– ¿Cuánto tiempo transcurrió desde el incidente con el pañal hasta que Kate empezó a mancharle el coche con excrementos de Hannah y a hacer saltar la alarma?
– No lo sé. Quizás unos días.
– ¿Cómo sabía usted que era ella quien lo hacía?
– Porque antes ya me había ensuciado la cama del barco con excrementos de la niña.
– Y eso pasó a finales de abril, ¿no?
Harding asintió.
– Pero Kate no inició su… -Carpenter buscó la expresión adecuada- campaña de hostigamiento hasta después de darse cuenta de que a usted no le interesaba mantener una relación con ella, ¿no?
– Yo no tengo la culpa -se defendió Steve-. Kate era un coñazo.
– Lo que le he preguntado, Steve -repitió Carpenter haciendo alarde de paciencia- es si Kate inició su hostigamiento después de darse cuenta de que a usted no le interesaba.
– Sí. -Harding cerró los ojos intentado recordar los detalles-. Kate me hizo la vida imposible, y al final ya no podía más. Entonces fue cuando se me ocurrió convencer a William de que le dijera a su esposa que yo era marica.
El comisario pasó un dedo por la declaración de Harding.
– ¿En junio?
– Sí.
– ¿Por qué esperó un mes y medio para poner remedio a aquella situación?
– Porque en lugar de mejorar, empeoraba -contestó el joven con un arrebato, como si el recuerdo todavía le doliera-. Pensé que si tenía paciencia ella acabaría cansándose, pero cuando la tomó con mi bote, se me acabó la cuerda. Pensé que después Kate iría por el Crazy Daze, y yo no estaba dispuesto a permitirlo.
Carpenter asintió, como si aquella explicación le pareciera razonable. Volvió a coger la declaración de Harding y la siguió con el dedo.
– Y decidió buscar a William y le enseñó unas fotografías pornográficas suyas porque quería que le contara a su esposa que era homosexual, ¿no?
– Sí.
– Mmm. -Carpenter buscó la declaración de Tony Bridges-. En cambio, Tony afirma que cuando usted le dijo que pensaba denunciar a Kate por acoso, él le aconsejó que no lo hiciera y que aparcara su coche en otro sitio. Según él, así fue como se solucionó el problema. Es más, anoche, cuando le dijimos lo que hizo usted para solucionar su problema con Kate, lo encontró muy gracioso. Dijo: «Es más bruto que un arado».
Harding se encogió de hombros.
– ¿Y qué? Mi plan funcionó. Eso era lo único que me importaba.
Carpenter ordenó el montón de papeles que había encima de la mesa.
– Y ¿a qué cree usted que se debe eso? -preguntó-. No me estará diciendo que una mujer que se puso tan furiosa cuando usted la rechazó como para acosarlo e intimidarlo durante semanas se rendiría a la primera si se enteraba de que usted era homosexual, ¿no? No soy ningún experto en desequilibrios mentales, pero supongo que lo lógico sería que la intimidación se acentuara. A nadie le gusta que le tomen el pelo, Steve.
Harding lo miró perplejo.
– Sólo que ella paró -dijo.
El comisario sacudió la cabeza.
– Uno no puede parar una cosa que no ha empezado. Sí, ella le manchó las sábanas del barco con excrementos de Hannah en un momento de enojo, y de ahí fue seguramente de donde Tony sacó la idea; pero no era Kate la que se estaba vengando de usted, sino su amigo. Y era una venganza muy peculiar. Usted lleva años puteándolo y a él debió de encantarle pagarle con la misma moneda. Y si dejó de hacerlo fue porque usted amenazaba con ir a la policía.
La madre de William Sumner había renunciado hacía mucho tiempo a hacer hablar a su hijo. La sorpresa inicial ante la inesperada aparición de William en su piso pronto dejó paso al temor y, como un rehén, intentó apaciguarlo y evitar una discusión. Fuera cual fuera el motivo que lo había llevado hasta Chichester, William no quería compartirlo con su madre. Él parecía debatirse entre la ira y la aflicción, y se balanceaba frenéticamente para sumirse en una llorosa letargía cuando se le pasaba el ataque. Ella se sentía incapaz de ayudarlo. William vigilaba el teléfono con el empeño de un demente, y su madre, limitada por el temor y la inmovilidad, se contentaba con observarlo.
