Había excavado con cuidado detrás de una de las rocas y gradualmente había abierto la boca de la caverna como para poder entrar en ella. Había un pasaje estrecho, después una sala, otro pasaje, una sala más grande. A lo largo de los años había ido llevando leña, ropa, mantas, comida.
Esa noche se acurrucó en la segunda sala y miró fijamente y con los ojos secos el fuego que había encendido, seguro de que no podrían hallarlo. Los odiaba a todos, pero a Andrew y a sus hermanos, más aún que a los demás. En cuanto la nieve se derritiera, se marcharía para siempre. Iría hacia el sur. Haría una canoa más grande, de seis metros, y robaría bastantes provisiones como para llegar hasta el golfo de México. Que entrenen ellos a los chicos y chicas, que encuentren los almacenes y los lugares peligrosos por la radiactividad, si pueden. Primero incendiaría el valle. Y después se marcharía.
Contempló las llamas hasta que sus ojos sintieron calor. No había voces en la caverna; sólo los crujidos y los chisporroteos del fuego. La luz se deslizaba sobre las estalactitas y estalagmitas, pintándolas de rojo y dorado. El humo era arrastrado lejos de su cara y el aire era bueno; hasta parecía tibio, después del frío aire de la noche. Recordó la vez que él y Molly se habían escondido en la ladera de la colina, cerca de la entrada de la cueva, mientras Barry y sus hermanos los buscaban. Cuando pensó en Barry su boca se contrajo. Barry, Andrew, Warren, Michael, Ethan… Todos médicos, todos iguales. ¡Cómo los odiaba!
Se cubrió con su manta y cuando cerró los ojos vio a Molly de nuevo, sonriéndole gentilmente, jugando a las damas, extrayendo barro para que él modelara. Y súbitamente, llegaron las lágrimas.
Nunca había recorrido la caverna más allá de la segunda sala, pero en los días siguientes emprendió una exploración sistemática. En esa sala había varias aberturas y las investigó una por una, hasta que se vio detenido por un pasaje cerrado, o por un precipicio, o por un techo tan alto que le impedía llegar a las aberturas. Usaba antorchas, y a veces sus pasos eran audaces, pero no le importaba caer, quedar atrapado o no. Perdió la cuenta de los días que había pasado en la caverna; cuando sentía hambre, comía; cuando tenía sed iba hasta la entrada, cogía un puñado de nieve y la derretía. Cuando tenía sueño, dormía.
En uno de sus últimos viajes de exploración oyó agua que corría y se detuvo. Sabía que había llegado a un lugar alejado. Dos kilómetros. Quizá tres. Trató de recordar la longitud de su antorcha al comienzo. Estaba casi entera, y ahora sólo quedaba un tercio. Otra antorcha colgaba de su cinturón, por si acaso, pero nunca se había alejado tanto como para necesitar una segunda antorcha para la vuelta.
Tuvo que encender la segunda antorcha antes de llegar al río de la cueva. Ahora sintió una excitación nueva, al comprender que debía de ser la misma corriente que atravesaba el laboratorio. Entonces, todo era lo mismo, y aunque no hubiese más comunicación que la que establecía el río, las dos cavernas estaban comunicadas.
Siguió el río hasta el lugar donde desaparecía por un hueco de la pared; tendría que nadar para seguir adelante. Se puso en cuclillas y observó el hueco. El río aparecía en el laboratorio por un hueco parecido.
Regresaría con la soga y más antorchas. Se volvió para regresar a su amplia habitación con fuego y comida, y ahora prestó atención a la antorcha, para poder calcular cuánto se había alejado, a qué distancia estaba este sitio de la parte conocida de la caverna. Pero sabía dónde estaba. Sabía que, al otro lado de la pared, estaba el laboratorio y más allá el hospital y los dormitorios.
Durmió otra vez en la caverna y al día siguiente la abandonó para volver a la comunidad. Había comido muy poco en los últimos días; se sentía hambriento y agotado.
