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Más tarde, Barry hizo venir a Andrew, que había pedido estar presente cuando Mark empezara a hablar. Se sentaron a ambos lados de la cama y observaron cómo el chico se movía, saliendo del sueño profundo que lo había inmovilizado tan completamente que parecía muerto.

Mark abrió los ojos y vio a Barry.

—No me lleves al hospital —dijo débilmente, y volvió a cerrar los ojos.

Después volvió a abrirlos, miró la habitación y volvió a mirar a Barry.

—Estoy en el hospital, ¿verdad? ¿Me pasa algo?

—Nada —dijo Barry—. Te desmayaste a causa del hambre y la fatiga, eso es todo.

—Entonces me gustaría ir a mi cuarto —dijo Mark, y trató de levantarse.

Barry lo contuvo suavemente.

—Mark, no tengas miedo de mí, por favor. Te prometo que no te haré daño, ni ahora ni nunca. Te lo prometo. —Por un momento, el chico resistió la presión de sus manos; después volvió a acostarse—. Gracias, Mark. ¿Te sientes capaz de hablar?

Mark asintió.

—Tengo sed —dijo.

Bebió largamente y después empezó a describir su viaje al norte. Lo contó todo, hasta cómo había asustado a Gary y sus hermanos, haciendo fallar la expedición a Filadelfia. Se dio cuenta de que Andrew apretaba los labios en esa parte de la narración, pero siguió mirando a Barry y lo dijo todo.

—Y entonces volviste —dijo Barry—. ¿Cómo?

—Por el bosque. Hice una balsa para cruzar el río.

Barry asintió. Sentía ganas de llorar y no sabía por qué. Dio unas palmaditas en el brazo de Mark.

—Ahora descansa —dijo—. Les mandaremos decir que se queden en Washington hasta que desenterremos unos detectores de radiación.

— ¡Es imposible! —Dijo Andrew, enfadado, al otro lado de la puerta—. Gary hizo exactamente lo que debía cuando decidió dirigirse a Filadelfia. ¡Este chiquillo destruyó un año de entrenamiento en una noche!

—Yo también voy —había dicho Barry, y ahora estaba en Washington, con Mark. Dos de los médicos más jóvenes estaban también con ellos. Los miembros más jóvenes de la expedición estaban atemorizados y desorganizados; el trabajo se había detenido y habían estado aguardando en el edificio principal que alguien viniera a darles nuevas instrucciones.

— ¿Cuándo volvieron a salir? —interrogó Barry.

—Al día siguiente de volver aquí —dijo uno de los chicos.

— ¡Cuarenta niños! —Masculló Barry—. ¡Y seis tontos!

Se volvió a Mark.

— ¿Valdría la pena salir a buscarlos esta misma tarde?

—Yo solo podría —dijo Mark encogiéndose de hombros—. ¿Quieres que vaya a buscarlos?

—No; solo no. Iremos Anthony y yo; Alistair se quedará aquí y pondrá todo en marcha de nuevo.

Mark miró a los dos médicos, dudando. Anthony estaba pálido y Barry parecía incómodo.

—Han tenido unos diez días —dijo Mark—. Ya tendrían que estar en la ciudad, si no se perdieron. Creo que no habrá mucha diferencia entre salir ahora o esperar hasta mañana.

—Mañana, entonces —dijo Barry secamente—. Te vendrá bien otra noche de descanso.

Viajaban rápidamente y de nuevo Mark señaló los lugares donde los otros habían acampado, se habían despistado, cuando habían comprendido su error y habían retomado la dirección correcta. Al segundo día apretó los labios y pareció enfadado, pero no dijo nada hasta última hora de la tarde.

—Van demasiado al oeste; están cada vez más lejos —dijo—. No llegarán nunca a Filadelfia si no se dirigen de nuevo al este. Deben de haber tratado de evitar los pantanos.

Barry estaba demasiado cansado para preocuparse y Anthony se limitó a gruñir. Por lo menos, pensó Barry, acostándose junto al fuego, estaban demasiado cansados para oír ruidos raros por la noche; menos mal. Se quedó dormido mientras pensaba en eso.

