—Pueden intentar entrar en el laboratorio —continuó Walt—. Dios sabe qué pueden decidir.
David no se movió y siguió contemplando el cielo hosco.
— ¡Mierda! ¡Date la vuelta y escúchame, pedazo de estúpido! ¿Crees que voy a permitir que todo este trabajo, todos estos planes, se destruyan por un acto irracional? ¿Piensas que no mataría a quien intentara detenerlo ahora? —Walt se había puesto en pie de un salto, tiró de David y gritó en su cara—: ¿Crees que voy a dejar que te sientes ahí y te mueras? Hoy no, David. Todavía no. No me importa lo que decidas la semana próxima, pero hoy te necesito y, ¡por Dios que estarás allí!
—No me interesa —dijo David en voz baja.
— ¡Te va a interesar! Porque esos bebés van a salir de esas bolsas y esos bebés son la única esperanza que tenemos, y lo sabes. Nuestros genes, los tuyos, los míos, los de Celia, esos genes son lo único que hay entre nosotros y la nada. Y no lo permitiré, David. ¡Me niego!
David sólo sentía una enorme fatiga.
—Estamos todos muertos. Hoy o mañana. ¿Para qué prolongarlo? El precio es demasiado alto, para añadir un par de años.
— ¡Ningún precio es demasiado alto!
Lentamente, la cara de Walt se volvió nítida. Estaba blanco, sus labios pálidos, sus ojos hundidos. En su mejilla había un tic que David no había visto antes.
— ¿Por qué ahora? —preguntó—. ¿Por qué cambiar los planes y decirlo ahora, si falta mucho tiempo?
—Porque no falta tanto tiempo. —Walt se restregó los ojos con fuerza—. Algo va mal, David. No sé qué es. Hay algo que no funciona. Creo que vamos a encontrarnos con las manos llenas de prematuros.
A pesar de sí mismo, David hizo unos cálculos rápidos.
—Van veintiséis semanas —dijo—. No podremos controlar a tantos niños prematuros.
—Lo sé —dijo Walt, sentándose nuevamente, echando la cabeza hacia atrás y cerrando los ojos—. Pero no podemos elegir. Ayer perdimos uno. Hoy, tres. Tenemos que sacarlos y tratarlos como a prematuros.
Lentamente, David asintió.
— ¿A cuáles? —preguntó, pero lo sabía. Walt le dijo los nombres y volvió a asentir. Ya sabía que no eran los suyos, ni los de Walt, ni los de Celia—. ¿Cuáles?
—Tengo que dormir —dijo Walt—. Luego habrá una reunión; está convocada para las siete. Y después de eso prepararemos una sala para un montón de prematuros. En cuanto estemos listos, comenzaremos a sacarlos. Eso será por la mañana. Necesitaremos enfermeras, media docena, más, si es posible. Sara dice que Margaret servirá. No lo sé.
David tampoco lo sabía. El hijo de Margaret, de cuatro años, había sido uno de los primeros en morir de la peste, y había dado a luz un hijo muerto. Pero confiaba en la opinión de Sara.
— ¿Crees que entre ellas podrán conseguir más, enseñarles lo que tienen que hacer, vigilar que lo hagan bien?
Walt murmuró algo y una de sus manos cayó desde el apoyabrazos. Se enderezó bruscamente.
—De acuerdo, Walt, métete en mi cama —dijo David, casi resentido—. Bajaré al laboratorio y organizaré todo. Vendré a buscarte a las seis y media.
Walt no protestó y se dejó caer en la cama sin quitarse ni los zapatos. David se los quitó. Los calcetines de Walt tenían más agujeros que otra cosa, pero probablemente mantenían abrigados sus tobillos. David se los dejó, lo cubrió con una manta y bajó al laboratorio.
La cafetería del hospital estaba repleta cuando, a las siete, Walt se puso de pie para hacer su anuncio. Primero hizo que Avery Handley leyera su diario acerca de los cada vez menores contactos radiofónicos, con las consiguientes historias de peste, hambrunas, enfermedades, abortos espontáneos y esterilidad. Era lo mismo en todas partes. Escuchaban con apatía; ya no les interesaba lo que sucediera en cualquier parte del mundo que no fuera su pequeña parcela. Avery terminó y volvió a sentarse.
