Por un momento le pareció ver un gesto de sorpresa en la cara de W-1, pero desapareció muy rápido y nuevamente la máscara lisa no reveló nada.
— ¿Recuerdas cuando una de vuestras mujeres mató a una de las nuestras, hace mucho, David? Hilda asesinó a la niña que era su semejante. Todos compartimos esa muerte y comprendimos que cada uno de vosotros está solo. No somos como vosotros, David. Creo que lo sabes, pero ahora debes aceptarlo. —Se puso en pie—. Y no volveremos atrás, para ser como vosotros.
David también se levantó y sus piernas estaban flojas.
— ¿Qué quieres decir exactamente?
—La reproducción sexual no es la única respuesta. El hecho de que los organismos superiores la hayan adoptado no significa que sea lo mejor. Cada vez que una especie muere, aparece otra, superior, que la remplaza.
—La clonación es uno de los peores sistemas para una especie superior —dijo lentamente David—. Ahoga la diversidad, lo sabes.
La flojera de sus piernas parecía estar trepando; sus manos comenzaron a temblar. Aferró el borde del escritorio.
—Eso, suponiendo que la diversidad sea beneficiosa; quizá no lo sea —dijo W-1—. Vosotros pagáis un precio muy alto por la individualidad.
—Pero están la decadencia y la extinción —dijo David—. ¿Habéis solucionado eso?
Quería terminar esta conversación, alejarse de esa oficina estéril y de la cara suave e impenetrable con ojos penetrantes que parecían saber lo que sentía.
—Todavía no —dijo W-1—. Pero tenemos a los miembros fértiles; podemos utilizarlos mientras tanto.
Fue hacia la puerta.
—Tengo que ir a ver a mis pacientes —dijo, sosteniendo la puerta para que David pasara.
—Antes de que me vaya —dijo David—, ¿podrías decirme qué es lo que tiene Walt?
— ¿No lo sabes? —W-1 meneó la cabeza—. Siempre olvido que no os decís las cosas. Tiene cáncer. Inoperable. Varias metástasis. Se está muriendo, David; creí que lo sabías.
David anduvo sin saber por dónde durante una hora o más, y finalmente se encontró en su habitación, exhausto pero sin ganas de acostarse. Se sentó junto a la ventana hasta el amanecer, y entonces fue a la habitación de Walt. Cuando Walt despertó, le contó lo que W-1 le había dicho.
—Usarán a los fértiles sólo para aumentar sus reservas de clones —dijo—. Los humanos serán parias entre ellos. Destruirán lo que creamos con tanto trabajo.
—No los dejes, David. ¡Por el amor de Dios, no los dejes! —Walt tenía mal color y estaba demasiado débil para sentarse.
—Vlasic está loco, no nos ayudará. Tendrás que detenerlos de algún modo. —Amargamente, dijo—: Quieren tomar el camino más fácil, rendirse, ahora que sabemos que todo funcionará.
David no sabía si se alegraba o no de haberle contado todo a Walt. No más secretos, pensó. Nunca más.
—Los detendré como sea —dijo—. No sé cómo ni cuándo. Pero pronto.
Un Cuatro trajo el desayuno de Walt, y David volvió a su cuarto. Descansó y durmió intranquilo durante unas horas; luego se duchó y fue hasta la entrada de la cueva, donde fue detenido por un Dos.
—Lo siento, David —dijo—. Jonathan dice que necesitas un descanso y que no debes trabajar.
Sin responder, David se volvió y se fue. Jonathan. W-1. Si habían decidido impedirle entrar en el laboratorio, podían hacerlo. El y Walt lo habían planeado así; era inexpugnable. Pensó en los Mayores; eran cuarenta y cuatro ahora y dos de ellos estaban muriendo. Otro, estaba loco. Cuarenta y uno, entonces; veintinueve mujeres. Once hombres sanos. Noventa y cuatro clones.
Aguardó durante muchos días la aparición de Harry Vlasic, pero hacía semanas que nadie lo veía, y Vernon suponía que estaba viviendo en el laboratorio. Comía siempre allí. David abandonó eso, buscó a D-1 en el comedor y se ofreció a trabajar en el laboratorio.
—Me aburro si no hago nada —dijo—. Estoy habituado a trabajar dos o más horas diarias.
