Luego nos internamos en temas de otra elevación. En la esperanza de comprender mi afecto por Diana a través de su afecto por Elvira, le dije:
– Voy a hacerte una pregunta idiota. ¿Vos podrías decir cuál es la persona que más querés?
Me contestó:
– Y, che, lejos, Elvira.
Su respuesta me convenció de que podríamos entendernos. En el afán de alcanzar esa meta, mayormente no me preocupé de tener tino y le presenté una segunda pregunta:
– En Elvira ¿qué es lo que más querés?
Hasta la papada se le puso al rojo vivo. Al rato dijo algo que me llenó de asombro:
– Tal vez uno quiere la idea que uno se hace.
– No te sigo -confesé.
– Yo tengo la suerte de que Elvira no desmiente nunca esa idea.
Pensé un ratito y dije como si hablara solo:
– Bueno. Si yo quiero al físico de Diana, quizá no estoy tan equivocado. Quizá no sea menos Diana su físico, que Elvira la idea que te formás de ella. No hay que hurgar tan adentro.
Aldini respondió con naturalidad:
– Sos demasiado inteligente para mí.
Yo no creo que sea más inteligente que los demás, pero he pensado mucho sobre algunos temas.
XXXII
Una tarde, a la hora de la siesta, volví a soñar disparates. Usted se va a reír: soñaba que estaba en mi cama, en mi cuarto, y que Diana dormía al lado, abajo, en la alfombrita. Exactamente lo que pasaba en la realidad, sólo que en el sueño yo le hablaba. Le pregunté, recuerdo, cómo era su alma y le dije: "Seguro que es más generosa que la de muchas mujeres". Usted comprende, sin nombrarlas abiertamente, yo me refería a la cuñada y a Ceferina. Le pedí a la perra que me hablara, porque si no, le dije, yo nunca iba a conocer el alma que estaba mirándome desde esos ojos tan profundos. Unos gritos me despertaron. Por motivos que sabía en el sueño, pero que muy pronto se me borraron de la mente, desperté acongojado, con verdadera necesidad de estar con la señora. Oí la voz de Adriana María, notable por lo clara, la situé en cocina y me pregunté si también había oído la voz de la vieja. Cuando fui allá, impulsado por el deseo de matear, me llevé el disgusto de encontrarme con las dos mujeres trabadas en una discusión. Pensé que había sido injusto con la cuñada, sobre todo insensible. Si la miraba de repente, podía confundirla con mi señora, salvo por el color del pelo.
Digan después que hay transmisión del pensamiento. Mientras me abandonaba a consideraciones tan favorables para ella, Adriana María incubaba una irritación contra mí, que no tardó en reventar. No me preocupé de las mujeres hasta que levantaron la voz y prácticamente gritaron. El hecho no me asombró, porque es raro que pase un día sin que griten o insulten. Si yo hubiera razonado con mayor rapidez, me hubiera retirado, pero como soy lerdo, antes de comprender nada, sentí la estúpida obligación de amigarlas.
Tuve entonces la prueba de que debo coserme la boca y no hablar de asuntos que me importan delante de personas dispuestas a interpretar con mala voluntad lo que digo. En diversas oportunidades comenté en casa los últimos episodios y las reflexiones que éstos me sugirieron. Vagamente habré pensado que esas mujeres, al fin y al cabo, eran mi familia y que si no puedo comentar con nadie la preocupación que llevo adentro, estoy muy solo.
Cuando me dijeron por qué peleaban ajustaron el lazo que me retenía. Ceferina explicó:
– Los médicos le presentaron al pobre rengo, por la atención de Elvira, lo que se llama un cuentazo.
– El rengo no gana un peso partido por la mitad -interrumpió Adriana María-. Porque lo que es yo, ni nadie en sus cabales, va a llevarle un mueble en compostura a un viejo anquilosado. ¿Sabés para qué sirve? Para pasear el perro.
Yo diría que me miró sugestivamente.
– No es tan viejo. Apenas diez o doce años más que yo -protesté.
