Ingram recorrió con la mirada la esbelta figura de la mujer, enfundada en una ceñida camisa de algodón y unos vaqueros.
– Pero usted no se lo lleva cuando va de paseo por el campo, y ese tipo sí. Por lo visto, lo único que se lleva es el teléfono.
– Deberías agradecérselo -replicó ella-. De no ser por él, no habrías encontrado a esa mujer tan deprisa.
– De acuerdo. El señor Harding estaba en el lugar adecuado en el momento adecuado, con el material adecuado para informar de la presencia de un cadáver en la playa, y sería una grosería preguntarse por qué. -Se sentó al volante del Range Rover-. Buenos días, señorita Jenner. Déle recuerdos a su madre de mi parte. -Cerró la puerta y encendió el motor.
Los hermanos Spender no sabían a quién agradecer su tranquilo regreso a casa. ¿Al actor, por haberle pedido al policía que fuera tolerante? ¿O al policía, porque, después de todo, era un tipo decente? Ingram no habló mucho durante el trayecto al chalet alquilado, y se limitó a advertirles que los acantilados eran peligrosos y que era una temeridad escalarlos, por tentadores que fueran los motivos para hacerlo. A sus padres les hizo un breve y expurgado relato de lo ocurrido, el cual concluyó sugiriendo que, ya que los niños no habían podido ir a pescar, él podía llevarlos a pescar en su barca alguna noche.
– No es ninguna lancha -les dijo-, sino un pequeño bote de pesca, pero en esta época del año hay lubinas, y con un poco de suerte pescaremos una o dos. -No los rodeó con el brazo ni los llamó héroes, pero en cambio les propuso algo interesante.
A continuación, Ingram fue a una granja un tanto aislada cuyos propietarios, una pareja de ancianos, habían denunciado el robo de tres valiosos cuadros durante la noche. Ingram se dirigía hacia allí cuando tuvo que desviarse a Chapman's Pool.
– Ay, Nick, lo siento de veras -dijo, atribulada, la nuera de la pareja, que ya sobrepasaba los setenta años-. Créeme, mis suegros sabían que íbamos a subastar esos cuadros. Peter lleva un año hablándoles de ese asunto, pero ellos son tan olvidadizos que cada vez que lo hace tiene que empezar desde el principio. Peter figura como apoderado, así que todo es perfectamente legal, pero cuando Winnie me dijo que te había llamado, quise morirme. Y para colmo, un domingo. Yo paso cada mañana para ver si están bien, pero a veces… -Puso los ojos en blanco, expresando sin necesidad de palabras lo que pensaba de sus nonagenarios suegros.
– Para eso estamos, Jane -la tranquilizó el policía, dándole una palmadita en el hombro.
– Nada de eso. Tú deberías estar persiguiendo criminales -repuso ella haciéndose eco de la opinión de gran parte de la población, que veía a la policía sólo como perseguidores de ladrones. Exhaló un hondo suspiro y agregó-: El problema es que sus gastos superan con mucho sus ingresos, pero no hay manera de que lo entiendan. Sólo en ayuda doméstica gastan más de diez mil libras al año. Peter va a tener que vender la plata de la familia para llegar a fin de mes. Por lo visto los pobres se creen que viven en los años veinte, cuando una criada cobraba cinco chelines por semana. Yo me pongo enferma, de verdad. Deberían estar en una residencia, pero Peter es incapaz de obligarlos; es demasiado blando con ellos. Aunque mis suegros tampoco podrían pagarla. ¡Hombre, ni siquiera nosotros podríamos pagarla! Todo sería diferente si Celia Jenner no nos hubiera convencido de que nos jugáramos todo lo que teníamos con el maldito marido de Maggie, pero… -Hizo un gesto de desesperación y se encogió de hombros-. A veces me enfurezco tanto que me pondría a gritar, y lo único que me impide hacerlo es el temor de que si lo hago, el grito va a durar eternamente.
– Nada dura eternamente -dijo Ingram.
– Ya lo sé, pero a veces tengo la tentación de echarle una mano a la eternidad. Es una lástima que ya no se pueda comprar arsénico. Antes era más fácil.
– ¿En serio?
