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Me contraje a la tarea aplicadamente, pero sospeché en seguida que era el asunto demasiado complicado para explicarlo en cuatro o cinco páginas. A fuerza de voluntad perseveré.

Me llevé un susto, porque la enfermera entró y apareció a mi lado sin hacer ruido. Preguntó:

– ¿Ya está la carta?

– Sí -contesté-, pero me salió tan embarullada que estoy escribiendo otra. En media hora la tengo.

– Mejor que la deje para después. Traigo el almuerzo.

Almorcé con apetito: hecho bastante inexplicable, en mi situación, porque a mí no me gusta que me estén mirando cuando como, y la enfermera, reclinada contra la puerta, no me sacaba los ojos de encima. Después no retiraba la bandeja y seguía mirando. Para terminar con ese cuadro, dije lo primero que me vino a la mente:

– ¿Me jura que los médicos no van a leer mi carta?

– Le juro.

– Es para que ese amigo me saque de aquí -dije antes de pensar que tal vez cometí una imprudencia.

Vi que tenía el mentón en punta, con un lunar del lado izquierdo y me pareció que los ojos le brillaban mucho.

– Yo no complicaría gente de afuera -dijo-, pero voy a hacer lo que mande. Estoy para servirlo, en todo ¿me entiende? Me llamo Paula.

Entre una frase y otra hacía un alto, quizá para que yo comprendiera mejor. Usted se va a reír. Le contesté:

– Una tía mía se llama Paula.

– ¿A vos te llaman Lucho? Si no hay nadie, llamame Negra. Tras alguna vacilación articulé la palabra:

– Bueno.

Recogió las cosas y dijo, como pensando en voz alta:

– Si no tiene confianza en mí, está perdido.

LIII

En media hora de trabajo despaché la carta, a mi entera satisfacción. Porque Paula no venía, para matar el tiempo, cometí la imprudencia de releerla. Era más clara, pero no más convincente que la primera. "Si me piden socorro con una carta así ¿qué hago?" me pregunté. "La tiro a la basura y pienso en otra cosa".

Perdido en mis cavilaciones me atranqué a la ventana. Al rato descubrí un hecho que reputé de lo más extraño. Si usted miraba con detención, veía gente en ventanas del primero, del segundo, del tercero, del cuarto y hasta del sexto piso; a nadie en las del quinto.

Cuando el enfermero me preguntó si quería ir al baño le dije que sí. Como en ocasiones anteriores, en el trayecto no vi un alma. Porque ese día mi inteligencia funcionaba con prodigiosa velocidad, vinculé una observación con otra y poniendo la voz del que habla por hablar pregunté:

– ¿No hay nadie en el quinto piso? Porque lo tomé de sorpresa, balbuceó:

– No…, no. -Agregó enseguida- Usted.

Me dejó en la habitación y se alejó como si estuviera apurado. Al rato vino Paula.

– ¿Ya está la carta? -preguntó.

– Sí -le dije-. Le voy a pedir que se la lleve a este amigo.

Moviendo los labios como si mascara un caramelo pegajoso, Paula leyó el nombre y la dirección.

– ¿Viene a quedar? -preguntó.

– Entrando por Acha, la segunda casa, a la izquierda.

– Sí voy esta noche ¿lo encuentro?

– Siempre está -le dije, y le pedí otro favor-: Acepte el dinero, porque mañana quiero más papel, mucho más. No estoy contento con la carta y mañana empiezo de nuevo.

– No es cuestión de bombardear al prójimo. Si piensan que estás loco, no te hacen caso.

Porque me hablaba de corazón, le expliqué:

– Es una historia tan rara que si la escribo en cuatro o cinco páginas resulta increíble. Francamente increíble. Es tan rara que se la voy a contar a otro para entenderla yo.

– Te van a interpretar mal -me dijo con tristeza-. Por aquí pasan muchos locos y no es la primera vez que alguien me asegura que su historia es muy rara.

Protesté:

– Si vos me creés loco…

De miedo, no más, debí de tutearla. A ella le gustó.

– Almita -me dijo-, me tenés para todo. Para todo ¿Entendés? Mañana te traigo las hojas.

