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— ¡Cámbialo! Hazlo de un año. Entonces ya habré terminado en la Universidad. Puedes enseñar aquí. Que sus estudiantes inteligentes vengan a ti.

—Tenemos que volver, o enviarán una expedición de rescate —dijo ella, y después murmuró—: Trataré de cambiarlo. Si puedo.

Dos días después, se marchó.

David pasó la Nochevieja en la granja Sumner con sus padres y una horda de tías, tíos y primos. El día de año nuevo, el abuelo Sumner dio una noticia.

—Vamos a construir un hospital en el arroyo Bear, a este lado del molino.

David parpadeó. Eso estaba a un kilómetro y medio de la granja, a muchos kilómetros de cualquier cosa.

— ¿Un hospital? —miró a su tío Walt, que asintió.

Clarence estudiaba su ponche con expresión agria y el padre de David, el tercer hermano, observaba el humo que salía de su pipa. Todos lo sabían, comprendió David.

— ¿Por qué aquí? —preguntó por último.

—Va a ser un hospital de investigación —dijo Walt—. Enfermedades genéticas, defectos hereditarios, esas cosas. Doscientas camas.

David meneó la cabeza, incrédulo.

— ¿Tenéis una idea de lo que costaría una cosa así? ¿Quién va a financiarlo?

Su abuelo rió malévolo.

—El senador Burke ha tenido la gentileza de proporcionarnos fondos federales —dijo, y su voz se volvió más cáustica—. Y yo convencí a algunos miembros de la familia para que pusieran algo más en la hucha.

David echó una mirada a Clarence, que parecía sufrir.

—Yo donaré el terreno —continuó el abuelo—. De modo que tenemos apoyos, aquí y allá.

—Pero ¿por qué lo hizo Burke? Nunca en su vida has votado por él.

—Le dijimos que desenterraríamos un montón de cosas que hemos estado ocultando, que apoyaríamos a la oposición. Aunque fuera un babuino lo apoyaríamos, y la familia ha crecido mucho últimamente, David. Es una familia muy grande.

—Bueno, os felicito —dijo David, que aún no se lo creía del todo—. ¿Dejarás tu consultorio para dedicarte a la investigación? —preguntó a Walt. Su tío asintió. David vació su vaso de ponche.

—David —dijo Walt en voz baja—. Queremos contratarte.

— ¿Por qué? No me dedico a la investigación médica —dijo, levantando los ojos.

—Ya sé cuál es tu especialidad —dijo Walt, siempre en voz muy baja—. Te queremos como consultor y, después, como jefe de un departamento de investigación.

—Pero todavía no he terminado mi tesis —dijo David, sintiéndose como si se hubiese metido en una fiesta con marihuana.

—Harás otro año de trabajo para Selnick, y eventualmente escribirás tu tesis, un poquito aquí, un detalle allá. Podrías escribirla en un mes, ¿verdad?, si tuvieras tiempo —David asintió, aunque no muy convencido.

—Ya lo sé —dijo Walt, sonriendo débilmente—. Estás pensando que te pedimos que abandones la carrera de una vida a cambio de un sueño absurdo.

Pero no había ni rastro de una sonrisa cuando añadió:

—Pero, David, creemos que esa vida no durará más que dos, tres o cuatro años, como máximo.

CAPITULO II

David miró a su tío, a su padre, a los otros tíos y primos que estaban en la habitación y, finalmente, a su abuelo. Meneó la cabeza, impotente.

—Eso es una locura. ¿De qué estáis hablando?

El abuelo Sumner soltó el aliento de forma explosiva. Era un hombre grande, con pecho macizo y enormes bíceps. Sus manos eran tan grandes como para llevar una pelota de baloncesto en cada una. Pero su rasgo más notable era su cabeza. Era la cabeza de un gigante, y aunque había trabajado el campo durante muchos años y después había supervisado a quienes lo hacían por él, había encontrado tiempo para leer con más amplitud que cualquier persona a quien David conociera. No había ningún libro, salvo los “bestsellers” contemporáneos, que alguien pudiera mencionar y él no conociera o hubiera leído. Y recordaba lo que leía. Su biblioteca era mejor que muchas bibliotecas públicas.

Se inclinó hacia adelante y dijo:

—Escúchame, David. Escúchame con atención. Te voy a decir lo que el maldito gobierno aún no admite. Estamos en el principio de la pendiente por donde se va a precipitar la economía americana, y la de todas las naciones de la Tierra, hasta profundidades que nadie ha soñado.