Walt parecía pequeño, pensó David sorprendido. Siempre lo había considerado un hombre robusto, pero no lo era. Medía menos de un metro ochenta y ahora estaba muy delgado y endurecido, como un gallo de pelea carente de todo exceso de peso, sin más que lo esencial para llevar adelante la lucha. Walt estudió la asamblea y dijo, deliberadamente:
—En esta habitación no hay nadie que tenga hambre. La peste se ha acabado. La lluvia está limpiando la radioactividad y tenemos provisiones de alimentos para varios años, aunque esta primavera no pudiéramos sembrar. Tenemos gente capaz de hacer todo lo que queramos hacer. —Hizo una pausa y volvió a mirarlos, de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, tomándose su tiempo. Disponía de toda su atención—. Lo que no tenemos es una mujer que pueda concebir un niño, ni un hombre que pudiera fecundarla, si existiera.
Hubo una ola de movimientos, como un suspiro colectivo, pero nadie habló. Walt dijo:
—Sabéis cómo estamos obteniendo la carne. Sabéis que el ganado es bueno, que los pollos son buenos. Mañana, señoras y señores, tendremos nuestros bebés, obtenidos de la misma forma.
Hubo un momento de silencio total, de inmovilidad; después empezó el escándalo. Clarence se puso de pie de un salto, gritando a Walt. Vernon se esforzó por llegar al frente de la habitación, pero había demasiada gente entre él y Walt. Una de las mujeres tiró del brazo de Walt, casi arrastrándolo, gritando en su cara. Walt se escurrió y trepó sobre una mesa.
— ¡Basta ya! Voy a responder a todas las preguntas, pero así no oigo a nadie.
Durante las tres horas siguientes preguntaron, discutieron, rezaron, formaron alianzas, las reorganizaron a medida que surgían discrepancias en los grupos pequeños. A las diez, Walt volvió a ocupar su sitio en la mesa y gritó:
—Suspenderemos la discusión hasta mañana a las siete de la tarde. Ahora se servirá café y creo que tenemos pastel y bocadillos.
Saltó de la mesa y se marchó, antes de que nadie pudiera alcanzarlo. Junto con David fue a toda prisa hacia la entrada de la cueva, cerrando con llave después de entrar.
—Clarence estuvo horrible… —murmuró Walt—. Hijo de perra.
El padre de David, Walt y Clarence eran hermanos, se recordó David, pero no podía menos que considerar a Clarence como un extraño, un extraño con un gran vientre y un montón de dinero que esperaba una instantánea obediencia de todo el mundo.
—Podrían organizarse —dijo Walt, después de un momento—. Podrían formar un comité para protestar por este hecho diabólico. Tenemos que estar listos.
David asintió. Habían planeado demorar la reunión hasta tener bebés vivos, bebés humanos que rieran e hicieran regüeldos, y bebieran hambrientos de sus biberones. En cambio, tendrían una sala llena de prematuros no muy hechos, ciertamente no muy humanos de aspecto, sin más atractivo que un ternero prematuro.
Trabajaron toda la noche preparando la sala. Sara había enrolado a Margaret, Hilda, Lucy y a media docena de mujeres más, todas con bata y máscara profesional. Una de ellas dejó caer una vasija y las otras tres gritaron al unísono. David maldijo, pero para sus adentros. Todo iría bien cuando tuvieran a los bebes, se dijo.
Los nacimientos incruentos comenzaron a las seis menos cuarto, y a las doce y media tenían veinticinco niños. Cuatro murieron durante la primera hora, otro tres horas después y el resto prosperó. El único bebé que quedó en los tanques era el feto que sería Celia, nueve semanas más joven que los demás.
El primer visitante que entró en la sala fue Clarence, y después de eso no se habló más de destruir a los monstruos inhumanos.
Hubo una fiesta para celebrarlo y se sugirieron nombres y hubo una lotería para elegir once nombres femeninos y diez masculinos. En el libro de registro los niños figuraban como la generación R-1: Repoblación 1. Pero en la cabeza de David y en la de Walt los niños eran W-1, D-1 y, pronto, C-1…