– Como primera providencia -explicó el enfermero-usted va a tomar este comprimido.
Por la manera en que me sujetó comprendí que por ahora más valía deponer las pretensiones. Como el hombre manipulaba un tubo, aparenté mejor ánimo y le dije:
– No lo necesito. Me siento perfectamente bien.
Pensé: Con otro somnífero como el de hoy, mañana no valgo nada.
– Entonces comerá algo -dijo el hombre en tono amistoso- ¿de qué tiene ganas?
Yo no tenía ganas de nada, salvo de salir y volver a casa.
– ¿Qué le parece una sopita de cabello de ángel y un churrasco? -preguntó la enfermera.
Se fueron a buscar la comida. Yo traté de aprovechar los minutos para hacer mi composición de lugar y planear una estrategia. No es fácil pensar, cuando uno se encuentra en una situación alarmante, en la que nunca se vio. A lo mejor la inyección que me aplicó Samaniego todavía me embotaba el cerebro. Por un lado yo me sentía sinceramente indignado; por otro, alcancé a comprender que en manos de enfermeras acostumbradas a lidiar con locos, de nada me valdría rebelarme. Creo que ya entonces entreví mi plan de escribirle, sólo que al principio el destinatario iba a ser Aldini. Tuve la corazonada de que la enfermera me ayudaría y que lo mejor era buscar su aprobación.
Me trajeron la bandeja, con la sopa que tenía más ojos de grasa que fideos, un churrasco y papas hervidas. Para ganar tiempo comí unos pedazos de pan.
– Mucha hambre no tengo -confesé.
– No hay que debilitarse -contestó el enfermero. Desde atrás, la enfermera me miraba ansiosa y dijo:
– Esfuércese por comer un poquitito.
La obedecí.
– Va a tomar sus vitaminas -declaró el hombre.
Yo sentía que me subía la indignación y que no podría contener un desplante. La mujer movía afirmativamente la cabeza. Me di por vencido. Las pastillas eran grandes y de feo olor. Como se me atascaron en la garganta, tuve que echarme otro vaso de agua, que en partes se derramó.
– Todavía está nervioso -observó el enfermero.
– No -contesté con firmeza-. Es la falta de práctica en tomar remedios.
– El orgullo me dominó y expliqué-: No van a creer, pero les garanto que hasta hoy no había entrado en este cuerpo lo que se llama una inyección.
El enfermero me miró fríamente y en un tono que me desagradó dijo:
– Ya cambiaremos todo eso. Venga, lo acompañamos al baño.
Tuve que ir, estar y volver en su compañía. Para esas cosas, usted no lo creerá, soy muy delicado y prefiero la soledad. Pensé: Aunque sea por esto, les daré confianza, para que no estén mirándome noche y día.
– Le dejamos un poco de agua, por si tiene sed -anunció la mujer.
– Gracias -dije-. Quiero pedirles un favor. Cualquiera de ustedes, cuando se acuerde, fíjese en mi saco, a ver si está la cédula. No me gusta perder los documentos.
– Ahora no debe pensar en eso -ordenó severamente el hombre.
– Duerma. Duerma bien -me aconsejó con dulzura la mujer-. Si no puede, llame. Le damos una pastillita.
Esta gente no tiene arreglo, vive en otro mundo, haga de cuenta que son marcianos. No nos entienden porque sus costumbres no son las nuestras. Como usted imaginará, me costaba resignarme a la idea de que estaba en ese otro mundo. Sentí que volver al mío era lo esencial, pero no me engañé con la ilusión de que salir del Frenopático fuera un asunto fácil. Desde luego si hubiera entonces medido correctamente mis dificultades, habría dado rienda suelta a los nervios, con algunas consecuencias que prefiero no imaginar.
¿Cuándo volveré? No tengo la menor idea. Si usted quiere ayudarme, quizá dentro de pocos días estaré en casa.
