– Sí, señor, lo sé perfectamente, y no se preocupe -dijo la agente dando unos golpecitos con el bolígrafo en el papel que tenía delante-, el médico es el primero de mi lista. Pero si no le importa, iremos paso a paso. Hemos tenido varios casos como éste, y hemos comprobado que el mejor método consiste en no precipitarse. -Se volvió hacia la mujer-. ¿Le ha dicho cómo se llama?
La señora Green negó con la cabeza.
– No ha pronunciado ni una sola palabra. Si quiere que le diga la verdad, dudo que sepa hablar.
– ¿Qué edad diría usted que tiene?
– Dieciocho meses, dos años como máximo. -Le levantó el borde del vestido de algodón, dejando al descubierto unas braguitas desechables-. La pobrecita todavía lleva pañales.
A la agente le pareció que dos años eran pocos, y añadió uno más para el papeleo. Las mujeres como la señora Green habían criado a sus hijos con pañales de tela, y como eso implicaba lavar mucho, les habían enseñado muy pronto a controlar los esfínteres. Ellas no entendían que un niño de tres años todavía pudiera llevar pañales.
De todos modos, en el caso de aquella niña la edad no tenía demasiada importancia. Tanto si tenía dieciocho meses como si tenía dos años o tres, de lo que no cabía duda era de que no hablaba.
Como no tenía nada más que hacer aquel domingo por la tarde, la francesita del Beneteau, que había observado con interés las conversaciones de Harding con los hermanos Spender, Maggie Jenner y el agente Ingram a través del zoom de su cámara de vídeo, remó hasta la orilla y subió por la empinada ladera de West Hill para ver si resolvía aquel misterio. No había que ser muy listo para deducir que los dos niños eran los que habían encontrado a la mujer que habían sacado de la playa en helicóptero, y que el atractivo inglés se había encargado de avisar a la policía, pero ella sentía curiosidad por saber por qué había aparecido de nuevo el joven en la ladera, media hora después de que el coche de policía se marchara, para recoger la mochila que había dejado allí. Le había visto sacar unos prismáticos y examinar la bahía y los acantilados antes de bajar a la playa, donde se quedó contemplando el mar. Ella lo filmó varios minutos, pero no averiguó nada, y al final decidió abandonar aquel rompecabezas.
Pasarían cinco días hasta que el padre de la niña descubriese aquella cinta y la humillase ante la policía inglesa…
Aquella tarde, a las seis, el Fairline Squadron levó anclas y salió lentamente de Chapman's Pool hacia el cabo St Alban. Había dos jovencitas lánguidas sentadas a ambos lados de su padre en el puente de mando; la más reciente compañera del padre iba sentada en el asiento de detrás, sola y excluida. En cuanto abandonó las aguas poco profundas de la entrada de la bahía, los motores del barco rugieron a toda potencia, alcanzando los veinticinco nudos en el viaje de regreso a Poole, y labrando una estela en la superficie del mar.
El calor y el alcohol los habían sumido a todos en un estado soporífero, sobre todo al padre, que se había cansado en su intento por complacer a sus hijas; después de conectar el piloto automático, nombró vigía a la mayor de las niñas y cerró los ojos. Notaba las dagas de la furia de su novia clavadas en la espalda; exhaló un suspiro y lamentó no haberla dejado en tierra. Era la última de una larga serie de lo que sus hijas llamaban «Barbies» y, como de costumbre, las niñas se habían propuesto pisotear los frágiles brotes de aquella nueva relación. Qué dura es la vida, pensó el padre, resentido.
– ¡Cuidado, papá! -gritó de pronto su hija-. Vamos directos hacia una roca.
El hombre viró el timón hacia estribor, y lo que su hija había tomado por una roca se alejó por babor para quedarse danzando en la estela del barco.
– Soy demasiado viejo para estos sustos -dijo el padre con voz trémula mientras devolvía el barco de trescientas mil libras a su rumbo e intentaba recordar si tenía el seguro al día-. ¿Qué demonios era eso? No puede ser una roca. En esta zona no hay rocas.
Las dos hijas, con los ojos entrecerrados, intentaron distinguir aquella cosa negra y oscilante que habían dejado atrás.
– Parece un bidón de gasoil -dijo la mayor.