El cuarto día, Mark se detuvo y señaló hacia adelante. Al principio Barry no notó diferencias, pero después comprendió que estaban mirando las plantas deformadas de las que había hablado Mark. Anthony desempacó el contador Geiger, que empezó a registrar radiación inmediatamente. El nivel subió a medida que avanzaban. Mark los condujo hacia la izquierda, manteniéndose a una buena distancia del área radiactiva.

—Ellos entraron, ¿verdad? —dijo Barry.

Mark asintió. Se mantenían a distancia de las zonas radiactivas y cuando el contador daba la alarma, se movían más hacia el sur, hasta que guardaba silencio. Esa noche decidieron seguir hacia el oeste hasta que pudieran dar la vuelta al área radiactiva, y entrar en Filadelfia desde esa dirección, si era posible.

—Por allí, pasaremos por el campo de nieve —dijo Mark.

—No tendrás miedo de la nieve, ¿verdad? —dijo Barry.

—No tengo miedo.

—Muy bien. Entonces mañana iremos hacia el oeste, y si por la noche no hemos podido girar hacia el norte, volveremos e intentaremos ir por el este, a ver si hay huellas por allí.

Avanzaron todo el día bajo una lluvia intermitente, y a cada hora la temperatura disminuía; estaba cerca del cero cuando acamparon esa noche.

— ¿Cuánto falta? —preguntó Barry.

—Mañana llegaremos —dijo Mark—. Lo puedes oler desde aquí.

Barry sólo podía oler el fuego, el bosque húmedo y la comida que estaban preparando. Estudió a Mark y meneó la cabeza.

—No quiero ir más lejos —dijo súbitamente Anthony. Estaba de pie junto al fuego, demasiado rígido; parecía estar escuchando algo.

—Es un río —dijo Mark—. Debe de estar muy cerca. Hay témpanos en todos los ríos y de vez en cuando golpean contra los barrancos. Eso es lo que oyes.

Anthony se sentó, pero no cambió de expresión. A la mañana siguiente, volvieron a dirigirse al oeste. A mediodía estaban rodeados de colinas y ahora sabían que, en cuanto subieran lo suficiente para mirar por encima de los árboles, podrían ver la nieve, si es que había nieve a la vista.

Se detuvieron en lo alto de la colina, contemplaron el paisaje y Barry entendió las pesadillas de Mark. Los árboles, en el borde de la nieve estaban desnudos, como en pleno invierno. Más atrás, otros árboles tenían nieve hasta la mitad de los troncos y sus ramas desnudas estaban inmóviles, algunas en ángulos extraños, porque el peso las había roto y la nieve había impedido que cayeran. Más allá no se veía ningún árbol, sólo nieve.

— ¿Sigue aumentando? —preguntó Barry en voz baja.

Nadie le respondió. Después de unos minutos, se volvieron y bajaron por donde habían subido. Mientras rodeaban Filadelfia yendo hacia el este, el contador Geiger siguió advirtiéndole que no avanzaran y no pudieran acercarse a la ciudad desde esta dirección, como no había podido hacerlo desde el oeste. Entonces encontraron los primeros cadáveres.

Seis chicos habían salido juntos. Dos habían caído cerca el uno del otro; los demás los habían dejado, continuado otro medio kilómetro, y se habían derrumbado. Todos los cuerpos irradiaban radiactividad.

—No te acerques a ellos —dijo Barry cuando Anthony intentó arrodillarse junto a los primeros cuerpos—. No podemos tocarlos.

—Tendría que haberme quedado —susurró Mark, mirando fijamente los cadáveres. Tenían barro en la cara. —No tendría que haberme marchado. Tendría que haber seguido tras ellos, asegurarme de que no seguirían. Tendría que haberme quedado.

Barry sacudió su brazo y Mark siguió mirándolos y repitiendo una y otra vez:

—Tendría que haberme quedado con ellos. Tendría…

Barry lo abofeteó con fuerza, dos veces, y Mark bajó la cabeza y se alejó tropezando, golpeándose contra árboles y matorrales mientras se alejaba corriendo de los cadáveres, de Barry y Anthony. Barry corrió tras él y lo cogió de un brazo.