– ¡Venga, hombre! -dijo Maggie-. Serías un excelente detective. No sé qué te preocupa. No seas tan prudente, Nick. Deberías aprovechar las ocasiones cuando se te presentan.
– Ya lo hago. Cuando me parecen sensatas.
– ¿Y ésta no lo es?
Nick sonrió y se levantó; llevó la bandeja al fregadero y la puso debajo del grifo.
– No estoy seguro de querer irme de aquí. -Echó un vistazo a la recién pintada cocina-. Prefiero vivir en un lugar atrasado donde una corazonada puede cambiarlo todo.
– Entiendo -dijo ella.
Nick limpió la brocha en silencio, preguntándose si Maggie lo entendía, y si «entiendo» iba a ser su única respuesta.
Puso la brocha a secar en el escurridero y se planteó seriamente si abrirse paso por un kilómetro de alambrada no sería la mejor opción, al fin y al cabo.
– ¿Quiere que vuelva mañana? Es domingo. Podríamos empezar con el salón.
– Aquí estaré -dijo Maggie.
– De acuerdo. -Fue hacia la puerta de la despensa.
– ¡Nick!
– ¿Qué?-El policía se volvió.
– ¿Cuánto suelen durar estos cortejos tuyos?
– ¿Por qué quiere saberlo? -repuso él con una sonrisa.
– Porque… -De pronto parecía incómoda-. No importa. Qué pregunta tan tonta. Nos vemos mañana.
– Intentaré no llegar tarde.
– Si llegas tarde, no importa -dijo ella-. Esto lo haces porque quieres; nadie te obliga. Yo no te he pedido que pintes toda la casa.
– Cierto -concedió él-, pero está relacionado con el cortejo. Creí que ya se lo había explicado.
Maggie se puso en pie y le espetó:
– Largo de aquí. -Lo empujó por la puerta y la cerró de golpe-. Y por lo que más quieras, mañana trae una botella de coñac -le gritó-. Esto del cortejo es un latazo. He decidido que prefiero que me seduzcan.
El televisor estaba encendido. Celia, con el mando a distancia en la mano, chascó la lengua cuando Maggie entró de puntillas en la salita, para ver si su madre se encontraba bien. Bertie se había bajado de la cama, acalorado, y ahora estaba tumbado boca arriba en el sofá, con las patas separadas.
– Es tarde, mamá. Deberías estar durmiendo.
– Ya lo sé, querida, pero esto es tan divertido…
– ¿No decías que era una película de terror?
– Lo es. Por eso me río tanto.
Maggie miró a su madre, perpleja; después le arrebató el mando a distancia y apagó el televisor.
– Has estado escuchando -la acusó.
– Bueno, verás…
– ¿Cómo te atreves?
– He tenido que ir al cuarto de baño -se disculpó Celia-, y vosotros no hablabais precisamente en voz baja.
– El médico dijo que no debes levantarte tú sola.
– Te llamé un par de veces, pero no me oíste. Además -dijo con un destello de humor en los ojos-, estabais tan enfrascados en la conversación que no me pareció oportuno interrumpiros. -Miró a su hija un instante, y luego dio unos golpes en la cama con la palma de la mano-. ¿Eres demasiado mayor para que te dé un consejo?
– Depende del consejo -dijo Maggie, y se sentó junto a su madre.
– Un hombre que invita a la mujer a llevar las riendas siempre vale la pena.
– ¿Fue eso lo que hizo mi padre?
– No. Tu padre me cogió por el brazo, me arrastró hasta el altar y después me dio treinta y cinco años para arrepentirme todo lo que quisiera. -Celia sonrió con tristeza-. Por eso mi consejo es bueno. Yo me enamoré de la exagerada opinión que tu padre tenía de sí mismo, confundí la obstinación con autoridad, el alcoholismo con ingenio, y la pereza con carisma… -Se interrumpió al darse cuenta de que estaba criticando al padre de su hija-. No estuvo mal del todo -añadió-. En aquella época éramos más estoicos, nos enseñaban a soportar las cosas, y mira lo que conseguí: tú, Matt, la casa…
Maggie se inclinó y la besó en la mejilla.
– Ava, Martin, robos, deudas, dolores de cabeza, una cadera destrozada…
– Así es la vida -replicó Celia-. Unas cuadras que todavía aguantan, Bertie, una cocina nueva, un futuro yerno…
– ¿Nick Ingram?
– ¿Y por qué no? -dijo Celia, y volvió a chascar la lengua-. Si fuera cuarenta años más joven, y él demostrase el menor interés por mí, te aseguro que no me haría falta una botella de coñac para llevar las cosas a buen puerto.
Minette Walters
Al igual que su admirada Agatha Christie, Minette Walters estudió en el internado de Godolfhin, y posteriormente Lenguas Modernas en Durham. Trabajó en Londres, como redactora y coedi-tora, entre otras, de la Woman's Weekly Library; al mismo tiempo empezó a escribir novelas cortas hasta que finalmente se dedicó por completo al género de misterio.
Novelista tardía, hasta los 47 años, con sus dos hijos ya crecidos, no escribió su primera obra, La casa del hielo, publicada en 1992. El éxito fue inmediato y recibió el premio John Creasy de la Asociación de Escritores Policíacos. La escultora, su segunda novela, fue galardonada con el premio Edgar Allan Poe en 1993 y ha sido adaptada a la televisión por la BBC. Al año siguiente ganó la Daga de Oro de la Asociación de Escritores Policíacos con The Scold's Bridle. El cuarto oscuro, Ecos en la sombra y Donde mueren las olas completan una obra que se inserta en la mejor tradición británica de la literatura de misterio.
Actualmente vive en Hampshire con su familia.