– Joder -exclamó el padre-. El que ha lanzado eso por la borda merece que lo maten. Si llegamos a chocar con él, podría habernos abierto una brecha.
Su novia, que seguía contemplando aquella cosa que se alejaba, pensó que más bien parecía un bote volcado, pero no quiso expresar su opinión por temor a convertirse de nuevo en blanco de las burlas de las niñas. Aquel día ya había soportado bastante escarnio, y lamentaba haber accedido a acompañar a la familia en aquella excursión.
– Esta mañana me he encontrado a Nick Ingram -comentó Maggie mientras preparaba el té en la cocina de su madre, en Broxton House.
En su tiempo había sido una cocina muy bonita, con las paredes cubiertas de aparadores de roble viejo, llenos de cazos de cobre y hermosas piezas de loza, y con una mesa de refectorio del siglo xviii de dos metros y medio de largo en el centro. Ahora era una cocina normal y corriente. Todo lo que tenía algún valor se había vendido. Los aparadores de madera habían sido sustituidos por unos vulgares armarios blancos, y donde antes resplandecía la mesa monacal había una mesa de plástico de jardín. Maggie solía pensar que tendría mejor aspecto si la limpiaran de vez en cuando, pero la artritis de la madre y el agotamiento crónico de la hija, fruto de sus esfuerzos por ganar algo de dinero con los caballos, habían hecho descender la limpieza en su escala de valores. Si Dios existía, no se ocupaba demasiado de Broxton House. Maggie habría cortado por lo sano y se habría mudado hacía mucho tiempo si su madre hubiera accedido a mudarse también. Pero los sentimientos de culpabilidad la tenían esclavizada.
Ahora vivía en un apartamento encima de las cuadras, al otro lado del jardín, y sólo visitaba la casa de vez en cuando. Aquella espantosa desnudez era un cruel recordatorio de que la pobreza de su madre era culpa suya.
– He bajado con Jasper a Chapman's Pool. Una mujer se ha ahogado en Egmont Bight, y Nick ha tenido que guiar el helicóptero para que recogiera el cadáver.
– Imagino que sería una turista.
– Seguramente -dijo Maggie al tiempo que le daba una taza a su madre-. Si hubiera sido alguien de por aquí, Nick me lo habría dicho.
– ¡Típico! -exclamó Celia con enojo-. Y Dorset tendrá que pagar la factura del helicóptero porque una inepta de otro condado no aprendió a nadar cuando debía. Y nosotros, a pagar impuestos.
– Pero si nunca los pagas -replicó Maggie, pensando en los avisos que se acumulaban en el escritorio del salón.
Su madre ignoró el comentario.
– ¿Cómo estaba Nick? -preguntó.
– Acalorado -contestó la hija, recordando lo colorado que estaba al regresar al coche-, y no de muy buen humor. -Se quedó mirando la taza de té, reuniendo el valor para plantear el espinoso tema del dinero, o mejor dicho, del poco dinero que entraba del negocio de mantenimiento y alquiler de caballos que dirigía-. Tenemos que hablar de las cuadras -dijo bruscamente.
Celia se resistía a tocar ese punto.
– Tú tampoco habrías estado de buen humor si acabaras de ver el cadáver de un ahogado. -Su voz adoptó un tono coloquial, preludio inequívoco de una serie de anécdotas-. Recuerdo que vi uno flotando en el Ganges cuando vivía con mis padres en la India. Fue durante las vacaciones de verano. Yo tenía unos quince años. Fue algo espantoso, tuve pesadillas durante semanas. Mi madre me dijo…
Maggie dejó de escucharla y se concentró en un largo pelo negro que a Celia le había salido en la barbilla, pensando que tenía que arrancárselo. El pelo se erizaba agresivamente mientras la mujer hablaba, como uno de los bigotes de Bertie, pero ellas nunca habían tenido suficiente confianza como para que Maggie pudiera comentárselo. Celia, que tenía sesenta y tres años, todavía era una mujer atractiva con el mismo cabello castaño oscuro que su hija, al que de vez en cuando daba reflejos de color, pero las preocupaciones resultantes de su apurada situación le estaban pasando factura, y le habían salido unas profundas arrugas alrededor de la boca y los ojos.