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—Tenemos a un hombre que está muriendo. ¿Dónde está W-2?

— ¿Quién? —dijo H-3, casi inocentemente.

David no pudo recordar el nombre inmediatamente. Miró fijo al joven y sintió que sus puños se contraían.

—Sabes muy bien a quién me refiero. Necesitamos un médico y vosotros tenéis uno o dos. Voy a sacar a uno.

Sintió un movimiento detrás de él y se volvió para ver a cuatro más que se acercaban, dos chicas, dos chicos. Intercambiables, pensó. No importaba quién hacía qué.

—Dile que lo necesito —dijo ásperamente.

Uno de los recién llegados era un Cl-2, se dio cuenta, y más ásperamente aún, dijo:

—Es Clarence. Sara cree que se ha roto la columna.

Cl-2 no cambió de expresión. Se habían acercado mucho. Lo rodearon y, detrás de él, H-3 dijo:

—En cuanto terminen, se lo diré, David.

Y David supo que no podía hacer nada, absolutamente nada.

CAPITULO VIII

Contempló largamente sus rostros juveniles; tan familiares, recuerdos vivientes, todos ellos, como pasear por su propio pasado, viendo a sus primos, que eran viejos o envejecían, rejuvenecidos, pero rejuvenecidos con alguna carencia. Familiares y extraños, conocidos e imposibles de conocer. La puerta de vaivén se abrió detrás de H-3 y salió W-1 aún con la bata de cirujano y la mascarilla, que colgaba a la altura de su garganta.

—Iré ahora —dijo, y el grupito le abrió paso. No volvió a mirar a David, después de echarle un vistazo.

David lo siguió a la sala de urgencias y observó sus hábiles manos mientras palpaba el cuerpo de Clarence, buscaba reflejos, exploraba la columna vertebral.

—Lo operaré —dijo, con la misma tranquilidad. Ordenó con un gesto a S-1 y W-2 que llevaran a Clarence y se fue.

A la llegada de W-1, Sara se había retirado. Se volvió lentamente y se quitó los guantes que se había puesto para coser la herida de Clarence. Warren observó a los dos jóvenes que cubrieron a Clarence, lo sujetaron a la camilla y lo llevaron por el vestíbulo. Nadie habló mientras Sara empezaba a limpiar metódicamente el equipo de la sala de urgencias. Terminó su tarea y miró desconcertada a su alrededor, buscando algo que hacer.

— ¿Por qué no llevas a Margaret a casa y la acuestas? —sugirió David. Ella lo miró, agradecida, y asintió. Cuando se fue, David se volvió hacia Warren—: Alguien tiene que ocuparse de los cadáveres, lavarlos, prepararlos para el entierro.

—Desde luego, David —dijo Warren con voz triste—. Llamaré a Avery y a Sam. Nos ocuparemos de todo. Iré a buscarlos y lo haremos. Yo… David, ¿qué hemos hecho?

Y su voz, que había estado demasiado ronca, demasiado muerta, se volvió casi estridente:

— ¿Qué son?

— ¿Qué quieres decir?

—Cuando ocurrió el accidente yo había bajado al molino. Estaba charlando con Avery, que estaba terminando. Una parte del piso se hundió, ¿sabes?, la parte vieja donde tendríamos que haber puesto un piso nuevo el año pasado, o el anterior. Cedió. Y súbitamente estaban allí, los chicos, como apariciones. Nadie tuvo tiempo de ir a buscarlos, de llamarlos para que vinieran. Nada, pero allí estaban. Sacaron a los dos suyos y se fueron al hospital a toda velocidad, David. Como apariciones.

Miró a David con expresión de temor, y cuando David simplemente se encogió de hombros, meneó la cabeza y se marchó de la sala de urgencias, echando primero una mirada al vestíbulo, una mirada rápida e involuntaria, como para asegurarse de que lo dejarían salir.

Varios de los Mayores seguían en la sala de espera cuando David fue allí. Lucy y Vernon estaban sentados cerca de la ventana, mirando fijamente la noche oscura. Desde la muerte de la mujer de Clarence, él y Lucy habían vivido juntos, no como marido y mujer, sino por la compañía, porque de niños habían estado muy unidos, como si fueran hermanos, y ahora ambos necesitaban un apoyo. A veces hermana, a veces madre, a veces hija, Lucy se había ocupado de él, había cosido para él, traído y llevado para él, y ahora, si moría, ¿qué iba a hacer?