La nieve era más profunda y estaba nevando cuando volvió al valle. Era casi de noche cuando llegó al hospital y entró. Vio a varias personas, pero no habló con nadie y fue directamente a su cuarto, donde se quitó la ropa y se derrumbó en la cama. Estaba casi dormido cuando Barry abrió la puerta.
— ¿Estás bien? —preguntó Barry.
Mark asintió en silencio. Barry vaciló un momento y después entró. Se detuvo junto a la cama. Mark lo miró sin decir nada y Barry se inclinó y tocó su mejilla, después sus cabellos.
—Estás helado —dijo—. ¿Tienes hambre?
Mark asintió.
—Te traeré algo —dijo Barry. Pero antes de abrir la puerta, se volvió nuevamente y dijo—: Lo siento. Mark, lo siento, de veras.
Y se marchó rápidamente.
Cuando se fue, Mark comprendió que lo había creído muerto y la expresión que había en la cara de Barry era la misma que recordaba en la cara de Molly, hacía mucho tiempo.
No le importaba, pensó. Ahora no podría idear nada que compensara lo que le habían hecho. Lo odiaban y creían que era débil, pensaban que podían controlarlo como controlaban a los clones. Y se equivocaban. No bastaba con que Barry dijera que lo sentía; todos lo sentirían antes de que él terminara.
Cuando oyó que Barry volvía con la comida, cerró los ojos y fingió dormir; no quería ver de nuevo esa mirada dulce y vulnerable.
Barry dejó la bandeja y, cuando se marchó, Mark comió vorazmente. Luego se tapó con la manta y antes de dormirse pensó nuevamente en Molly. Ella había sabido que iba a sentirse así y le había dicho que aguardara, que aguardara a ser un hombre, a aprender todo lo posible. Su cara y la de Barry parecieron mezclarse y se durmió.
CAPITULO XXVII
Andrew había convocado la reunión y la presidió de principio a fin. Ahora nadie disputaba su autoridad para controlar las reuniones del consejo. Barry lo observó desde un asiento lateral y trató de sentir algo del entusiasmo que mostraba su hermano más joven.
—Aquellos que deseen mirar las gráficas y los registros, que lo hagan. Os he hecho un breve sumario, sin detallar los métodos. Mediante la clonación podremos reproducirnos indefinidamente. Finalmente, hemos resuelto el problema que enfrentamos desde el comienzo, el problema de la decadencia de la quinta generación. La quinta, la sexta, la décima, la centésima, todas serán perfectas.
—Pero sólo sobreviven los clones de las personas más jóvenes —dijo Miriam secamente.
—También solucionaremos eso —dijo Andrew, impaciente—. Al manipular los enzimas hay organismos que reaccionan con lo que casi parece un colapso alérgico. Descubriremos por qué y lo corregiremos.
Miriam parecía muy vieja, se dio cuenta súbitamente Barry. No lo había notado antes, pero sus cabellos eran canosos, su cara estaba delgada y arrugada y parecía mortalmente fatigada.
Miriam miró a Andrew con una sonrisa irresistible.
—Espero que puedas resolver el problema que has creado, Andrew —dijo—. Pero ¿podrán hacerlo los médicos jóvenes?
—Continuaremos usando a las criadoras —dijo Andrew, algo impaciente—. Las usaremos para clonar a los chicos más inteligentes. Haremos implantaciones de clones, usando a las criadoras como huéspedes para asegurar una población continuada de adultos capaces para la investigación, la planificación, la administración…
Barry descubrió que se distraía. Los médicos lo habían explicado todo en la reunión del consejo; ahora no dirían nada nuevo. Dos castas, pensó. Los dirigentes y los obreros, que siempre eran gastables. ¿Era eso lo que habían planeado al principio? Sabía que no era posible responder a esa pregunta. Los clones escribían los libros y cada generación se había sentido autorizada a cambiar los libros según sus creencias. Por cierto que él mismo había hecho varios cambios. Y ahora Andrew volvería a cambiar. Y éste sería el cambio final; ninguno de los que vinieran después soñaría con alterar nada.