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– Por mí ya pueden llevárselo. No contiene nada de valor. -Celia miró al policía de arriba abajo y agregó-: Estás mejor con el uniforme. Vestido así pareces un jardinero.

– Prometí a Maggie que la ayudaría a pintar, y no puedo pintar vestido de uniforme. -Acercó una silla a la cama-. Por cierto, ¿dónde anda su hija?

– Donde le dijiste que tenía que estar: en la cocina. -Celia suspiró-. Maggie me tiene preocupada, Nick. No la eduqué para que hiciera lo que hace. Dentro de poco tendrá manos de marinero.

– Ya las tiene. No puedes limpiar cuadras día tras día y conservar las manos bonitas. Son dos conceptos excluyentes.

– Un caballero no se fija en este tipo de detalles.

A Nick siempre le había caído bien Celia, quizá porque apreciaba su franqueza. Quizá le recordaba a su madre, una pragmática cockney muerta diez años atrás. Le resultaba más fácil tratar con personas que se expresaban sin tapujos que con las que ocultaban sus sentimientos detrás de sonrisas hipócritas.

– Seguramente sí que se fija; lo que pasa es que se ahorra los comentarios.

– De eso se trata, precisamente -replicó ella-. A un caballero se lo reconoce por sus modales.

Nick sonrió.

– Así que usted prefiere a un hombre que miente antes que a un hombre sincero. Ésa no es la impresión que me causó hace cuatro años cuando Robert Healey las estafó.

– Healey era un delincuente.

– Pero un delincuente atractivo.

Celia lo miró con ceño.

– ¿Has venido sólo para fastidiarme?

– No. He venido para ver si se encontraba bien.

– Pues me encuentro muy bien. Ve a buscar a Maggie. A ella le encantará verte.

Pero Ingram no se movió.

– ¿Declararon ustedes en el juicio de Healey?

– Sabes perfectamente que no. Sólo lo juzgaron por su última estafa. Los demás afectados tuvimos que quedarnos al fondo de la sala para no complicar el caso, y a mí eso fue lo que más me molestó. Yo quería participar en el juicio, para poder decirle a aquel animal lo que opinaba de él. Sabía que jamás recuperaría mi dinero, pero al menos habría podido desahogarme. -Se cruzó de brazos como si quisiera protegerse-. De todos modos, es un asunto sobre el que no me gusta insistir. Mortificarse con el pasado no es bueno para la salud.

– ¿Leyó usted los informes del juicio?

– Uno o dos, pero me puse furiosa.

– ¿Qué la puso furiosa?

A Celia empezó a temblarle el labio superior.

– En ellos se describía a las víctimas de Healey como mujeres solitarias, necesitadas de amor y comprensión. Nada me había sulfurado tanto jamás. Nos describían como idiotas.

– Pero por su caso no lo juzgaron -señaló Ingram-, y esa descripción se refería a sus últimas víctimas, dos ancianas solteras que vivían solas en una granja aislada de Cheshire. Es decir, las víctimas perfectas para Healey. Y no le habrían descubierto si no hubiera intentado acelerar el fraude falsificando sus firmas en los cheques. El director del banco se alarmó tanto que acudió a la policía.

A Celia seguía temblándole el labio.

– Sólo que a veces pienso que fue real -dijo-. Nunca consideré que mi hija y yo estábamos solas, pero lo cierto es que cuando él entró en nuestras vidas nos alegramos, y me siento humillada cada vez que lo recuerdo.

Ingram sacó un recorte del periódico.

– He traído una cosa que quería leerle. Es lo que el juez le dijo a Healey antes de dictar sentencia. -Extendió la hoja sobre su regazo-. «Usted es un hombre educado, con un elevado cociente intelectual y unos modales encantadores, y esas cualidades lo convierten en extremadamente peligroso. Usted exhibe una cruel falta de consideración hacia sus víctimas, y al mismo tiempo pone en práctica sus encantos y su inteligencia para convencerlas de su sinceridad. Demasiadas mujeres se han dejado engañar por usted para que podamos creer que su credibilidad fue la única razón de su éxito. Considero que representa usted una grave amenaza para la sociedad.» -Ingram dejó el recorte en la cama-. Lo que el juez reconoció es que Healey era un hombre encantador e inteligente.

– No era más que una pose -dijo Celia acariciándole las orejas a Bertie-. Era un actor excelente.

Ingram pensó en la moderada aptitud para la interpretación de Steven Harding, y meneó la cabeza.

