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Los dos D mayores se dirigieron al laboratorio después de la clase y David los siguió. Hablaban muy seriamente hasta que se acercó a ellos. Trabajó silenciosamente en el laboratorio durante quince minutos y se marchó. Se detuvo al otro lado de la puerta y una vez más oyó el murmullo de voces tranquilas. Enfadado, se alejó por el corredor.

En la oficina de Walt, se desahogó:

—Están planeando algo, ¡maldita sea! ¡Lo huelo!

Walt lo miró pensativo y neutral. David se sentía indefenso frente a él. No podía decir nada concreto, no había nada que tuviese un significado especial, pero sus sensaciones, su intuición, no lograban tranquilizarse.

—De acuerdo —dijo David, casi desesperado—. Mira cómo tomaron los resultados de los tests. ¿Por qué no están celosos de los otros chicos? ¿Por qué las chicas no se ofrecen a los dos sementales?

Walt meneó la cabeza.

—Ya ni sé qué están haciendo en el laboratorio —dijo David—. Y Harry ha sido relegado a cuidador del ganado. Se están haciendo cargo de todo.

—Sabíamos que un día iba a suceder —le recordó gentilmente Walt.

—Pero sólo hay diecisiete Cincos. Dieciocho Cuatros. De todos ellos, puede ser que haya seis o siete fértiles. Con una esperanza de vida decreciente. Con una posibilidad de anormalidades creciente. ¿No lo saben?

—David, cálmate. Saben todo eso. Lo están viviendo. Créeme, lo saben. —Walt se puso en pie y rodeó los hombros de David con el brazo—. Lo hicimos, David. Hicimos que sucediera. Aunque ahora sólo haya tres chicos fértiles, podrían tener hasta treinta bebés, David. Y en la próxima generación habrá más fértiles. Lo hicimos, David. Que sigan ellos, si quieren.

A finales de verano, dos de las chicas Cuatro estaban embarazadas. Hubo una fiesta en el valle, tan frenética como cualquier Cuatro de Julio que recordaran los Mayores.

Las manzanas estaban madurando en los árboles cuando Walt se sintió demasiado enfermo para dejar su dormitorio. Dos chicas más estaban embarazadas; una de ellas era Cinco. Cada día, David pasaba varias horas con Walt; ya no quería trabajar en el laboratorio y se sentía un extraño en las clases, donde los Unos se hacían cargo gradualmente de la enseñanza.

—Quizá tengas que hacer de partero esta primavera —dijo Walt, sonriendo—. Podrías dar unas clases sobre la técnica del parto. Walt-3 está a punto, creo.

—Saldremos del paso —dijo David—. No te preocupes. Supongo que estarás allí.

—Quizá. Quizá —Walt cerró los ojos un momento y, sin abrirlos, dijo—: Tenías razón, David. Planean algo.

David se inclinó e, inconscientemente, bajó la voz.

— ¿Qué sabes?

Walt lo miró y meneó ligeramente la cabeza.

—Más o menos lo mismo que tú cuando me hablaste a principios de verano. No más que eso. David, averigua qué están haciendo en el laboratorio. Y averigua qué piensan de las chicas embarazadas. Esas dos cosas. Y pronto. —Volviéndole la espalda, agregó—: Harry me dice que han inventado una nueva suspensión de inmersión que hace innecesarias las placentas artificiales. Están agregando todas las que pueden.

Suspiró.

—Harry se ha derrumbado, David. Chiflado, o senil. W-1 no puede hacer nada por él.

David se puso en pie, pero vaciló.

—Walt, creo que ya es hora de que me lo digas. ¿Qué es lo que tienes?

—Vete a la porra —dijo Walt, pero el timbre de su voz había desaparecido; la fuerza que tendría que haber empujado a David hasta la puerta, no estaba allí. Por un momento, Walt pareció desvalido y vulnerable, pero cerró los ojos deliberadamente y esta vez su voz se convirtió en un gruñido.

—Vete. Estoy cansado. Tengo que descansar.