David se acercó a ella y le cogió una fría mano. Era muy delgada, tenía cabellos castaños que no habían encanecido y ojos azul oscuro que hacía mucho, mucho tiempo, solían brillar de alegría.

—Vete a casa, Lucy. Yo esperaré y en cuanto pueda decirte algo te prometo que iré.

Ella continuó mirándolo. David se volvió y miró a Vernon, sintiéndose indefenso. El hermano de Vernon había muerto en el accidente, pero no tenía nada que decirle, ninguna forma de ayudarlo.

—Déjala —dijo Vernon—. Tiene que esperar.

David se sentó, sosteniendo todavía la mano de Lucy. Después de un momento ella la retiró con suavidad y la apretó ella misma, hasta que sus dos manos quedaron con los nudillos blancos. Ninguno de los jóvenes se acercó a la sala de espera. David se preguntó dónde estarían esperando noticias de los suyos. O quizá no tenían que esperar en ningún lado, quizá simplemente sabían. Trató de alejar esa idea, irritado, sin creer en ella, pero sin poder quitársela de encima. Mucho tiempo después entró W-1 y dijo sin dirigirse a nadie en especiaclass="underline"

—Está descansando. Dormirá hasta mañana por la tarde. Podéis iros a casa.

Lucy se puso en pie.

—Deja que me quede con él. Por si necesita algo, o hay un cambio.

—No estará solo —dijo W-1. Se volvió hacia la puerta, se detuvo, miró hacia atrás y dijo a Vernon—: Lamento lo de tu hermano.

Y se marchó.

Lucy quedó allí, indecisa, hasta que Vernon la tomó del brazo.

—Te acompañaré a casa —dijo, y ella asintió. David los vio marcharse juntos. Apagó la luz de la sala de espera y anduvo lentamente por el vestíbulo, sin un plan definido, sin pensar en irse a casa ni a ningún otro sitio. Se encontró frente a la oficina que usaba W-1 y golpeó suavemente. W-1 abrió la puerta. Parecía cansado, pensó David, y no estuvo seguro de que su sorpresa fuera lógica. Claro que estaba cansado. Tres operaciones. Parecía un Walt joven y fatigado, demasiado tenso para irse a dormir inmediatamente, demasiado cansado para quitarse la tensión andando un rato.

— ¿Puedo entrar? —preguntó David vacilante. W-1 asintió haciéndose a un lado. David entró; nunca había estado en esta oficina.

—Clarence no vivirá —dijo de pronto W-1.

Y su voz, detrás de David porque seguía en la puerta, era tan parecida a la de Walt que David sintió un estremecimiento de algo que podía ser miedo o, más posiblemente, se dijo, simplemente sorpresa.

—Hice lo que pude —dijo W-1. Dio la vuelta a su escritorio y se sentó.

W-1 se mantenía tranquilo, sin ninguno de los tics nerviosos que exhibía Walt, sin tamborilear con los dedos en la mesa, gesto que formaba parte de la conversación de Walt. Tampoco tiraba de sus orejas ni restregaba su nariz. Era un Walt al que le faltaba algo, pensó David. A todos les faltaba algo, tenían una zona muerta. Ahora, con la fatiga reflejada en su cara, W-1 estaba sentado, inmóvil, aguardando pacientemente que David comenzara, de la misma forma que un adulto podía aguardar a que un niño vacilante iniciara una conversación.

— ¿Cómo se enteró tu gente del accidente? —Preguntó David—. Nadie lo sabía.

W-1 se encogió de hombros. Una pregunta tonta, parecía sugerir.

—Lo supimos.

— ¿Qué estáis haciendo ahora en el laboratorio? —preguntó David, y oyó la tensión de su voz. De alguna manera habían hecho que se sintiera un entrometido; su pregunta parecía tonta.

—Perfeccionando los métodos —dijo W-1—. Lo de siempre.

Y algo más, pensó David, pero no insistió.

—El equipo se mantendrá en excelente estado durante años —dijo—. Y los métodos, aunque probablemente no sean los mejores que se puedan imaginar, son bastante eficaces. ¿Por qué interferir ahora, cuando el experimento parece haber dado resultado?