En los doce meses pasados, William se había convertido en un extraño para ella, y una especie de desprecio contenido la hacía ser cruel. La señora Sumner se percató de que detestaba a William. Pensó que su hijo siempre había sido débil, y que por eso a Kate le había resultado tan fácil dominarlo. Frunció los labios con desdén mientras oía los bruscos sollozos que sacudían a William, y cuando por fin éste rompió su silencio, ella se dio cuenta de que habría podido predecir sus palabras.
– No sabía qué hacer…
Había deducido que William había matado a su esposa. Ahora temía que hubiera matado también a su hija.
Tony Bridges se levantó al abrirse la puerta de su celda, y al ver a Galbraith esbozó una leve sonrisa. El encarcelamiento le había permitido descubrir lo que significaba que otros controlaran su vida. La actitud arrogante del día anterior había desaparecido, reemplazada por el reconocimiento de que el muro de piedra de la desconfianza policial había podido con su capacidad de persuasión.
– ¿Cuánto tiempo piensan retenerme aquí?
– Todo el que haga falta, Tony.
– No sé qué quieren de mí.
– Que nos diga la verdad.
– Lo único que hice fue robar un bote.
Galbraith sacudió la cabeza.
Le pareció percibir un atisbo de arrepentimiento en su asustada mirada. «Yo no quería hacerlo. En realidad no lo hice. Kate seguiría con vida si no hubiera intentado arrojarme por la borda. Ella es la única responsable de su muerte. Todo iba de perlas hasta que ella me embistió, y entonces vi que Kate estaba en el agua. No pueden culparme a mí de eso. ¿No creen que si hubiera tenido la intención de matarla habría ahogado también a su hija?»
Capítulo 25
Broxton House dormía apaciblemente al sol de la tarde, cuando Ingram detuvo su coche ante la entrada. El policía se paró un momento, como solía hacer, para admirar las pulcras líneas de la casa y, como siempre, lamentó su lento deterioro. Para él, aquella casa representaba, quizá más que para las Jenner, algo muy valioso, un recordatorio de que la belleza existía en todas las cosas; pero claro, él, pese a su profesión, era un hombre muy sentimental, y ellas no. La puerta de doble hoja estaba abierta de par en par, invitando a cualquiera que pasara por allí a llevarse algo de la casa. Nick recogió el bolso de Celia de la mesa del recibidor, de camino hacia el salón. La casa estaba sumida en el silencio, y de pronto Nick temió haber llegado demasiado tarde. Hasta sus propios pasos quedaban reducidos a un susurro en el silencio que lo rodeaba.
Ingram abrió la puerta del salón y entró. Celia estaba sentada en la cama, con las gafas caídas, la boca abierta, roncando suavemente, con la cabeza de Bertie apoyada en la almohada. Parecía una escena de El Padrino, y Nick tuvo que contenerse para no echarse a reír. Su sentimentalismo le hizo ser benévolo. Quizá Maggie tuviera razón. Quizá la felicidad tenía más que ver con el contacto físico que con la higiene. ¿Qué importancia tenían las manchas de té de las tazas, si tenías una botella de agua caliente peluda dispuesta a confortarte cuando los demás te habían dado la espalda? Nick dio unos golpecitos en la puerta y vio cómo Bertie abría un ojo con cautela y volvía a cerrarlo al comprobar que el policía no pensaba exigirle ninguna muestra de lealtad.
– Estoy despierta -dijo Celia levantando una mano para ajustarse las gafas-. Te he oído entrar -agregó tuteándolo.
– ¿La molesto?
– No. -Se incorporó un poco más y se cerró la bata para salvaguardar su pudor.
– No debería dejar el bolso encima de la mesa del recibidor -dijo Nick, y lo dejó encima de la cama-. Cualquiera podría robárselo.