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– Completamente sana. Por favor, trate ahora de seguir mi razonamiento. Ella era -no quiero ofender, entiéndame bien- la manzana podrida de su matrimonio. ¿Me sigue?

– Lo sigo.

– Cuando la señora no estaba sana, lo enfermó a usted.

En situaciones desconocidas, para no ser cobarde, tal vez haya que ser muy valiente. Tuve ganas de escapar. Tomando un tono despreocupado, le dije:

– Para mí, doctor, que le contaron infundios y lo sorprendieron en su buena fe. Yo estoy perfectamente.

– Le pedí, señor Bordenave, que tratara de seguirme. No conteste si no entiende.

Contesté:

– Entiendo. Pero estoy perfectamente. Le aseguro. Perfectamente. Me parecía que tenía hormigas en las venas. Con la más imperturbable lentitud, Reger Samaniego retomó la explicación.

– La manzana podrida enferma el resto de la frutera. A usted, en cierto grado, la señora lo enfermó.

La explicación, como yo lo había previsto, tomaba un rumbo peligroso. Para mostrar cordura y buen ánimo le pregunté:

– ¿En qué porcentaje?

– No lo entiendo -me dijo.

– ¿En un cinco por ciento?

– No entremos en porcentajes -contestó con visible irritación que de cualquier manera son puramente fantasiosos. Digamos, en cambio, que ahora, cuando la señora vuelve sana, a usted le tocará el papel de la manzana podrida.

– ¿Qué debo hacer? -pregunté en un hilo de voz.

Cerré los ojos, porque estaba seguro de oír la temida palabra "internarse". Oí:

– Vigilarse.

– ¿Vigilarme? -pregunté desorientado, pero aliviado.

– Es claro. Reprimir su propensión a enfermarla de nuevo.

Tal vez porque ya me creía a salvo o tal vez porque estaba realmente ofendido, protesté:

– ¿Cómo se le ocurre que voy a tener propensión a enfermar a Diana?

– Acuérdese de lo que le digo. Usted puede, sin proponérselo, no le discuto, desencadenar nuevamente la enfermedad. ¿Usted quiere que la señora recaiga?

Atiné a repetir:

– ¿Cómo se le ocurre?

– Entonces ¿me promete que usted no va a extrañar costumbres, o maneras de ser, que la señora haya olvidado?

Le aseguré:

– No entiendo.

Escondió la cara entre las manos. Cuando las apartó, parecía muy cansado.

– Voy a hacer una mala comparación, para ver de ayudarlo. Un señor que había comprado el caballo del lechero, protestaba porque el animal paraba en todas las puertas. Lo llevó a otro señor, para que le sacara la mala costumbre y, cuando se lo devolvieron, protestó porque el caballo no paraba en ninguna parte.

Enojándome por si acaso, contesté:

– No entiendo la comparación.

– Tengo el mayor respeto por la señora -me aseguró-. Eché mano a la comparación en la esperanza, en la ilusión a lo mejor absurda, de que usted me entendiera. Le repito: la señora está cambiada y espero que usted no proteste.

– ¿Por qué voy a protestar?

– Uno extraña lo bueno y lo malo.

– ¿Qué puedo hacer?

Dijo una frasecita que no olvidaré:

– No me la retrotraiga a las formas de vida de cuando estuvo enferma

– Volvió a taparse la cara con las manos y después miró hacia arriba, con la expresión de quien está contemplando algo maravilloso-. Tal vez convendría un viaje, un cambio de domicilio, pero no pretendo meterlo en nuevos gastos. La solución ideal ¿quiere que le diga cuál hubiera sido la solución ideal?

Le juro que respondí:

– No.

Hablé en voz tan baja que no debió de oírme. Continuó:

– ¡Internarlo a usted también!

En ese momento su cara me pareció más angosta y más puntiaguda. Una verdadera cara de lobo. Era pálida, pero la oscurecía la barba sin afeitar.

– Sería malgastar el dinero -protesté como si no diera mayor importancia a lo que estaba diciéndome.