– Ya sabes a qué me refiero -dijo ella sonriendo.
– A ver si voy a tener que ordenar que les hagan la autopsia a los padres de Peter cuando por fin estiren la pata.
– No estaría de más. Pero al paso qué vamos, yo me moriré antes que ellos.
El policía sonrió y se despidió. No quería oír hablar de muertes. Todavía tenía el tacto de la piel de aquella mujer en las manos. Mientras iba hacia el coche pensó que lo que ahora necesitaba era una ducha.
La niña, rubia, caminaba decidida por una acera de Lilliput, en Poole, plantando una regordeta pierna ante otra. Eran las 10:30 de la mañana del domingo, así que había poca gente, y nadie se molestó en averiguar por qué la niña iba sola. Después, cuando varios testigos se presentaron para explicar a la policía que la habían visto, las excusas fueron diversas: «Me pareció que sabía adónde iba», «Una mujer iba unos veinte metros detrás de ella, y pensé que era la madre de la niña», «Supuse que alguien se pararía», «Tenía prisa», «Soy un hombre. Podrían lincharme por recoger a una niñita por la calle».
Finalmente fue una pareja de ancianos, los Green, quienes tuvieron el sentido común, el tiempo y el valor para actuar. Acababan de salir de la iglesia y, como hacían cada semana, dieron un paseo nostálgico por Lilliput para admirar los edificios art déco que milagrosamente habían sobrevivido a la fiebre de la posguerra, durante la cual se demolió todo lo que se salía de lo normal para construir edificios de hormigón y de ladrillo rojo. Lilliput se extendía a lo largo de la curva oriental de la bahía de Poole y, entre los restos arquitectónicos, había elegantes chalets con jardines impecables y casas art déco con ventanas como ojos de buey. A los Green les encantaba. Les recordaba a su juventud.
Cuando pasaban por delante de la bocacalle que conducía al puerto deportivo de Salterns, la señora Green se fijó en la niña.
– Mira -dijo con tono de desaprobación-. ¿Cómo se les ocurre dejar sola a una niña tan pequeña? Sólo con que tropezara, podría atropellada un coche.
El señor Green aminoró la marcha.
– ¿Dónde está su madre? -preguntó.
Su mujer se volvió.
– Pues no lo sé -dijo-. Creía que era esa mujer que va detrás de ella, pero se ha parado a mirar un escaparate.
El señor Green era militar retirado.
– Tendríamos que hacer algo -dijo con firmeza; paró el coche y puso la marcha atrás. Sacó un puño por la ventanilla al ver que un conductor le pitaba tras esquivar por los pelos el parachoques trasero de su coche-. Malditos domingueros -dijo-. Habría que prohibirles circular.
– Tienes toda la razón, cariño -dijo la señora Green mientras abría la puerta.
Cogió a la niñita en brazos y la sentó sobre las rodillas mientras su marido conducía hacia la comisaría de Poole. Fue un trayecto muy pesado, porque la velocidad habitual del señor Green era de treinta kilómetros por hora, y eso hizo estragos en la carretera de dirección única que rodeaba el centro urbano.
La niña parecía sentirse muy cómoda en el coche, y sonreía mirando por la ventanilla; pero una vez en la comisaría, resultó imposible separarla de su rescatadora. Se abrazó con fuerza al cuello de la anciana, pegando la cara contra su hombro y aferrándose a ella como una lapa. Cuando les dijeron que nadie había denunciado la desaparición de una niña, los Green se sentaron, con una paciencia encomiable, y se prepararon para una larga espera.
– No me explico que su madre no se haya dado cuenta de su desaparición -comentó la señora Green-. Yo no perdía a mis hijos de vista ni un minuto.
– Quizás esté trabajando -dijo la agente de policía que se encargaba de hacer las averiguaciones.
– Pues no debería ser así -reprobó el señor Green-. Una chiquilla de esta edad necesita a su madre. -Le lanzó una mirada de complicidad a la agente Griffiths, y añadió-: Debería pedir que la examinara un médico. Usted ya me entiende. Hoy en día hay mucha gente rara. Mucho indecente suelto. Pedófilos. Delincuentes sexuales. ¿Sabe a qué me refiero?