—Han usado la bomba —dijo Avery—. No sé quién, pero alguien lo hizo. Y mi hombre dice que la peste ha vuelto a brotar en el Mediterráneo.
En septiembre rechazaron el primer ataque. En octubre supieron que la banda se estaba reorganizando para un segundo ataque, esta vez con treinta o cuarenta hombres.
—No podemos seguir luchando con ellos —dijo Walt—. Deben de saber que aquí hay comida. Esta vez atacarán desde todas las direcciones. Saben que los estamos aguardando.
—Tendríamos que hacer volar la represa —dijo Clarence—. Aguardar hasta que estén en la parte norte del valle e inundarlos.
La reunión tenía lugar en la cafetería y todos estaban presentes. La mano de Celia apretó el brazo de David, pero no protestó. Nadie protestó.
—Tratarán de tomar el molino —siguió diciendo Clarence—. Probablemente crean que hay trigo ahí, o algo.
Doce hombres se ofrecieron voluntarios para montar guardia en el molino. Otros seis formaron un grupo para poner los explosivos en la represa, doce kilómetros río arriba. Otros formaron una patrulla de exploración.
David y Celia se marcharon pronto de la reunión. El se había ofrecido voluntario para todo, y cada vez había sido rechazado. No era de los “gastables”. Las lluvias habían vuelto a ser “calientes” y toda la gente dormía en la cueva. David, Celia, Walt, Vlasic, los demás que trabajaban en los diversos laboratorios, todos dormían allí en literas. En una de las oficinas pequeñas, David cogió la mano de Celia y susurraron hasta dormirse. Hablaban de su infancia.
Mucho después de que Celia se durmiera, él siguió mirando la oscuridad, sosteniendo aún su mano. Estaba cada vez más delgada y a principios de semana, cuando insistía en que saliera del laboratorio para descansar, Walt había dicho:
—Déjala en paz.
Ella se agitó, convulsionada y él se arrodilló junto a su litera y la abrazó; sintió cómo su corazón latía alocadamente por un instante. Luego volvió a tranquilizarse y lentamente la soltó y se sentó en el suelo de piedra, con los ojos cerrados. Más tarde oyó moverse a Walt y el crujido de su litera en la oficina contigua. David se estaba acalambrando; finalmente volvió a su cama y se durmió.
Al día siguiente la gente trabajó para llevar todo a las tierras altas. Perderían tres casas cuando volaran la represa, el granero próximo al camino y el camino mismo. No se podía desperdiciar nada y, tablón por tablón, llevaron el granero colina arriba y amontonaron los trozos. Dos días después se dio la señal y la represa fue destruida.
David y Celia estaban en una de las habitaciones del piso alto del hospital y vieron cómo la pared de agua se precipitaba en el valle. Era como un avión a chorro despegando, como una multitud furiosa contra la decisión de un árbitro, como un tren expreso sin control; un rugido que no habían oído nunca o la suma de todos los sonidos que habían oído alguna vez, vueltos a combinar para hacer el ruido que sacudió el edificio, que hizo vibrar sus huesos. Un muro de agua de cinco metros de altura, de seis metros de altura, se precipitó en el valle, acelerando mientras se acercaba, aplastando, destruyendo todo lo que había en su camino.
Cuando el estruendo desapareció y el agua cubrió las tierras, formando remolinos, arrastrando escombros, Celia dijo con voz débiclass="underline"
— ¿Valía la pena, David?
El aumentó la presión del brazo sobre los hombros de ella.
—Teníamos que hacerlo —dijo.
—Lo sé. Pero a veces parece tan fútil. Estamos todos muertos; seguimos luchando, pero estamos muertos. Tanto como deben de estarlo ahora esos hombres.
—Lo estamos consiguiendo, cariño. Lo sabes. Tú has estado trabajando allí. ¡Treinta nuevas vidas!
Ella meneó la cabeza.
—Treinta muertos más. ¿Te acuerdas de la escuela dominical, David? Me llevaban todas las semanas. ¿Tú ibas?
