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Construyó un colgadizo contra el roble, en un lugar donde podía acostarse y observar la granja. Usó ramas de abeto para techar su refugio, y cuando llegó la tormenta, media hora más tarde, no se mojó. Se formaron riachuelos en los surcos del huerto, allá abajo, y los terrenos se volvieron plateados y brillantes a la distancia, aunque él sabía que desde más cerca sería simplemente agua fangosa de varios centímetros de profundidad. El terreno del valle estaba demasiado saturado para absorber más agua. Tendría que correr hacia el arroyo Crooked, que llevaba cada vez más agua hacia el terreno del norte y el vulnerable maíz. Al tercer día el agua comenzó a inundar el maizal y compadeció a la gente que miraba, impotente. Todavía atendían el huerto, pero la cosecha sería escasa. Ya había contado veintidós personas; pensó que no habría más. Durante la tormenta que azotó el valle esa tarde oyó relinchar a Mike; salió arrastrándose del colgadizo y se puso de pie. Mike, que estaba en la ladera, no sufría mucho por la lluvia y estaba protegido del viento. Pero volvió a relinchar. Cautelosamente, sujetando la escopeta con una mano y cubriendo sus ojos de la lluvia con la otra, David rodeó el árbol. Una figura subía tropezando, con la cabeza gacha, deteniéndose con frecuencia, andando nuevamente, sin mirar hacia arriba, probablemente cegada por la lluvia. Súbitamente, David arrojó la escopeta bajo el colgadizo y corrió hacia ella.

— ¡Celia! —gritó—. ¡Celia!

Ella se detuvo y levantó la cabeza. La lluvia corría por sus mejillas y pegaba los cabellos a su frente. Dejó caer la mochila que le pesaba y corrió hacia él. Sólo cuando la alcanzó y la abrazó con fuerza, se dio cuenta de que estaba llorando, como ella.

Bajo el colgadizo le quitó las ropas empapadas, la secó y la envolvió en una de sus camisas. Los labios de la chica estaban azules y su piel casi transparente, demasiado blanca.

—Sabía que te encontraría aquí —dijo ella. Sus ojos eran muy grandes, azul oscuro, más azules de lo que recordaba o más azules por contraste con su piel pálida. Antes siempre estaba tostada.

—Sabía que te encontraría aquí —dijo él—. ¿Has comido?

Ella meneó la cabeza.

—No creí que las cosas estuviesen tan mal aquí. Creí que era propaganda. Todos piensan que es propaganda.

El asintió y encendió el infiernillo. Ella lo observó, envuelta en la camisa escocesa, mientras abría una lata de carne y la calentaba.

— ¿Quiénes son ésos, en la granja?

—Intrusos. El abuelo y la abuela Wiston murieron el año pasado. Apareció esa pandilla. Les dieron a elegir a tía Hilda y tío Eddie: se unían a ellos o se marchaban. A Wanda no le dieron ninguna oportunidad; la retuvieron.

Ella miró hacia el valle y asintió lentamente. —No sabía que las cosas iban tan mal. No lo creí. —Sin mirarle, le preguntó—: ¿Y papá y mamá?

—Murieron, Celia. Gripe, los dos. El invierno pasado.

—No recibí cartas —dijo ella—. En casi dos años. Tuvimos que marcharnos del Brasil, ¿sabes? Pero no había modo de volver aquí. Fuimos a Colombia. Nos prometieron que en tres meses nos dejarían partir. Y entonces vinieron, una noche, tarde, casi al amanecer, y dijeron que teníamos que marcharnos. Había motines, ¿sabes?

El asintió, aunque ella seguía mirando a la granja y no podía verlo. El quería decirle que llorara a sus padres, que gritara, para poder abrazarla y consolarla. Pero ella seguía inmóvil, y hablaba con voz muerta. —Venían por nosotros, por los norteamericanos. Nos culpan por dejarlos morir de hambre. Realmente creen que aquí todo va bien. Yo también lo creía. Nadie creía en los informes. Y la turba venía por nosotros. Nos fuimos en un barco pequeño, un esquife. Éramos diecinueve. Cuando nos acercamos demasiado a Cuba, nos dispararon.