—Tendríais que descansar ahora que hay otros que pueden quitarte la carga de los hombros —dijo D-1 en tono agradable—. No te preocupes por el trabajo, David. Todo va muy bien.
Se alejó y David lo tomó de un brazo.
— ¿Por qué no me dejáis entrar? ¿No conocéis el valor de una opinión objetiva?
D-1 se alejó de él y sonriendo aún dijo:
—Tú quieres destruirlo todo, David. En nombre de la humanidad, por supuesto. Pero de todos modos no podemos permitirlo.
David lo soltó y miró como el joven que podría haber sido él mismo se acercaba a las mesas y comenzaba a poner platos en su bandeja.
—Tengo un plan —mintió a Walt, como haría una y otra vez en las semanas siguientes. Cada día Walt estaba más débil y sufría mucho.
El padre de David pasaba la mayor parte de su tiempo con Walt. Tenía los cabellos grises y estaba viejo, pero gozaba de buena salud física. Hablaba de su infancia, de la próxima temporada de caza, de la recesión que quizá mermara su capital, de su esposa, muerta quince años antes. Se sentía alegre y feliz y Walt parecía desear su presencia.
En marzo, W-1 envió por David. Estaba en su oficina.
—Se trata de Walt —dijo—. No deberíamos dejarlo sufrir. No ha hecho nada para merecer esto.
—Está tratando de durar hasta que las chicas tengan sus bebés —dijo David—. Quiere saber.
—Pero eso ya no importa —dijo W-1, paciente—. Y mientras tanto, sufre.
David lo miró con odio y supo que no podía tomar esa decisión.
W-1 lo observó unos momentos y después dijo:
—Nosotros decidiremos.
A la mañana siguiente se descubrió que Walt había muerto mientras dormía.
CAPITULO IX
Era el tiempo del verdor; los sauces fueron los primeros en mostrar nebulosas manchas de verde en sus graciosas ramas. Las forsitias y otros arbustos estaban en flor; amarillos y escarlatas brillantes contra el paisaje gris. El río estaba crecido a causa del deshielo en el norte y las fuertes lluvias de marzo, pero era una crecida razonable, no peligrosa, no amenazadora este año. Los días tenían una fragancia que había faltado desde septiembre; el aire era suave y olía a madera húmeda y tierra fértil. David se sentó en la ladera que miraba a la granja y contó los signos de la primavera. Había terneros en el campo y tenían el aspecto que habían tenido siempre los terneros en primavera: patas flacas, torpes, ligeramente estúpidos. Los campos no habían sido sembrados todavía, pero la huerta estaba verde: lechugas pálidas, coles rizadas azul-verde, brotes verdes de cebollas, coles verde oscuro. El ala más nueva del hospital, aún sin pintar, tosca si se la comparaba con los edificios de ladrillo terminados, ya estaba en uso y hasta podía ver a algunos de los jóvenes estudiantes por las ventanas. Tenían los mejores profesores, ellos mismos, y los mejores estudiantes. Aprendían asombrosamente bien unos de otros, mejor que antes.
Salían de la escuela en grupos a juego: cuatro de éstos, tres de aquéllos, dos de los otros. Buscó y encontró tres Celias. Ya no podía distinguirlas: ahora todas habían crecido y eran idénticas. Las miró sin sentimiento ni deseo; no sentía odio ni amor. Desaparecieron en el granero y miró por encima de la granja a las colinas que estaban al otro lado del valle. Las sierras estaban brumosas y no tenían bordes ásperos.
Parecían suaves y acogedoras. Pronto, pensó. Pronto. Antes de que florezcan los cornejos.
Hubo otra fiesta la noche en que nació el primer niño. Los mayores hablaban entre sí, reían de sus propios chistes, bebían vino. Los clones los dejaron solos y festejaron al otro lado de la habitación. Cuando Vernon comenzó a tocar la guitarra y empezó el baile, David salió disimuladamente. Se paseó por los jardines del hospital durante unos minutos, como si no supiera qué hacer, y después, cuando estuvo seguro de que nadie lo había seguido, echó a correr en dirección al molino y el generador. Seis horas, pensó. Seis horas sin electricidad destruirían todo lo que había en el laboratorio.