– No lo creo. Nadie podría fingir de ese modo durante un año. Sus encantos eran genuinos, y eso era lo que las atraía a Maggie y a usted. El problema que tienen ambas es que no asumen eso. Como a ustedes les gustaba Healey, su traición resulta más grave.

– No. -Celia sacó un pañuelo de debajo de la almohada y se sonó la nariz-. Lo que más me molesta es que yo creía que le gustábamos a él. No somos tan difíciles de querer, ¿verdad?

– En absoluto. Estoy seguro de que Healey las adoraba. Todo el mundo las adora.

– ¡Venga, no seas absurdo! -le espetó Celia-. Si nos hubiera adorado no nos hubiese estafado.

– Claro que sí. -Ingram apoyó la barbilla en las manos y miró a Celia-. Su problema, señora Jenner, es que usted es una conformista. Presupone que todo el mundo debería comportarse igual. Pero Healey era un estafador profesional. Llevaba diez años viviendo de eso, no lo olvide. Eso no significa que ustedes no le cayeran bien. Es como si yo tuviera que detenerlas; eso no querría decir que no me cayeran bien. -Esbozó una sonrisa y añadió-: En esta vida hacemos lo que mejor se nos da para sobrevivir, y si nos sale mal nos llevamos un chasco.

– Tonterías.

– ¿Tonterías? ¿Acaso cree que a mí me gusta detener a un chaval de diez años por vandalismo sabiendo que procede de un hogar que es un infierno, que falta a clase porque no sabe leer, y que lo más probable es que su madre le pegue una zurra porque es demasiado estúpida para tratarlo de otra manera? Me llevo al chico a la comisaría porque para eso me pagan, pero me cae mucho mejor él que la madre. Los delincuentes son seres humanos como el resto de los mortales, y no hay ninguna ley que diga que no puedan ser agradables.

Celia lo miró por encima de las gafas.

– Sí, pero a ti no te gustaba Martin, Nick, así que no finjas que te resultaba agradable.

– No, no me gustaba, pero se trataba de algo personal. Lo tenía por un perfecto imbécil. Sin embargo, no me tragué a la señora Fielding cuando dijo que había intentado robarle sus antigüedades. Yo creo que Healey era condenadamente perfecto, el sueño de cualquier mujer. -Nick torció la sonrisa-. Suponía, y sigo suponiendo porque aquello no encajaba en el modus operandi de Healey, que eran imaginaciones seniles de la señora Fielding, y el único motivo por el que se lo mencioné a usted es que no pude resistirme a la tentación de bajarle un poco los humos a Healey. -Miró a Celia-. Pero con ello no conseguí enterarme de qué se llevaba entre manos. Ni siquiera cuando Simón Farley me dijo que había pagado con un par de cheques sin fondo en el pub y me pidió que lo arreglara discretamente porque no quería problemas, pensé que Martin pudiera ser un profesional. Si se me hubiera ocurrido lo habría enfocado de otro modo, y quizá no hubieran perdido ustedes su dinero, y quizá su marido seguiría con vida.

– ¡Venga, por favor! -exclamó Celia ásperamente, y tiró con tanta fuerza de las orejas de Bertie que el pobre animal arrugó la frente-. No empieces tú también a sentirte culpable.

– ¿Por qué no? Si hubiera sido mayor y más sensato quizá habría hecho mejor mi trabajo.

Celia, haciendo gala de una ternura poco habitual en ella, le puso una mano en el hombro y dijo:

– Ya tengo suficiente con ocuparme de mis sentimientos de culpa; sólo faltaría que tuviera que cargar también con los tuyos y con los de Maggie. Según mi hija, a su padre le dio un infarto porque ella le estaba gritando. Mi versión es que él se pasó dos semanas pataleando y que el infarto le dio después de una borrachera que cogió en su estudio. Mi hijo, por otra parte, opina que mi marido murió de tristeza porque Maggie y yo lo tratábamos como si él fuera un cero a la izquierda, y en su propia casa. -Celia suspiró-. La verdad es que Keith era un alcohólico crónico con antecedentes de problemas de corazón, y que podía haber muerto en cualquier momento, aunque es evidente que los chanchullos de Martin no le ayudaron mucho. Pese a que el dinero que nos robó no era de Keith, sino mío. Mi padre me dejó diez mil libras en su testamento, hace veinte años, y yo conseguí convertirlas en más de cien mil especulando en la bolsa. -Frunció el entrecejo, molesta por aquel recuerdo-. Esto es absurdo. Después de todo, el único culpable es Robert Healey, y me niego a que nadie se atribuya esa responsabilidad.