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Bridges asintió.

– ¿Y el alquiler del garaje?

– A cambio yo puedo utilizar el Crazy Daze siempre que quiera. Es un trato ventajoso.

Galbraith lo miró con gesto pensativo.

– ¿Le deja navegar con él o sólo subir a bordo para acostarse con sus amiguitas?

Bridges sonrió.

– Steve no se lo deja a nadie para navegar. Ese barco es la niña de sus ojos. Si alguien le estropeara algo, lo estrangularía.

– Mmm. -Galbraith sacó una botella de vino blanco de otra caja-. Dígame, ¿cuándo fue la última vez que lo usó usted para echar un polvo?

– Hace un par de semanas.

– ¿Con quién?

– Con Bibi.

– ¿Sólo con Bibi? ¿O se acuesta también con otras sin que ella se entere?

– Joder, usted no se rinde, ¿eh? Sólo con Bibi, y si me entero de que le ha dicho otra cosa a ella, presentaré una queja formal.

Galbraith volvió a dejar la botella en la caja, sonrió y fue hacia otra caja.

– ¿Cómo funciona? ¿Llama usted por teléfono a Steve cuando él está en Londres y le dice que necesita el barco para el fin de semana? ¿O es él quien se lo ofrece cuando no lo necesita?

– Yo lo uso durante la semana, y él los fines de semana. Es un buen trato.

– ¿Igual que su casa? ¿Cualquiera puede usarla para darse un revolcón? -Miró al joven y añadió-: Lo encuentro bastante sórdido. ¿Usan todos las mismas sábanas?

– Claro. -Bridges sonrió-. Mire, nosotros somos de otra generación. A los jóvenes de hoy en día nos gusta divertirnos, y no regirnos por las normas de conducta anticuadas.

– ¿Con qué frecuencia viaja Steve a Francia? -preguntó Galbraith, que de pronto parecía harto de aquella conversación.

– Aproximadamente una vez cada dos meses. Pero sólo trae alcohol y tabaco. Se contenta con unas cinco mil libras al año. Eso no es nada del otro mundo. Por eso le aconsejé que confesara. Como mucho te pueden caer unos meses. Si estuviera traficando con drogas sería diferente -dijo sacudiendo la cabeza-, pero a Steve no se le ocurriría meterse en eso.

– Encontramos marihuana en su barco.

– Ya -dijo Bridges con un suspiro-. Se fuma un porro de vez en cuando, pero eso no lo convierte en un barón de las drogas colombiano. Según su teoría, todo el que se toma una copa de vez en cuando se dedica al contrabando de licores, ¿no? Confíe en mí: lo más peligroso que Steve trae de Francia es vino tinto.

Galbraith movió un par de cajas.

– ¿Y perros? -preguntó levantando una jaula de plástico de detrás de las cajas y mostrándosela a Bridges.

– Alguna vez, quizá -dijo el joven encogiéndose de hombros-. ¿Qué hay de malo en eso? Siempre comprueba que tengan certificado de vacunación antirrábica. -Vio cómo Galbraith fruncía el entrecejo, y añadió-: Las leyes son estúpidas. Los seis meses de cuarentena le cuestan un ojo de la cara al propietario; los perros lo pasan fatal, y desde que en este país existe una normativa que controla la rabia, no se le ha diagnosticado la enfermedad a ningún animal.

– Basta de tonterías -dijo el inspector con impaciencia-. Opino que la ley estúpida es la que permite que un yonqui como usted se acerque a unos inocentes niños, pero no voy a romperle las piernas para impedírselo. ¿Cuánto cobra?

– Quinientas, y no soy ningún yonqui. El caballo es para idiotas. Debería mejorar su terminología sobre drogas.

Galbraith no le hizo caso.

– Quinientas, ¿eh? No está mal. Y ¿cuánto cobra por cada persona? ¿Cinco mil?

– ¿De qué me está hablando?

– Hemos encontrado veinticinco huellas dactilares diferentes en el Crazy Daze, sin contar las de Steve, Kate y Hannah. Usted acaba de darme una explicación de dos de esas huellas: las suyas y las de Bibi; pero todavía quedan veintitrés. Son muchas, Tony.

Bridges se encogió de hombros y dijo:

– Usted mismo lo ha dicho: Steve es un personaje patético.