Ceferina dijo:
– La enfermedad de Elvira le comió los ahorros.
– Lo tiene merecido por reaccionario y por avaro -dijo Adriana María.
– ¿Qué tiene que ver? -pregunté.
– ¿Cómo qué tiene que ver? ¡No aporta a las Cajas!
La propia Ceferina admitió:
– No hay peor crimen.
– Si digo media palabra en Defensa Social lo meten entre rejas. No aporta a las Cajas de jubilación ni tuvo nunca la precaución elemental de adherir al Centro Gallego.
Argumenté:
– Es hijo de italianos.
– Entonces que no proteste -sentenció la cuñada.
Las mujeres volvieron a vociferar y yo pensé en la lección que me había dado el Rengo. Con la mayor naturalidad lo usé de paño de lágrimas, pero él nunca me cargoseó con dificultades y quejas. Lamentablemente se había hecho tarde para que yo siguiera ese gran ejemplo de conducta, porque ya no quedaban muchos en el barrio que no hubieran oído mis confidencias.
Adriana María comentó:
– Aldini se habrá endeudado para que le curen a la mujer, pero al que verdaderamente quiere es al perro.
Creo que dijo "al perro inmundo". Protesté con una mesura que fui el primero en celebrar.
– En ese aspecto no me parecés ni justa ni razonable.
No haberlo dicho. A toda velocidad giró como un resorte, me clavó sus ojos fulminantes y me preguntó:
– ¿Cómo te atrevés a pronunciar la palabra razonable?
– Por un rato masculló furiosa-: Véanlo al atrevido. No sé qué hacen los del Instituto que no lo encierran. Juro que voy a presentar la denuncia.
Sin apabullarme le dije:
– No confundás tristeza con locura.
– Estás triste porque estás loco.
Sinceramente confesé:
– No te sigo.
Como si tuviera la lección aprendida, a lo mejor para recitarla ante una junta de médicos, empezó la enumeración de cargos:
– Si usted lo escucha, la misma gente que le vendió la perra se la va a robar.
Como un estúpido aclaré:
– A mí no se me ocurrió la posibilidad ¡ni remotamente! Aldini me puso en guardia.
– ¿Qué tiene que opinar el viejo? Dios los cría y ellos se juntan. Ahora a éste le da por imitarlo y, para no ser menos, trae a casa una perra que se llama como la propia mujercita.
Cuando oí lo de "la propia mujercita" me pareció imposible que minutos antes la mirara con afecto. De algún modo me perturba y hasta me desagrada la idea de que un cuerpo humano atractivo y familiar en grado sumo, porque es idéntico al de mi señora, esconda un alma tan diferente. Adriana María continuó:
– Eligió la perra porque se llamaba así. O quizá la bautizó él mismo. A veces me pregunto si lo que le gusta en mi hermana es el nombre.
En el afán de mantenerme dentro de la más estricta verdad, reconocí:
– No tiene nada de feo.
Por primera vez Adriana María sonrió.
– Si le da placer llamarme Diana dijo como si algún pensamiento la divirtiera- yo no me opongo.
Creí necesario dejar ese punto bien aclarado:
– Vos te llamás Adriana María.
– En cambio la perra se llama Diana y él se babea por ella. No me van a decir que no es raro un marido para quien no existe otra mujer que la legítima. Cuando la legítima es mi hermana, estoy en pleno derecho de creer que ese hombre no es normal.
– No te permito -protesté.
Usted la oyera.
– El señor me niega el permiso. ¿Desde cuándo voy a pedir permiso a un loco que de noche ve caras pálidas en las ventanas?
– Te juro que la vi.
– ¿A quién le importa lo que vio un ignorante? Yo voy a contar todo a esos médicos, para que le tomen el peso a tu ignorancia y a tu locura. Solamente un loco imagina que los médicos del Frenopático, vaya uno a saber con qué fin horroroso, encierran a personas en sus cabales. No te voy a denunciar por el simple despecho, sino para defenderme.