“Reconozco los signos, David. La contaminación nos está derrotando más rápido de lo que nadie supone. Hay más radiación en la atmósfera de la que hubo desde Hiroshima…; pruebas francesas, pruebas chinas. Escapes. Dios sabe de dónde vienen… nosotros llegamos al crecimiento cero de la población hace un par de años, David, pero lo estábamos intentando, y otras naciones están llegando a ello y no lo intentaban. En este mismo momento hay hambre en una cuarta parte del mundo. No dentro de diez años, no dentro de seis meses. El hambre ha llegado, está aquí desde hace tres o cuatro años, y está empeorando. Hay más enfermedades de las que hubo desde que el buen Dios envió las plagas a los egipcios. Y son plagas de las que no sabemos nada.

“Hay más sequías y más inundaciones de las que hubo nunca. Inglaterra se está transformando en un desierto; las ciénagas y los páramos se están secando. Especies enteras de peces han desaparecido, así, en sólo un año o dos. Las anchoas han desaparecido. La industria del bacalao ha desaparecido. Los bacalaos que pescan están enfermos, no sirven. Ya no queda pesca en la costa oeste de las Américas.

“Todas las cosechas de proteínas de la Tierra padecen alguna clase de enfermedad que empeora cada día. Roya del maíz. Tizón del trigo. Plaga de la soja. Ahora estamos reduciendo nuestras exportaciones de alimentos, y el año próximo las detendremos. Hay carestías con las que nadie soñó. Estaño, cobre, aluminio, papel. ¡Cloro, por Dios! ¿Y qué crees que sucederá en el mundo cuando ya no se pueda ni siquiera purificar el agua para beber?

Su rostro se oscureció mientras hablaba, y estaba cada vez más furioso, dirigiendo sus preguntas sin respuesta a David, que lo miraba fijamente sin saber qué responder.

—Y no saben qué hacer con todo eso —prosiguió su abuelo—. Igual que los dinosaurios no sabían cómo detener su propia extinción. Hemos modificado las reacciones fotoquímicas de la atmósfera, ¡y no podemos adaptarnos a las nuevas radiaciones tan velozmente como para sobrevivir! Se ha insinuado aquí y allá que debemos preocuparnos, pero ¿quién escucha? Los malditos idiotas atribuyen todas y cada una de las catástrofes a un problema local y volverán la espalda al hecho de que esto es global, hasta que sea demasiado tarde para hacer nada.

—Pero si es así, ¿qué podrían hacer? —preguntó David mirando al doctor Walt en busca de apoyo y no encontrándolo.

—Cerrar las fábricas, prohibir los aviones, detener las minas, hacer chatarra con los autos. Pero no lo harán, y aunque lo hicieran, seguiría siendo una catástrofe. Va a estallar. Dentro de los próximos dos años, David, estallará. —Bebió su ponche y luego apoyó la copa con fuerza. David dio un respingo ante el ruido—. Será la explosión más grande desde que el hombre empezó a hacer marcas en las rocas, ¡eso será! ¡Y vamos a estar preparados! ¡Yo voy a estar preparado! Tenemos la tierra y tenemos los hombres para trabajarla, y haremos nuestro hospital, e investigaremos la forma de mantener vivos a nuestros animales y a nuestra gente, y cuando el mundo entre en el torbellino estaremos vivos, y cuando muera de hambre, ¡comeremos!

De pronto calló y observó a David con los ojos entrecerrados.

—Dije que te marcharías de aquí convencido de que nos hemos vuelto locos. Pero volverás, David, hijo. Volverás antes de que florezcan los cornejos porque verás los signos.

David volvió a la universidad y a su tesis y al trabajo rutinario que le daba Selnick. Celia no escribió y él no tenía su dirección. Respondiendo a sus preguntas, su madre admitió que nadie sabía nada de ella. En febrero, como represalia al embargo de alimentos, Japón aprobó restricciones comerciales que volvían imposible el comercio con Estados Unidos. Japón y China firmaron un tratado de ayuda mutua. En marzo, Japón ocupó las Filipinas, con sus ricos campos de arroz, y China reanudó su viejo fideicomiso en la península de Indochina, con los arrozales de Camboya y Vietnam.