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— ¿Qué crees que deberíamos hacer con Bobbie?

Había llegado a ese límite misterioso, que nunca está tan bien delineado como para que se lo reconozca por anticipado. Bebió su martini, que no le gustó mucho, y supo que la infancia había terminado, y sintió una profunda tristeza y soledad.

La Navidad en la que David tenía veintitrés años parecía desenfocada. El argumento era el mismo; el ático lleno de niños, el aroma de la comida, la nieve en polvo, nada de eso había cambiado; pero él veía todo desde un nuevo ángulo y ya no era el país de las maravillas que había sido. Cuando sus padres volvieron a casa, él se quedó en la granja de los Wiston un día o dos, esperando la llegada de Celia. Se había perdido la fiesta de la Navidad, preparándose para su viaje al Brasil, pero vendría, aseguró su madre a la abuela Wiston, y David la aguardaba, no contento, no esperando ninguna gratificación, sino con una furia creciente que lo obligaba a recorrer la vieja casa dando zancadas, como un niño que ha sido castigado por una falta ajena.

Cuando ella llegó a casa y la vio junto a su madre y su abuela, su cólera se desvaneció. Era como ver a Celia en una distorsión temporal, como era o sería, o había sido. Sus cabellos claros no cambiarían mucho, pero sus huesos se volverían más prominentes y la casi vaciedad de su rostro llevaría escrito un mensaje de preocupación, de amor, de generosidad, de ser sobre todo ella misma, de una fuerza insospechada en su cuerpo frágil. La abuela Wiston era una bellísima anciana, pensó maravillado, asombrado por no haber visto nunca esa belleza. La madre de Celia era más bella que la chica. Y vio el parecido del trío con su propia madre. Sin palabras, derrotado, se volvió, fue hacia el fondo de la casa y se puso una de las chaquetas de abrigo de su abuelo, porque no quería verla para nada y su propio abrigo estaba en el armario del vestíbulo, demasiado cerca del lugar donde ella se encontraba.

Anduvo mucho rato en la tarde helada, viendo muy poco y sacudiéndose de tanto en tanto cuando se apercibía de que el frío estaba entrando en sus zapatos o insensibilizando sus orejas. Y descubrió que estaba subiendo la cuesta que llevaba al antiguo bosque, donde su abuelo lo había llevado una vez, hacía mucho. Trepó y entró en calor, y al atardecer estaba bajo las ramas del grupo de árboles que había estado allí desde el principio del tiempo. Ellos, u otros idénticos a ellos. Aguardando. Aguardando eternamente el día en que empezarían a subir otra vez por la escala de la evolución. Aquí estaban las reliquias que su abuelo le había enseñado. Aquí estaba el macizo de campánulas que había crecido hasta transformarse en un árbol enorme, pero que en las zonas bajas seguía siendo un arbusto. Aquí el tilo blanco crecía junto a la cicuta y el nogal de nueces amargas y las hayas y los castaños de indias unían sus brazos.

—David. —Se detuvo y prestó atención, seguro de haberlo imaginado, pero el llamado llegó otra vez—. David, ¿estás ahí?

Se volvió y vio a Celia entre los enormes troncos. Sus mejillas estaban muy rojas, a causa del frío y el esfuerzo de la ascensión; sus ojos eran exactamente del mismo azul que la bufanda que llevaba. Se detuvo a dos metros de él y abrió la boca para decir algo, pero no lo hizo. En cambio, se quitó un guante y tocó el suave tronco de un haya.

—El abuelo Wiston también me trajo aquí, cuando yo tenía doce años. Para él era muy importante que entendiéramos este sitio.

David asintió.

Entonces ella le miró.

— ¿Por qué te marchaste así? Todos creen que vamos a volver a pelear.

—Podríamos —dijo él.

Ella sonrió.

—No creo. Nunca más. David, por favor, hazle entender a mamá. Tú entiendes que tengo que ir, que tengo que hacer algo, ¿verdad? Ella cree que eres muy inteligente. Te escuchará.

El rió.

—Creen que soy inteligente como un cachorro.

Celia meneó la cabeza.