El asintió.
— ¿Y las clases sobre la Biblia, los miércoles? Ahora pienso mucho en eso. Y me pregunto si ésta no será la voluntad de Dios, después de todo. No puedo evitarlo. Lo pienso muchas veces. Y yo que era atea. —Rió y se dio la vuelta—. Vayamos a acostarnos, ahora. Aquí, en el hospital. Elijamos un cuarto elegante, lujoso…
El le abrazó, pero súbitamente una violenta ráfaga de viento hizo golpear la lluvia contra la ventana. Llegó así, sin aviso, un diluvio súbito. Celia se estremeció.
—La voluntad de Dios —dijo sin expresión—. Tenemos que volver a la cueva, ¿no?
Anduvieron por el hospital vacío, por el corredor largo y en penumbra, por la amplia cámara donde la gente trataba de encontrar una posición cómoda en literas y bancos, por los pasillos estrechos y el laboratorio.
— ¿A cuánta gente matamos? —preguntó Celia, quitándose los téjanos. Se puso de espaldas para dejar la ropa a los pies de su litera. Sus nalgas eran casi tan planas como las de un adolescente. Cuando volvió a encararse con él, sus costillas parecían querer atravesar su piel. Lo miró un momento y después se acercó a él y apretó su cabeza contra su pecho, él sentado en la litera, ella desnuda y de pie. El sintió las lágrimas de Celia que caían en su mejilla.
Hubo heladas muy fuertes en noviembre, y con el valle inundado y el camino y los puentes desaparecidos supieron que estarían a salvo, al menos hasta la primavera. La gente había vuelto a salir de la cueva y el trabajo en el laboratorio seguía al mismo ritmo agotador. Los fetos se desarrollaban, crecían, y ahora se movían con impulsos súbitos en pies y codos. David investigaba sustitutos para las sustancias químicas que remplazaban al líquido amniótico. Trabajaba cada día hasta que su visión se nublaba o sus manos rehusaban seguir sus órdenes o Walt le ordenaba salir del laboratorio. Celia trabajaba más, ahora, descansando aún varias horas a mediodía, pero volviendo después y quedándose casi hasta tan tarde como David.
Pasó junto a su silla y la besó en la cabeza. Ella lo miró y sonrió; después volvió a sus números. Peter puso en marcha una centrifugadora. Vlasic hizo un último ajuste en el tanque de nutrientes que serían diluidos y destinados a alimentar a los embriones; después llamó:
—Celia, ¿estás lista para contar polluelos?
—Un segundo —dijo ella. Hizo una anotación, apoyó el lápiz en el cuaderno abierto y se puso de pie.
David tenía conciencia de ella, como siempre, aunque estuviera absorto en su propio trabajo. Tuvo conciencia de que se ponía de pie, de que no se movía, y cuando dijo, con una voz trémula que demostraba incredulidad:
—David… David… —él ya estaba poniéndose en pie. La cogió cuando se derrumbaba.
Tenía los ojos abiertos y su mirada era casi interrogante, preguntaba lo que él no podía responder, no esperaba respuesta. Un temblor la recorrió, cerró los ojos y aunque sus párpados temblaban, no volvió a abrirlos.
CAPITULO VI
Walt observó a David y se encogió de hombros.
—Tienes muy mal aspecto —dijo.
David no respondió. Sabía que tenía muy mal aspecto. Se sentía muy mal. Miró a Walt como si estuviera muy lejos.
—David, ¡tienes que dominarte! ¡No puedes rendirte!
No aguardó la respuesta. Se sentó en la única silla que había en el cuartito y se inclinó hacia adelante, apoyando la barbilla en las manos y mirando al suelo.
—Tenemos que decírselo. Sara cree que habrá problemas. Yo también.
David estaba junto a la ventana, contemplando el triste paisaje, todo grises, negros y pardos. Estaba lloviendo, pero la lluvia ya era limpia. El río era un monstruo gris, un sordo reflejo del sordo cielo.