David le tocó el brazo y ella se estremeció. —Celia, vuélvete y come. No hables más. Después. Después nos contarás todo.

Ella lo miró y meneó lentamente la cabeza. —Nunca más. Nunca volveré a hablar de eso, David. Sólo quería que supieras que no pude hacer nada. Quería volver a casa, pero no había manera.

Ahora no parecía tener tanto frío y él la miró aliviado cuando empezó a comer. Estaba hambrienta. El preparó café, el final de su ración de café.

— ¿Quieres que te informe acerca de la situación, aquí?

Ella meneó la cabeza.

—Todavía no. Vi Miami y a la gente, todos tratando de ir a otro sitio, haciendo cola durante días, aguardando en los trenes. Están evacuando Miami. La gente cae muerta y los dejan donde caen. —Se estremeció violentamente—. No me cuentes nada más.

La tormenta había pasado y el aire de la noche era fresco. Se cubrieron con una manta y se quedaron callados, bebiendo café. Cuando la taza empezó a inclinarse en la mano de Celia, David se la quitó y suavemente la reclinó en la cama que había preparado.

—Te quiero, Celia —dijo suavemente—. Siempre te he querido.

—Yo también te quiero, David. Siempre. —Sus ojos se habían cerrado y sus pestañas parecían muy negras contra las mejillas blancas. David se inclinó, la besó en la frente, la arropó con la manta y la miró dormir mucho rato antes de acostarse a su lado y dormirse.

Durante la noche ella se incorporó una vez quejándose, retorciéndose, y el la abrazó hasta que se calmó. No despertó por completo y las palabras que decía no eran inteligibles.

A la mañana siguiente dejaron el roble y se dirigieron a la granja Sumner. Ella montó a Mike hasta que llegaron al carro; para entonces, temblaba de agotamiento y sus labios habían vuelto a ponerse azules, aunque hacía calor. En el carro no había lugar para que se acostase, de modo que él puso la manta en el respaldo del asiento de madera, para que, al menos, pudiera descansar la cabeza cuando el camino no tenía demasiados baches y el carro no se balanceaba mucho. Ella sonrió apenas cuando él cubrió sus piernas con otra camisa, la que estaba usando.

—No es frío, ¿sabes? —dijo serenamente—. Ese maldito bicho ataca el corazón, me parece. Nadie nos decía nada. Todos mis síntomas tienen que ver con el sistema circulatorio.

— ¿Estuviste muy mal? ¿Cuándo lo cogiste?

—Hace dieciocho meses, me parece. Justo antes de que nos echaran del Brasil. Todo Río enfermó. Allí nos llevaron cuando enfermamos. No sobrevivieron muchos. Y casi nadie de los casos más tardíos. Se volvía más virulento a medida que pasaba el tiempo.

El asintió.

—Igual que aquí. Un sesenta por ciento de casos fatales, que ahora debe de haber aumentado al ochenta por ciento, supongo.

Entonces hubo un largo silencio y él pensó que quizá se había quedado dormida. El camino no era más que un par de surcos que, gradualmente, iban quedando cubiertos de hierbas, salvo donde la lluvia había arrastrado la tierra y dejado sólo piedras. Mike andaba con lentitud y David no lo azuzó.

— ¿David, cuántas personas hay en el norte del valle?

—Ahora, unas ciento diez —dijo. Y pensó: han muerto dos de cada tres, pero se lo calló.

— ¿Y el hospital? ¿Lo construyeron?

—Allí está. Walt lo dirige.

—David, mientras conduces, ahora que no puedes observar mis reacciones, ni nada, cuéntame como está todo. Qué ha pasado, quién está vivo, quién murió. Todo.

Cuando se detuvieron a comer, horas después, ella dijo:

—David, ¿haremos el amor ahora, antes de que empiece a llover de nuevo?