Entonces me besó. Toby me besó. Y fue el mejor beso que me han dado en treinta años. Y cuando separamos los labios mis pestañas se abrieron despacio y lo vi mirándome fijamente como si estuviera a punto de decirme algo. Y en el más puro estilo Toby me dijo: «Apuesto a que había pimiento en tu comida».
Qué bochorno.
Me llevé las manos a los dientes de inmediato, recordando las bromas que siempre me hacía a propósito de la comida que se me quedaba pegada en los aparatos. Pero él me cogió las manos, me las apartó suavemente de la boca y me dijo: «No, esta vez lo he saboreado».
Por poco me fallan las rodillas. Me resultaba muy extraño que fuese Toby quien me estaba besando, pero por otra parte me parecía lo más natural del mundo y creo que justamente por eso me resultaba tan extraño, no sé si sabes qué quiero decir.
Hoy nos hemos pasado el día entero juntos y sólo de pensar que volveré a verlo esta noche se me hace un nudo en el vientre. El corazón me late con tanta fuerza que las vibraciones prácticamente hacen que el guardapelo me golpee el pecho. Ahora sé a qué se referían mis amigas cuando intentaban describirme esta sensación. Es tan buena que es indescriptible. Papá no ha parado de burlarse de mí por pasarme el día sonriendo como una boba.
¡Toby me pidió que me mudara de nuevo a Dublín, mamá! No para vivir con él, por supuesto, sino sólo para que estemos más cerca. Y creo que lo voy a hacer. ¿Por qué diablos no? Me liaré la manta a la cabeza y saltaré al vacío y todos esos tópicos y ya veremos dónde aterrizo. Pues si no sigo este sentimiento ahora mismo, ¿quién sabe dónde estaré dentro de veinte años?
¿Te parece una locura? ¡Menudas veinticuatro horas acabo de pasar!
De: Rosie
Para: Katie
Asunto: ¡Sí!
¡No es ninguna locura, Katie! ¡De verdad que no es ninguna locura! Disfrútalo, cielo. Disfruta cada segundo de ello.
De: Katie
Para: Alex
Asunto: ¡Enamorada!
¡Mamá llevaba razón, Alex! ¡Te puedes enamorar de tu mejor amigo! ¡Ya he hecho las maletas y me voy de vuelta a Dublín con el corazón lleno de amor y esperanza y la cabeza llena de sueños! Mamá siempre me hablaba del silencio que experimentó hace años. Decía que cuando sintiera ese silencio con alguien significaría que estaba con «mi hombre». ¡Estaba empezando a pensar que se lo había inventado, pero resulta que no! ¡Este silencio mágico existe!
Tiene un mensaje instantáneo de: ALEX
Alex: Phil, ella también notó el silencio.
Phiclass="underline" ¿Quién, qué, dónde, cuándo?
Alex: Rosie. Ella también sintió ese silencio años atrás.
Phiclass="underline" Vaya, el temible silencio nos ataca de nuevo, ¿eh? Hacía años que no te oía hablar de él.
Alex: ¡Sabía que no eran figuraciones mías, Phil!
Phiclass="underline" Muy bien. ¿Y qué haces hablando conmigo? Sal de internet, idiota, y coge el teléfono. O el boli.
ALEX se ha desconectado.
Querida Rosie:
Sin tú saberlo di este mismo paso hace muchos años. Nunca llegaste a recibir aquella carta y me alegro, porque desde entonces mis sentimientos han cambiado radicalmente. Se han intensificado día tras día.
Iré directo al grano porque, si no digo lo que tengo que decir enseguida, me temo que no lo diré nunca. Y necesito decirlo.
Hoy te amo más que nunca; mañana te amaré aún más. Te necesito más que nunca, te deseo más que nunca. Soy un hombre de cincuenta años que se aproxima a ti como un adolescente enamorado y te pido que me des una oportunidad y que me correspondas.
Rosie Dunne, te amo con todo mi corazón. Siempre te he amado, incluso cuando tenía siete años y te mentí diciendo que no me había dormido mientras montábamos guardia para espiar a Papá Noel, cuando tenía diez años y no te invité a mi fiesta de cumpleaños, cuando tenía dieciocho años y tuve que mudarme a Boston, incluso los días de mis bodas, el día de tu boda, en los bautizos, en los cumpleaños y cuando discutíamos. Te he amado a lo largo de todo este tiempo. Hazme el hombre más feliz de la tierra aceptándome a tu lado.
Contesta, por favor.
Con todo mi amor,
Alex
Epílogo
Rosie leyó la carta por la que parecía la millonésima vez en su vida, la dobló cuidadosamente y volvió a meterla en el sobre. Sus ojos recorrieron la colección de cartas, tarjetas de felicitación, e-mails impresos, conversaciones de chat impresas, faxes y notas manuscritas de cuando era colegiala. Había cientos de papeles desparramados por el suelo, y cada uno contaba su propia historia de triunfo o tristeza, cada carta representaba una etapa de su vida.