– Muchas ¿eh?

– Sí, muchas; pero en lugar de escribir, que no es bueno para la salud, yo que vos me rompía la cabeza buscando la manera de escapar.

LIV

Con el trabajo de escribir, con las visitas de la enfermera, del enfermero, del doctor Campolongo, con las comidas a cada rato, se me pasó la tarde. A la noche, en cama, empecé a meditar.

Tomé la firme resolución de pedirle a Paula que me explicara por qué era indispensable que huyera si no estaba loco. ¿Qué ganaban los médicos, vamos a ver, con tenerme encerrado? Ante todo, yo no soy un hombre pudiente; después, a lo que entiendo, no vivimos en la época de los médicos de levitón y galera, que roban infelices en la película de Aldini, para hacer experimentos. Hoy, por hoy ¿quién va a creer esa fábula? Si yo le hablaba con tranquilidad a Samaniego, o al mismo Campolongo, coordinando como corresponde, me abrirían de par en par la puerta para que volviera a casa.

Era extraño, sin embargo, que la enfermera, que al fin y al cabo trabajaba en el Instituto y que debía de estar interiorizada de lo que allí ocurría, insistiera tanto en la necesidad de favorecer mi fuga. Bastaría pensar un poquito más en la misma dirección, para desconfiar de la enfermera y preguntarme si no era un instrumento de los médicos. ¿Me empujaba a la fuga, para que me sorprendieran in fraganti? Con algún trabajo recapacité que yo no estaba detenido ni preso, que no pendía sobre mí una condena y que un intento de fuga no era un crimen. Es claro que tal vez me castigaran, me aplicaran inyecciones y hasta el shock eléctrico. Yo estaba en calidad de enfermo, sin estar enfermo, y los médicos me soltarían cuando advirtieran su error. ¿O el negocio consistía en meter adentro gente sana? Menos peligroso era internar a los enfermos, que nunca faltan, desgraciadamente.

Pensé que sin demora debía pedirle a Paula que se ingeniara para recuperar mi cédula. Soy del todo contrario a dejar en manos ajenas un documento personal. Si lo pierden, de nada valen los reclamos, porque no lo salvan a uno del temido vía crucis en la calle Moreno.

Por la cuestión de la cédula me puse tan nervioso que no podía conciliar el sueño. Me dije que al otro día iba a estar cansado, que lo notarían los médicos, me darían calmantes, me dormirían y yo no podría seguir con el trabajo. En el fondo, tenía la convicción de que me habían encerrado para no dejarme salir así nomás.

Caí de golpe en la cuenta de que haría por lo menos veinticuatro horas que no me acordaba en serio de Diana. Pobrecita, buen defensor le ha tocado, que si lo meten preso en el manicomio ya no piensa más que en él.

LV

Empezaba a dormir cuando me despertaron unos ladridos. Miré por la ventana, porque había clareado, y vi en el patio un perrazo con rayas como de tigre. Creo que es un mastín.

A mí estos médicos no me engañan. Para darme confianza, el primer día no me molestaron, pero a la mañana siguiente empezaron el gran ataque. Antes del café con leche ya me habían sacado sangre hasta de atrás de la oreja y con el desayuno que no fue escaso en materia de pan y mermelada, me hicieron tragar infinidad de pastillas. Campolongo explicó:

– Son vitaminas.

– No sabía que hubiera tantas -contesté.

– Usted me las toma todas las mañanas y ya vera cómo lo ponemos.

– ¿Cómo a Diana, mi señora?

– Exactamente. De modo que no se encuentre en inferioridad de condiciones. Dígame, señor Bordenave ¿usted no siente, de vez en cuando, cómo le diré, una dificultad para el raciocinio?

Quedé alelado. Este doctor Campolongo, después de verme cuatro o cinco veces, descubría un síntoma que yo creía oculto en los repliegues más profundos del cerebro. Me hallaba ante un ojo clínico.

– A veces me gustaría explicarme con mayor facilidad -le dije-. Por ejemplo, los otros días quería alegar con el doctor Samaniego…