– Mmmm. ¿De verdad he dicho eso? -Volvió a mirar el remolque-: Bonita barca. ¿Es nueva?

– No mucho. Hace nueve meses que la tengo.

Galbraith se acercó para examinar los dos motores fueraborda de la popa.

– Pues parece nueva -comentó pasando un dedo por la superficie-. Está impecable. ¿Cuándo la lavó por última vez?

– El lunes.

– Y aprovechó para pasar la manguera por el suelo, ¿no?

– Se mojó mientras lavaba la barca.

Galbraith dio unos golpes en los lados del bote.

– ¿Cuándo la sacó por última vez?

– No lo sé. Hace una semana, quizá.

– Entonces ¿por qué tuvo que lavarla el lunes?

– No tuve que lavarla. Lo que pasa es que me gusta cuidarla.

– Pues espero que los de aduanas no la rajen de arriba abajo -dijo el policía-, porque no se van a tragar que el vino tinto sea la mercancía más peligrosa que Steve trae de Francia. -Señaló el fondo del garaje y dijo-: Esto sólo es una tapadera de algo peor. Esas cajas llevan meses aquí. Hay tal cantidad de polvo acumulado que podría escribir mi nombre en él.

Cuando iba hacia su casa, Ingram se paró en Broxton House para ver cómo estaba Celia Jenner, y Bertíe lo recibió con entusiasmo, meneando la cola y dando brincos.

– ¿Cómo se encuentra su madre? -le preguntó a Maggie.

– Mejor. El coñac y los analgésicos la han puesto en el séptimo cielo, y ya quiere levantarse. -Fue hacia la cocina y dijo-: Estoy muerta de hambre. Voy a preparar unos bocadillos. ¿Te apetece uno?

Ingram la siguió, con Bertie a su lado; no sabía cómo decirle, sin resultar grosero, que prefería irse a casa y hacérselos allí, pero cuando vio cómo estaba la cocina cambió de opinión. No podía decirse que estuviera impecable, pero el olor a limpio que despedían el suelo, las encimeras, la mesa y los armarios suponía una gran mejoría comparado con el rancio olor a perro sucio y caballo mojado que había detectado otras veces.

– No me vendría mal -dijo-. No he comido nada desde anoche.

– ¿Qué te parece? -preguntó Maggie mientras empezaba a preparar un bocadillo de queso y tomate.

Ingram no se molestó en fingir que no sabía de qué hablaba.

– En general, mejor. Me gusta más el suelo de este color. -Tocó una baldosa con la puntera de su bota-. No me había dado cuenta de que era naranja, y creía que era normal que se me engancharan los pies.

Maggie rió y dijo:

– Me ha costado lo mío. Creo que este suelo no veía una fregona desde que mi madre le dijo a la señora Cottrill que ya no podía pagarle. -Echó un vistazo a la cocina-. Pero tienes razón, le vendría muy bien una mano de pintura. Creo que esta tarde iré a comprarla y este fin de semana me dedicaré a pintar. No me llevará mucho tiempo.

Ingram se maravilló del optimismo de Maggie, y pensó que debería haberle llevado coñac mucho tiempo atrás. Lo habría hecho de haber sabido que Maggie y Celia llevaban cuatro años sin beber. El alcohol, pese a todos sus defectos, era un excelente reconstituyente. Ingram miró el techo, cubierto de telarañas.

– Primero tendrá que quitar las telarañas. ¿Tiene una escalera de mano?

– No lo sé.

– Yo tengo una en casa. Se la traeré esta noche. A cambio, ¿podría usted aplazar las compras y hacerme una declaración sobre el incidente de esta mañana? Voy a interrogarlo a las cinco de la tarde, y antes quiero que usted me dé su versión de la historia.

Maggie miró, nerviosa, a Bertie, que obedeciendo las órdenes de Ingram se había sentado junto al horno.

– No lo sé. He estado pensando en lo que dijiste, y me preocupa que acuse a Bertie de haberlo atacado a él; en ese caso me denunciarán a mí, y hasta podrían sacrificar a Bertie. ¿No crees que sería mejor dejarlo correr?

Nick arrastró una silla y se sentó.

– Él intentará defenderse acusándola a usted de todos modos, Maggie. Esa es su mejor defensa contra lo que usted pueda declarar. -Hizo una pausa y agregó-: Pero si le deja atacar a él primero, le estará dando ventaja. ¿Es eso lo que quiere?