Kate Wilhelm
Donde solían cantar los dulces pájaros
Para Valerie, Kris y Leslie, con amor.
Primera Parte
DONDE SOLIAN CANTAR LOS DULCES PAJAROS
CAPITULO I
Lo que más odiaba David de las cenas familiares de los domingos era que todos hablaban de él como si no estuviera allí.
— ¿Ha comido suficiente carne, últimamente? Parece un poco pálido.
—Lo mimas demasiado, Carrie. Si no se lo come todo, no lo dejes ir a jugar. Tú eras así, ¿sabes?
—Cuando yo tenía su edad era tan fuerte que podía cortar un árbol con el hacha. El no podría cortar ni la niebla.
David se imaginaba a sí mismo invisible, flotando sobre sus cabezas mientras discutían acerca de él. Alguien preguntaría si ya tenía novia, y todos carraspearían, fuera la que fuera la respuesta. Desde su ventajosa posición dirigiría una pistola de rayos a tío Clarence, a quien tenía especial antipatía, porque era gordo, calvo y muy rico. El tío Clarence mojaba las pastas en salsa, en jarabe o, con más frecuencia, en una mezcla de sorgo y mantequilla que revolvía en su plato hasta que parecía caca de bebé.
— ¿Sigue queriendo estudiar biología? Tendría que ir a la escuela de Medicina y después heredar la clientela de Walt.
Apuntaría con su pistola de rayos al tío Clarence y haría un agujerito en su estómago y lo abriría cuidadosamente, y el tío Clarence manaría desde la abertura y los inundaría.
—David. —Dio un respingo, alarmado, y después se tranquilizó—. David, ¿por qué no vas a ver qué están haciendo los otros chicos?
Era la voz tranquila de su padre, que en realidad decía: Ya basta. Y enfocarían su mente colectiva en otro de sus descendientes.
A medida que David crecía, aprendió las complejas relaciones que, de niño, simplemente aceptaba. Tíos, tías, primos, primos segundos, primos terceros. Y los socios honorarios…, los hermanos y hermanas y parientes de quienes se habían casado con su familia. Estaban los Sumners y Wistons y O’Gradys y Heinemans y los Meyers y Capeks y Rizzos, todos parte del mismo río que corría por el fértil valle.
Recordaba especialmente las vacaciones. La vieja casa de los Sumner era un laberinto lleno de dormitorios, y tenía un ático donde había colchones de pared a pared y jergones para los niños, con un enorme ventilador en la ventana que daba al oeste. Siempre había alguien que venía a comprobar que no se habían ahogado todos en el ático. Se suponía que los mayorcitos debían vigilar a los más pequeños, pero lo que hacían, en realidad, era asustarlos, noche tras noche, con cuentos de fantasmas. Eventualmente el nivel de ruido aumentaba tanto que se hacía necesaria la intervención de un adulto. El tío Ron subía pesadamente las escaleras y había corridas, risitas ahogadas y gritos amortiguados hasta que cada uno encontraba una cama, de modo que cuando encendía la luz del vestíbulo que iluminaba un poco el ático, todos los niños parecían dormir. Se quedaba un momento en la puerta, luego la cerraba, apagaba la luz y volvía a bajar la escalera, aparentemente sordo a la renovada diversión que dejaba tras de sí.
Cuando subía la tía Claudia, era como una aparición. En un momento volaban las almohadas, alguien lloraba, otro trataba de leer a la luz de una linterna, varios de los chicos jugaban a las cartas a la luz de otra linterna, las chicas estaban agrupadas, susurrando lo que debían de ser secretos deliciosos, juzgando por la forma en que se sonrojaban y parecían dispersarse si un adulto se les acercaba súbitamente; y entonces la puerta se abría con un chasquido, la luz iluminaba el desorden y ella estaba allí, de pie. Tía Claudia era muy alta y delgada, su nariz era demasiado grande y estaba permanentemente bronceada, de un color cuero viejo. Se quedaba allí de pie, inmóvil y terrible, y los chicos se deslizaban hacia sus camas, sin hacer el menor ruido. Ella no se movía hasta que todos volvían a su correspondiente sitio, y luego cerraba la puerta sin hacer ruido. El silencio se prolongaba. Quienes estaban más cerca de la puerta aguantaban la respiración, tratando de oír la suya, del otro lado. Eventualmente, alguien juntaba el valor suficiente para abrir apenas la puerta, y si de verdad se había marchado, la fiesta continuaba.