David anduvo largo rato por la orilla del río. Hacía semanas, meses quizá, que no iba al laboratorio. Ya no lo necesitaban en el laboratorio. Sentía que molestaba. Se sentó en un tronco y trató de imaginar qué pensaban de las chicas embarazadas. Las reverenciarían. Las portadoras de la vida, tan pocas entre tantos. ¿Temería Walt que surgiera una especie de matriarcado? Podía ser. Lo habían discutido años atrás y lo habían descartado, como algo que no podrían controlar. Podría surgir una nueva religión, pero aun si los Mayores supieran que eso sucedía, ¿qué podrían hacer? ¿Qué debían hacer? Tiró ramitas a las aguas tranquilas, que se movían sin hacer una onda, enteras, en esa noche fría y calma, y supo que no le importaba.

Cansado, se puso de pie y echó a andar nuevamente, sintiendo mucho frío. Los inviernos eran cada vez más fríos, empezaban antes y duraban más, con más nevadas de las que recordaba en su infancia. En cuanto el hombre dejó de lanzar megatoneladas de suciedad a la atmósfera, pensó, la atmósfera había vuelto a ser lo que era antes; tiempo más húmedo en invierno y verano, más estrellas de las que él había visto nunca, y más, parecía, cada noche que la anterior; el cielo de un azul claro e infinito de día y azul negro aterciopelado por la noche, con estrellas brillantes que el hombre moderno no había visto nunca.

Las alas del hospital donde ahora trabajaban W-1 y W-2 estaban brillantemente iluminadas y David se volvió hacia allí. A medida que se acercaba al hospital apretó el paso; había demasiadas luces y veía gente moviéndose por las ventanas, demasiada gente, Mayores.

Margaret lo recibió en el vestíbulo. Lloraba en silencio, sin notar las lágrimas que corrían erráticamente por sus mejillas. Todavía no tenía cincuenta años, pero parecía más vieja; parecía Mayor, pensó David. ¿Por qué habrían empezado a designarse así? ¿Sería porque tenían que diferenciarse de algún modo y ninguno de ellos se había permitido llamar a los otros por su verdadero nombre? ¡Clones!, se dijo con vehemencia. ¡Clones! No completamente humanos… ¡“Clones”!

— ¿Qué sucede, Margaret? —Ella le apretaba el brazo pero no podía hablar, y él miró por encima de su cabeza a Warren, que estaba muy pálido y temblaba—. ¿Qué sucede?

—Un accidente en el molino. Jeremy y Eddie han muerto. Un par de chicos están heridos. No sé si graves. Están allí —señaló hacia la zona del quirófano—. Dejaron a Clarence. Se marcharon y lo dejaron. Lo subimos, pero… no sé. Lo dejaron allí y trajeron a los suyos.

David corrió por el vestíbulo hasta la sala de urgencias. Sara atendía a Clarence mientras algunos Mayores se desplazaban hacia adelante y hacia atrás para no incomodarla.

David suspiró aliviado; Sara había trabajado muchos años con Walt, era lo mejor a falta de un médico. Se quitó la chaqueta y se acercó a ella.

— ¿Qué puedo hacer?

—Es su espalda —dijo ella entre dientes. Estaba muy pálida, pero sus manos eran finas mientras limpiaba una larga herida en el costado de Clarence y colocaba una compresa—. Esto necesita unas puntadas. Pero temo que sea la columna.

— ¿Rota?

—Creo que sí. Heridas internas.

— ¿Dónde diablos están W-1 y W-2?

—Con los suyos. Tienen dos heridos, creo. —Puso la mano sobre la compresa—. Sujétala fuerte un momento.

Apoyó el estetoscopio sobre el pecho de Clarence, observó sus ojos y finalmente se enderezó y dijo:

—No puedo hacer nada por él.

—Cóselo. Voy a buscar a W-1. —David atravesó el vestíbulo, sin ver a ninguno de los Mayores que se hacían a un lado abriéndole paso. En la puerta del quirófano fue detenido por tres jóvenes. Vio a un H-3 y dijo: