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– ¿Las incluye eso a Maggie y a usted, o van a seguir vestidas de Cenicienta para que los demás nos sintamos culpables?

Celia lo miró con aire pensativo.

– Ayer no me equivoqué -dijo-. Eres un joven muy provocador. -Señaló el pasillo y dijo-: Lárgate y haz algo útil. Ayuda a mi hija.

– Lo está haciendo muy bien ella sola.

– No me refería a pintar la cocina -replicó Celia.

– Yo tampoco, pero la respuesta es igualmente válida.

Celia lo miró inexpresivamente.

– ¿Basándote en la teoría de que quien espera tiene su recompensa tarde o temprano?

– Hasta ahora ha funcionado -respondió Nick cogiéndole la mano-. Es usted una dama muy valiente, señora Jenner. Siempre quise conocerla mejor.

– ¡Venga, Nick! Estoy empezando a pensar que Robert Healey era un novato a tu lado. -Lo amenazó con el dedo índice y añadió-: Y no me llames señora Jenner como si fuera la asistenta. -Cerró los ojos y respiró hondo, como a punto de hacerle depositario de las joyas de la corona-. Puedes llamarme Celia.

«El problema era que yo no podía pensar con claridad. Si ella me hubiera escuchado en lugar de ponerse a gritar. Creo que lo que me sorprendió fue la fuerza que tenía. De lo contrario yo no le habría roto los dedos. Fue muy fácil. Tenía unos dedos muy delgados, como espoletas, pero ningún hombre disfruta haciendo una cosa así… Digamos que no me enorgullezco de ello.»

Nick encontró a Maggie en la cocina, con los brazos cruzados, mirando por la ventana a los caballos que había en el cercado. El techo ya había recibido una capa de pintura blanca, pero las paredes todavía seguían intactas, y el rodillo se estaba endureciendo en la bandeja.

– Mira esas pobres bestias -comentó Maggie-. Voy a llamar a la Sociedad Protectora de Animales para denunciar a los propietarios.

Nick la conocía demasiado bien.

– ¿Qué le preocupa en realidad?

Ella se volvió con gesto desafiante.

– Lo he oído todo -dijo-. Estaba escuchando detrás de la puerta. Supongo que te crees muy listo.

– ¿En qué sentido?

– Martin se tomó la molestia de seducir a mi madre antes de seducirme a mí. Al principio su táctica me impresionó. Después llegué a la conclusión de que eso debió hacerme ver que Martin era un falso y un mentiroso.

– A lo mejor se habría llevado mejor con ella -sugirió Nick-. En fin, he de decirle que no tengo intención de seducirla a usted. Sería como intentar atravesar un kilómetro de alambrada: doloroso, poco recompensante y condenadamente difícil.

– Bueno, pues si lo que pretendes es que te seduzca yo a ti, puedes esperar sentado -repuso con sorna.

Nick cogió el rodillo de la bandeja y lo puso debajo del grifo.

– Confíe en mí: nada más lejos de mi intención.

– Martin no tuvo ningún problema.

– Ya -dijo él secamente-, pero él no habría tenido ningún problema con el Hombre Elefante siempre que hubiera dinero de por medio. ¿Sabe si su madre tiene un cepillo de fregar? Hemos de quitar la pintura seca de esta bandeja.

– Tendrás que buscar en la despensa. -Lo miró, conteniendo la rabia, mientras él buscaba los artículos de limpieza entre los cacharros acumulados durante cuatro años-. Eres un hipócrita -dijo de pronto-. Acabas de pasarte una hora halagando a mi madre y diciéndole lo encantadora que es, y a mí me comparas con un Hombre Elefante.

Nick sonrió y dijo:

– Martin no se acostaba con su madre.

– ¿Y eso qué tiene que ver?

Nick salió de la despensa con un cubo lleno de trapos resecos.

– No me gusta que duerma con un perro -dijo-. Imagínese que a mí me diera por dormir con una comadreja.

Hubo un breve silencio, y después Maggie soltó una carcajada.

– Ahora Bertie está en la cama con mi madre.

– Ya lo sé. Es el peor perro guardián que he conocido en mi vida. -Cogió los trapos que había en el cubo para examinarlos-. ¿Qué demonios es esto?

Más risas.

– Son los calzoncillos de mi padre, idiota. Mi madre los utiliza en lugar de trapos de cocina porque le salen gratis.

– Entiendo. -Nick puso el cubo en el fregadero y lo llenó de agua-. Su padre era un tipo fuerte. Aquí hay tela suficiente para un traje de tres piezas. -Separó unos calzoncillos de rayas y agregó-: O una tumbona.

– No se te pase por la cabeza utilizar los calzoncillos de mi padre para seducirme, capullo, o te vacío ese cubo en la cabeza.

Nick le sonrió y dijo:

– Esto no es seducir, Maggie, sino hacer la corte. Si quisiera seducirla, habría traído una botella de coñac. -Sacó los calzoncillos y los examinó-. De todos modos, si usted cree que esto podría ser útil…

«Normalmente estoy solo con mi barco y el mar… Eso me gusta… Me siento cómodo cuando tengo espacio alrededor… La gente me molesta… Siempre quieren algo de ti, generalmente amor… Pero todo es muy superficial… ¿Marie? No está mal. Nada del otro mundo… Claro que me siento responsable de ella, pero no para siempre… Nada es eterno, excepto el mar… y la muerte…»

Capítulo 26

John Galbraith se paró junto al coche de William Sumner y echó un vistazo por la ventanilla. Notó el calor del recalentado techo en la cara. Echó a andar por el camino hacia el piso de Angela Sumner y tocó el timbre. Esperó a oír la cadenilla de la puerta.

– Buenas tardes, señora Sumner -dijo cuando vio los relucientes ojos de la anciana asomando por la rendija de la puerta-. Imagino que William está con usted. -Señaló el coche y añadió-: ¿Puedo hablar con él?

La señora Sumner exhaló un suspiro y abrió la puerta.

– Quería llamarle por teléfono, pero mi hijo arrancó el hilo de la pared cuando adivinó mis intenciones.

Galbraith asintió.

– Le hemos llamado varias veces aquí, pero no contestaban. Si el teléfono no estaba conectado, no me extraña. Por eso he decidido venir.

Angela Sumner giró la silla de ruedas para guiar al policía por el pasillo.

– No hace más que repetir que no sabía qué hacer. ¿Significa eso que la mató?

Galbraith le puso la mano en el hombro para tranquilizarla.

– No -contestó-. Su hijo no es ningún asesino, señora Sumner. Él quería a Kate. Creo que le habría dado cualquier cosa que ella hubiera pedido.

Se detuvieron en el umbral del salón. William estaba sentado en una butaca, con el teléfono en el regazo; llevaba varios días sin afeitarse y tenía los ojos enrojecidos e hinchados de llorar y de no dormir. Galbraith lo miró y admitió que en parte era responsable de haber llevado a aquel hombre hasta el abismo. Podía justificar su intromisión en los asuntos privados de William y Kate, pero aquella lógica era demasiado fría. Podía haber sido más amable, pensó -siempre se podía ser más amable-, pero desgraciadamente la amabilidad raramente desvelaba la verdad.

Le apretó el hombro a Angela Sumner y dijo:

– ¿Le importaría prepararnos una taza de té? -Se apartó para que la anciana pudiera retroceder con la silla de ruedas-. Me gustaría charlar un rato a solas con William, si a usted no le importa.