Permítame que deje el punto debidamente aclarado: siempre Diana presumió de buena mano en la cocina. Un mérito de reconocido peso en el hogar. Sus pastelitos rellenos de choclo son justamente famosos en la intimidad y aun entre la parentela.
Cuando terminó el Noticiario Deportivo, don Martín apagó la televisión. Martincito, que berrea como si imitara a un chico berreando, exigió que la encendiera de nuevo. Don Martín, con una calma que asombró, se descalzó la pantufla derecha y le aplicó un puntapié. Martincito chilló. Diana lo protegió, lo mimó: se desvive por él. Tronó don Martín:
– A comer se ha dicho.
– ¿Adivinan la sorpresa? -preguntó Diana.
En el acto manifestaron todos un alboroto inconfundible. Hasta Ceferina, que es tan peleadora e intransigente, participó en esa pequeña representación, nada fingida por lo demás. Diana pone en su trabajo no menos amor propio que buena voluntad, de modo que no va a admitir que los pastelitos le salgan mal o caigan pesados.
En casa, a cada rato, se oye alguna campanada de los relojes de pared que están en observación. A nadie le irrita, que yo sepa, el alternarse de los carillones, frecuentes pero armoniosos; a nadie salvo a Diana o a don Martín. Cuando sonó un reloj de cuco, don Martín se encaró conmigo y gritó:
– Que se calle ese pájaro porque le voy a torcer el pescuezo. Diana protestó:
– Ay, papá. Yo tampoco aguanto los relojes, pero el de cuco es lo que se llama simpático. ¿No te gustaría vivir en su casita? A mí, sí.
– A mí los relojes que más rabia me dan son los de cuco -dijo don Martín, ya un tanto calmado por Diana.
Como yo, la quiere con locura.
Martincito comió del modo más repugnante. Por toda la casa dejó rastros de sus manos pegajosas.
– Los niños del prójimo son ángeles disfrazados de diablos -comentó Ceferina, con esa voz que le retumba-. Dios los manda para probar nuestra paciencia.
Confieso que en ningún instante de la noche sentí alegría. Quiero decir verdadera alegría. Tal vez yo estaba mal preparado por un presentimiento, porque a los cumpleaños y a las fiestas de Navidad y de Año Nuevo, desde que tengo memoria, las miro con desconfianza. Procuro disimular, para no estropearle a mi señora celebraciones que ella aprecia tanto, pero seguramente me preocupo y estoy mal dispuesto. Justificación no me falta: las peores cosas me sucedieron en esas fechas.
Aclaro que, hasta últimamente, las peores cosas habían sido peleas con Diana y ataques de celos por deslices que no existieron sino en mi imaginación.
Usted le dará la razón a mi señora, dirá que estoy muy interesado en lo mío, que no me canso de explicar lo que siento.
En la carta que le llevó la señorita Paula, no le detallaba nada. Después de leerla, ni yo mismo quedé convencido. Me pareció natural, pues, que usted no me respondiera. En esta relación, en cambio, le explico todo, hasta mis locuras, para que vea cómo soy y me conozca. Quiero creer que usted pensará, en definitiva, que se puede fiar en mí.
VI
Aquella noche del cumpleaños, el profesor Standle, hablando de perros, acaparó la atención del auditorio. Era notable cómo se interesaban los presentes, no sólo en el aprendizaje del perro, sino en la organización de la escuela. Yo soy el primero -si el profesor no miente en reconocer los resultados de la enseñanza, y no le voy a negar que por el término de uno o dos minutos me embobaron esas historias de animales. Mientras otros hablaban de las ventajas y desventajas del collar de adiestramiento, me dejé llevar por la pura fantasía y en mi fuero interno me pregunté si asistía la razón a quienes niegan el alma a los perros. Como dice el profesor, entre la inteligencia nuestra y la de ellos, no hay más que una diferencia de grado; pero yo no estoy seguro de que siempre esa diferencia exista. Algunos alumnos de la escuela se desenvuelven -si me atengo a los relatos del alemán- como seres humanos hechos y derechos.
La voz del señor Standle, un zumbido de lo más parejo y serio que se puede pedir, me despertó de la ensoñación. Aunque no entiendo el porqué, esa voz me desagrada. El individuo exponía:
– Educamos, vendemos, bañamos, cortamos el pelo y hasta montamos el más lindo instituto de belleza para pichichos de lujo.
Mi señora preguntó:
– ¿Hay quien le lleva sus perros como otros mandan los chicos a la escuela? Los pobrecitos ¿lloran la primera mañana?
– Mi escuela forma guardianes -contestó gravemente Standle.
– Vamos por partes -dijo don Martín-. Para eso no es necesaria mucha ciencia. Con un collar y una cadena, a usted mismo lo convierto en perro de guardia.
– La escuela va más lejos -replicó Standle.
Mi suegro, tan hosco habitualmente, objetaba para mantener el principio de autoridad, pero no por convicción. En realidad, escuchaba embelesado y, cuando el reloj de cuco sonaba, aparentemente no lo oía. ¿Para qué negarlo? Suspendidos de la palabra del profesor estaban todos, menos la vieja Ceferina, que por sordo encono a mi señora y a su familia se mantenía apartada y, bajo una risita de menosprecio, escondía su vivo interés.
Vaya a saber por qué yo me sentí abandonado y triste. Menos mal que Adriana María, mi cuñada -se parece a mi señora, en morena – se compadeció de mí y en ocasiones me preguntaba si no quería otra sidra.
El profesor continuaba:
– No le devolvemos al amo un simple animalito amaestrado. Le devolvemos un compañero de alta fidelidad.
Al oír estas pesadeces yo ni remotamente sospechaba sus terribles consecuencias. Le aseguro que a mi señora le afectaron el juicio. No hablo como alarmista: usted ha de saber, porque todos en el pasaje lo saben, que ya de soltera a Diana la internaron por lo menos dos veces. Concedo que al principio de la conversación abordó el tema de los perros con aparente calma, hablando en voz baja, lo más bien, como quien se contiene.
– En una casa con jardín -opinó, pensativa- un perro es conveniente.
– En sumo grado -sentenció el alemán.
No asentí, pero tampoco negué. Mucho me temo que esa moderación de mi parte alentara a mi señora. Por el mal camino, desde luego. Aspectos diversos del mismo asunto (los perros, la escuela), alimentaron la conversación hasta muy altas horas.
Intempestivamente declaró mi suegro:
– Si me voy tarde, lo que es yo, no concilio el sueño. A ustedes qué les importa. A mí, sí.
Es claro que a mí no me importaba que mi suegro durmiera o no, pero con increíble
calor me defendí de esa acusación de indiferencia, que repetidamente califiqué de gratuita. La interpretación de mis protestas, que se le ocurrió a Adriana María, me obligó a sonreír.
– ¡Pobrecito el del santo! -dijo cariñosamente-. Se cae de sueño y quiere que lo dejemos tranquilo.