Ll
Yo estaba completamente despierto cuando entró la enfermera, a la otra mañana, con el café con leche, pero simulé que dormía. Creo que obré así con el vago propósito de espiarla, sin recordar que los ojos cerrados no ven. Sucedió entonces un hecho inexplicable. Si piensa que le miento, no ha leído con atención lo que llevo escrito; mi relato prueba, me parece, que digo la verdad sin preocuparme de quedar bien. En la circunstancia, además, quedé menos bien que asombrado y molesto.
Ya es hora que le diga que la enfermera dejó la bandeja en la mesita, se inclinó sobre mí, para observarme de cerca y me dio un beso. Con mayor razón perseveré en mi simulacro, que se extendió a los movimientos propios de quien despierta de un sueño profundo. Me preguntó:
– ¿Cómo está? ¿Durmió bien?
La mujer escuchaba con sincero interés mis contestaciones. Me dije que tanto escrúpulo profesional no condecía con el besito anterior. En el fuero interno peco de malicioso.
Esa enfermera no me dejará mentirle. Despaché el desayuno con un hambre que daba gusto. Creo que me dijo:
– No sabe lo contenta que me pongo al verlo comer.
De pronto reflexioné: "Con su apariencia afable, da a entender que estuve, o que estoy, enfermo y justifica al doctor."
Como si leyera mis pensamientos, la enfermera dijo:
– Estoy de parte suya. Quiero ayudarlo. Confíe en mí. No podía creer lo que oía.
– Si no le interpreto mal -observé- ¿mi situación aquí sería delicada?
– Todos tratan de escapar -contestó- pero ninguno lo consigue. Usted debe escaparse, debe escaparse.
En ese momento me convencí de la urgencia de escribirle. Me serené un poco y le dije:
– Le voy a pedir un favor. Papel de carta.
– Más tarde me corro al quiosco y se lo traigo.
– Va a guardarme el secreto ¿no es verdad?
– Ya se lo dije: confíe en mí.
Machaqué:
– Con tal de que me guarde el secreto.
– Malo. Desconfiado -dijo con un mohín. Me miró de muy cerca.
– Es una carta para un amigo -expliqué-. ¿Se la podrá llevar? No vive lejos.
– Aunque viva en el fin del mundo.
– No sabe el favor que me hace. Es muy urgente. Contestó:
– Más urgente sería que usted se escapara, pero no veo el modo. Entró el enfermero y me dijo:
– Vamos al baño.
Cuando volví al cuarto me habían hecho la cama. No pude menos que pensar: "Del trato no me quejo. Con tal que sigan en este tren". Como ve, me dieron comodidades y ya me olvidaba de mi señora y de que estaba preso. Le pregunté al hombre si debía meterme en cama. Contestó:
– Haga lo que le pida el cuerpo. Eso sí, no se canse.
No le pregunté cómo podría cansarme.
Se fue. Me arrimé a la ventana y una vez más comprobé que no había forma de abrirla: "Para que los locos" -me expliqué a mí mismo "no se tiren abajo". Vi que daba a un patio interior, triangular; con un cantero en el centro, con yuyos, que formaban un triángulo más chico, bastante angosto, oscuro y triste. Yo estaba en el quinto piso. Arriba había otra hilera de ventanas.
Apareció la enfermera con el papel de carta.
– No sé cómo agradecerle -dije.
– Si quiere yo le digo. -¿Cuánto le debo? -pregunté.
Golpearon a la puerta (lo que me asombró, porque todos, hasta ese momento, entraban sin golpear). Era el doctor Campolongo. Le aseguré que dormí de un tirón, que estaba perfectamente, que había tomado un suculento desayuno, pero hablé lo menos posible. Me conozco. Por cualquier pavada levanto presión y ya salgo con esos
desplantes que después me traen sinsabores. Me pidió que le contara qué enfermedades había tenido. Le dije:
– El sarampión, de chico, y la viruela boba. Después fui siempre lo que se llama un hombre sano.
Cuando se fue, entró la enfermera y me previno.
– Escriba mientras yo rondo, para que no lo sorprendan. Si le doy la señal -los golpecitos en la puerta- usted me esconde el papel debajo del colchón.
Aunque hubiera jurado que esa mujer trataba de convencerme de que estaba preso, le di las gracias.