Los olores de las vacaciones estaban grabados en la memoria de David. Todos los olores habituales: tartas de fruta y pavos, el vinagre que se mezclaba a los colores para teñir los huevos, las verduras y el humo denso y cremoso de las velas de cera de mirto. Pero su recuerdo más vivido era el olor de la pólvora que todos llevaban a la reunión del Cuatro de Julio. El olor, que impregnaba sus cabellos y su ropa, duraba días y días en sus manos. Sus manos estaban manchadas de rojo violáceo, porque habían recogido zarzamoras y el color y el olor eran una de las imágenes indelebles de su infancia. Y mezclado con ella, estaba el olor del azufre, con el que se los espolvoreaba generosamente para confundir a los insectos.
Si no hubiese sido por Celia, su infancia habría sido perfecta. Celia era su prima, la hija de la hermana de su madre. Era un año menor que David y, de lejos, la más bonita de todas sus primas. Cuando eran pequeños se prometieron casarse algún día, y cuando crecieron y fue muy claro que en esa familia los primos no podían casarse entre sí, se convirtieron en enemigos implacables. El no sabía como se lo habían dicho. Estaba seguro de que nunca nadie lo había dicho con palabras, pero lo sabían. Cuando no podían evitarse mutuamente, peleaban. Ella lo empujó desde el granero rompiéndole un brazo, cuando tenía quince años, y cuando tuvo dieciséis lucharon desde la puerta posterior de la granja de los Wiston hasta la cerca, a cincuenta o sesenta metros de distancia. Se arrancaron mutuamente la ropa y él sangraba por los arañazos de ella en la espalda, y ella porque se había herido un hombro contra una piedra. Entonces, de algún modo, en aquel frenesí de rodar y golpearse, su mejilla se apoyó en el pecho descubierto de ella y dejó de luchar. De pronto, se transformó en un idiota incoherente que se derretía y sollozaba, y ella lo golpeó en la cabeza con una piedra y terminó la lucha.
Hasta ese momento, la batalla había tenido lugar en un silencio casi total, interrumpido sólo por jadeos y un lenguaje susurrado que hubiese chocado a sus padres. Pero cuando ella lo golpeó y él quedó fláccido, no inconsciente sino aturdido, despreocupado, inerte, ella gritó, abandonándose al terror y la angustia. La familia salió precipitadamente de la casa y su primera impresión debió de ser que él la había violado. Su padre lo metió en el granero, presumiblemente para darle una paliza. Pero, una vez en el granero, su padre, cinturón en mano, lo miró con una expresión que era furiosa y extrañamente simpática. No tocó a David, y sólo cuando se dio la vuelta y se fue, David notó que aún estaba llorando.
En la familia había granjeros, unos pocos abogados, dos médicos, aseguradores, banqueros, molineros, ferreteros y otros comerciantes. El padre de David era el propietario de unos grandes almacenes que abastecían a la clientela de clase media alta del valle. El valle era rico, las granjas grandes y fértiles. David siempre supuso que la familia, con la excepción de algunas ovejas negras, era bastante rica. Entre todos sus parientes, su favorito era Walt, el hermano de su padre. Todos lo llamaban doctor Walt, en vez de tío. Jugaba con los niños y les enseñaba cosas adultas, como dónde golpear cuando te lo propones realmente y dónde no golpear durante una lucha amistosa. Parecía saber cuándo debía dejar de tratarlos como a niños mucho antes que cualquier otro miembro de la familia. El doctor Walt era la razón de que David hubiese decidido, muy pronto, ser un científico.
David tenía diecisiete años cuando fue a Harvard. Su cumpleaños era en septiembre y no volvió a casa. Cuando fue, para el Día de Acción de Gracias, y el clan se hubo reunido, el abuelo Sumner sirvió los martinis rituales de antes de la cena y le dio uno. Y el tío Warner le preguntó: