el discurso.

– Claro que lo necesita. Todos los policías son iguales.

– A mí me interesa más la afición de Steve a la pornografía. Intuyo que usted no la aprueba. ¿Me equivoco?

– Eso son guarradas. Yo soy maestro. No me gusta esa basura.

– ¿Qué clase de basura es? Descríbamela.

– ¿Qué quiere que le describa? Steve tiene un rabo como la torre Eiffel, y le gusta enseñarlo. -Se encogió de hombros-. Pero ése es su problema, no el mío.

– ¿Está seguro?

Bridges lo miró con los ojos entrecerrados.

– ¿Qué significa eso?

– Nos han dicho que ustedes son inseparables.

– ¿Quién le ha dicho eso?

– Los padres de Steve.

– Bah -dijo Bridges con desprecio-. Me pusieron la etiqueta de golfo hace diez años y desde entonces no han cambiado de opinión. Creen que soy una mala influencia para su hijo.

– ¿Y lo es?

– Digamos que mis padres consideran que Steve es una mala influencia para mí. Cuando éramos jóvenes nos metimos en algún que otro lío, pero eso es agua pasada.

– ¿Qué enseña usted? -preguntó Galbraith mientras echaba un vistazo al salón y se preguntaba cómo podía alguien vivir en aquel antro. Más aún, ¿cómo podía alguien tan repugnante mantener una relación sentimental estable? ¿Sería Bibi una fulana?

La descripción que Campbell había hecho del tinglado después de su entrevista del lunes con Bridges había sido concisa y expresiva. «Es un cacao -dijo-. Ese tipo está colgado, la casa apesta, sale con una golfa que tiene pinta de haberse acostado con todos los hombres de Lymington, y encima es maestro.»

– Química. -Sonrió al ver la expresión de Galbraith, sin interpretarla correctamente-. Y sí, sé sintetizar LSD. También sé cómo volar el palacio de Buckingham. La química puede ser muy útil. El problema… -se interrumpió para dar una calada al porro- es que los profesores de química son tan sosos que los chavales se hartan de la asignatura antes de llegar a los temas interesantes.

– ¿Y usted no lo es?

– No. Yo soy bueno.

Galbraith lo creyó. Los rebeldes, por muchos defectos que tuvieran, siempre eran carismáticos para los jóvenes.

– Su amigo está en el hospital de Poole -anunció el inspector-. Esta mañana le ha mordido un perro en la isla Purbeck, y han tenido que llevarlo al hospital en helicóptero para suturarle la herida. -Miró a Bridges inquisitivamente-. ¿Tiene idea de lo que podía estar haciendo allí? Steve le dio esta dirección a la policía, así que quizás usted sepa qué se trae entre manos.

– Lo siento, amigo, pero ahí es donde se equivoca. Para mí Steve es un libro cerrado.

– Usted ha dicho que se imaginaba que yo vendría por aquí.

– No me refería a usted concretamente. Yo no le conozco de nada. Le dije que vendría la pasma. No es lo mismo.

– Sin embargo, si le previno debió de ser porque usted sabía que Steve estaba a punto de poner pies en polvorosa. Así que dígame, ¿adónde pensaba ir Steve y qué pensaba hacer?

– Ya se lo he dicho. Steve es un libro cerrado para mí.

– Tenía entendido que habían ido juntos a la escuela.

– Sí, pero de eso hace mucho tiempo.

– ¿No duerme él aquí cuando no está en su barco?

– Muy pocas veces.

– ¿Qué me dice de su relación con Kate?

Bridges sacudió la cabeza.