Las había guardado todas.
Estaba sentada en la alfombra de piel de borrego delante de la chimenea de su habitación en Connemara y siguió contemplando el despliegue de palabras que tenía ante sí. Su vida en tinta y papel. Había pasado la noche entera releyéndolas, le dolía la espalda de estar encorvada y le escocían los ojos. Le escocían por el cansancio y las lágrimas.
Personas a las que había amado habían cobrado vida durante aquellas horas al leer sus temores, emociones y pensamientos, personas que una vez habían sido reales, pero que ahora ya no formaban parte de su vida. Amigos que llegaron y se fueron, compañeros de trabajo, compañeros de estudios, amantes y familiares. Aquella noche había revivido su vida entera en cuestión de horas.
Sin que se diera ni cuenta, el sol había salido y las gaviotas revoloteaban por el cielo gritando excitadas al embravecido mar que les procuraba alimento. Las olas se estrellaban contra las rocas y amenazaban con adentrarse en la tierra. Nubes grises colgaban como volutas de humo frente a su ventana, demorándose pese a que el chubasco matutino ya había cesado.
Los delicados tonos de un arco iris recién formado se alzaban desde el pueblo dormido, se expandían por el cielo del amanecer y se hundían en el campo, enfrente de Casa Amapola. Una visión vibrante de rojo de manzana acaramelada, crema, albaricoque, aguacate, jazmín, rosa y azulete contra el cielo gris. Tan cerca que Rosie quería alargar el brazo para tocarlo.
La campanilla del mostrador de abajo sonó ruidosamente. Rosie chasqueó la lengua y miró la hora: las seis y cuarto.
Había llegado un huésped.
Se puso de pie lentamente con una mueca de dolor por haber estado agachada en la misma postura durante horas. Se agarró al poste de la cama y se levantó. Poco a poco estiró la espalda.
La campanilla sonó otra vez.
Las rodillas le crujieron.
– ¡Ya voy! -contestó procurando disimular la irritación de su voz.
Había sido una tonta quedándose en vela toda la noche para leer aquellas cartas. Le esperaba una jornada bastante movida y no podía permitirse estar cansada. Cinco huéspedes se marchaban y otros cuatro vendrían poco después. Había que limpiar las habitaciones, lavar las sábanas y hacer las camas de los nuevos, y ni siquiera había empezado a preparar el desayuno.
Pasó de puntillas con sumo cuidado entre el lío de cartas desparramadas alrededor de la alfombra procurando no pisar aquellos papeles tan importantes que había conservado toda su vida.
La campanilla volvió a sonar.
Puso los ojos en blanco y maldijo para sí. No estaba de humor para huéspedes impacientes. No cuando no había dormido ni un instante.
– ¡Un momentito! -gritó alegremente, agarrándose a la barandilla para bajar la escalera más aprisa.
Se golpeó un dedo del pie contra una maleta dejada tontamente junto al primer escalón. Al tropezar salió despedida hacia delante y entonces una mano la sostuvo con firmeza por el brazo para que recobrara el equilibrio.
– Lo siento mucho -se disculpó el hombre, y Rosie levantó la cabeza de golpe.
Rosie miró al hombre que tenía delante. Casi un metro ochenta, de pelo moreno con canas en las sienes. Tenía la piel cansada y arrugada alrededor de los ojos y la boca. Tenía los ojos cansados, como lo estarían los de cualquiera que hubiese conducido cuatro horas hasta Connemara después de un vuelo de cinco horas. Pero aquellos ojos brillaban y refulgieron al humedecerse.
Los ojos de Rosie también se humedecieron. Notó que le apretaban el brazo con más fuerza.
Era él. Finalmente era él. El hombre que había escrito la carta final que había leído aquella mañana, rogándole una respuesta.
Naturalmente, después de recibirla, no había tardado nada en contestar. Y mientras el silencio mágico volvía a envolverlos cincuenta años después, lo único que pudieron hacer fue mirarse a los ojos.
Y sonreír.
Cecelia Ahern
Nació en Dublín en 1981 y desde muy pequeña disfrutó de la privilegiada biblioteca de su padre, el primer ministro irlandés Bertie Ahern. Durante su adolescencia alternó la lectura con sus primeras narraciones y al terminar el colegio se matriculó en la universidad para cursar Periodismo y Comunicación Audiovisual. En 2002 abandonó sus estudios para escribir la que sería su primera novela. Posdata: te amo (2004), que arrasó en las librerías de su país antes de dar el salto a Estados Unidos, y a diversos países europeos, donde también ha cosechado un gran éxito. Mientras se prepara su adaptación cinematrogia, Ahern no ha parado de trabajar: ha publicado dos novelas más, Rosie Dunne y Donde termina el arco iris, y desde su residencia en Dublín sigue cimentando el futuro de una carrera tan fulgurante como prometedora.