—A ti te escucharán. Me tratan como a una niña, y siempre lo harán.

David meneó la cabeza sonriendo, pero volvió a ponerse serio rápidamente. Dijo:

— ¿Por qué te vas, Celia? ¿Qué estás tratando de probar?

—Maldita sea, David. Si tú no entiendes, ¿quién lo hará? —Respiró hondo y dijo—: Oye, lees los periódicos, ¿no? La gente está muriendo de hambre en América del Sur. La mayor parte de América del Sur pasará hambre antes de que termine esta década, si no se les ayuda inmediatamente. Y nadie ha hecho una verdadera investigación acerca de los métodos de labranza en el trópico. Es todo suelo laterítico y allá nadie lo entiende. Van y queman los árboles y los matorrales, y dos o tres años más tarde tienen una llanura calcinada por el sol, dura como el hierro. De acuerdo, mandan a algunos de sus estudiantes más inteligentes aquí, para que aprendan métodos modernos, pero van a Iowa, o a Kansas, o a Minnesota o a algún otro lugar tonto, como ésos, y aprenden métodos de cultivo adecuados para climas templados, no para el trópico. Bueno, nosotros nos especializamos en cultivos tropicales y vamos a dar clases allí, en el campo. Para eso he estudiado. Y este proyecto me valdrá el doctorado.

Los Wiston eran granjeros, siempre habían sido granjeros.

—Custodios de la tierra —había dicho una vez el abuelo Wiston—. Custodios, no propietarios.

Celia se agachó y movió las hojas muertas y el barro del suelo, y se levantó con la mano llena de mugre.

—El hambre está aumentando. Necesitan mucho. ¡Y yo tengo tanto que dar! ¿No puedes entenderlo? —gritó. Cerró la mano con fuerza, apretando la mugre hasta que formó una bola, que volvió a deshacerse cuando abrió el puño, y la tocó con el índice. La dejó caer y empujó cuidadosamente la cubierta protectora de hojas sobre el lugar que había quedado desnudo.

—Me seguiste para despedirte, ¿no? —dijo David de pronto, con voz áspera—. Esta vez es adiós en serio…

El la miró y ella asintió.

— ¿Hay alguien en tu grupo?

—No estoy segura, David. Quizá. —Bajó la cabeza y comenzó a ponerse el guante nuevamente—. Creía estar segura. Pero cuando te vi en el vestíbulo y vi la expresión de tu cara… me di cuenta de que, en realidad, no lo sé.

— ¡Celia, escúchame! ¡No existen defectos hereditarios que puedan surgir! ¡Tú lo sabes, maldita sea! Si los hubiera, simplemente no tendríamos hijos, pero no hay razón para ello. Lo sabes, ¿verdad?

—Lo sé —dijo ella, asintiendo.

— ¡Por el amor de Dios! Ven conmigo, Celia. No tenemos por qué casarnos inmediatamente, los dejaremos que se acostumbren a la idea. Siempre lo hacen. Tenemos una familia fuerte pero flexible, Celia. Te quiero.

Ella volvió la cabeza y él vio que estaba llorando. Se secó las mejillas con el guante y luego con la mano desnuda, dejando manchas de suciedad. David se le acercó, la abrazó y besó sus lágrimas, sus mejillas, sus labios. Y seguía diciendo:

—Te quiero, Celia.

Finalmente ella se separó y comenzó a bajar por la cuesta; David la seguía.

—Ahora no puedo decidir nada. No es justo. Tendría que haberme quedado en la casa. No tendría que haberte seguido hasta aquí, David. Me he comprometido a partir dentro de dos días. No puedo decir que he cambiado de idea. Es importante para mí. Y para la gente de allá. No puedo decidir de golpe que no voy. Tú fuiste un año a Oxford. Yo también tengo algo que hacer.

El la cogió del brazo y le impidió seguir avanzando.

—Dime sólo que me quieres. Dilo, aunque sea una vez, dilo.

—Te quiero —dijo ella lentamente.

— ¿Cuánto tiempo estarás allá?

—Tres años. Firmé un contrato.

El la miró, incrédulo.