– Vuelvo a las manzanas -contestó-. Si un cónyuge se enferma, el matrimonio se enferma. Usted solamente va a probarme que está sano si no empuja a la señora a sus viejas manías.

– Le prometo -dije.

Volvió a taparse la cara y, de pronto, dio una palmada a la tortuga de bronce que había sobre el escritorio. Me sobresalté, porque era un timbre de lo más estridente.

Apareció Campolongo.

El director le preguntó:

– ¿Está lista la señora de Bordenave?

El otro tomó su tiempo para contestar:

– Está lista.

Por fin el director ordenó:

– Tráigala. -A pesar de mi confusión, entendí que Reger daba una aclaración inútil.- Vienen a buscarla.

Yo no podía creer lo que estaba oyendo, pero la alegría se me acabó de golpe, cuando vi que Reger sacaba del bolsillo del guardapolvo una papeleta inconfundible. "Por no tener el dinero, todavía no me la van a devolver" pensé. A lo mejor si llamaba por teléfono al rengo Aldini, o si me largaba, sin demora, a su casa, podría recuperar el dinero prestado.

– No se me ocurrió traer dinero… -murmuré.

A mí mismo me pareció una excusa nada convincente, pero las palabras que dijo Reger Samaniego fueron todavía más increíbles:

– Me paga cuando puede.

Me entregó el papel, se restregó las manos y con aire de comerciante hipócrita agregó: "Mi cuentita". La examiné, nuevamente no pude creer y di vuelta la hoja para ver si seguía del otro lado. No seguía.

– ¿Es todo? -pregunté.

– Es todo -contestó.

– Pero, doctor, ni siquiera le pago la manutención.

Para mis adentros yo me decía; "Con lo que tengo en el banco me basta y sobra".

– No se preocupe -contestó Reger Samaniego.

– No es cuestión tampoco de que usted haga caridad.

– No es cuestión tampoco de que se preocupe demasiado -contestó; yo tardé en comprender que ya no me hablaba de la cuenta-. Si, involuntariamente, desde luego, usted propende a reproducir las situaciones anteriores, no faltará, esté tranquilo, quién me avise -en ese punto se golpeó el pecho, para indicar tal vez que yo podía confiar en él -y lo internaré inmediatamente, sin que ello signifique, para usted, una exorbitancia en materia de gasto.

Yo estaba sumido en las más deprimentes cavilaciones cuando oí el grito:

– ¡Lucho!

Con los brazos abiertos, dorada, rosada, lindísima, Diana corrió hacia mí. Tuve presencia de ánimo para pensar: "Está feliz porque me ve. Nunca olvidaré esta prueba de amor".

XXXV

Con la mano derecha empuñaba el brazo de Diana, con la izquierda su valija, salíamos del Instituto, volvíamos a casa, yo me sabía el hombre más feliz del mundo. En ese momento extraordinario hablamos de cosas triviales, hasta que al rato Diana me preguntó cómo estaba su padre y si me había tomado rabia porque la había internado.

– Bastante -le dije.

– Trataremos de hacerlo entrar en razón.

– Se echó a reír y me peguntó-: Adriana María ¿te anduvo buscando?

– No entiendo.

– ¡Te tiene unas ganas!

No cabe duda: las mujeres son más avispadas que nosotros. Mientras caminaba levantándola del brazo, le aseguro que tuve un fuerte impulso de abrazarla. Usted se preguntará si perdí el sentido de la decencia. Créame que no le cuento estas intimidades por el gusto de ventilarlas, sino porque pienso que pueden resultar significativas para comprender los hechos, tan misteriosos y extraordinarios, que sucedieron después. Para que usted no vaya a suponer que yo estaba un poco loco o siquiera alterado, como Adriana María dio a entender en conversaciones con la gente del pasaje y aun del barrio, es conveniente que sepa en qué estado de ánimo volví a casa. Yo se lo describiría como la simple felicidad de un hombre que vuelve a estar con su mujer después de una larga separación.

Íbamos por esas calles de Dios tan distraídos con nuestra charla y con el placer de estar juntos que no advertimos que habíamos llegado a casa.

– Te preparé una gran sorpresa -le anuncié.