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Usted no va a creer: me acostumbré a mis vecinos y, de vez en cuando, me arrimaba a la ventana, para ver si estaban en su puesto. Generalmente estaban.

Me dije que era larga la tarea, que no debía perder más tiempo en espiar a los vecinos, y volví al informe. Al redactarlo me olvidaba de la situación presente y ponía las cosas en su lugar: quiero decir que en el centro de mi preocupación estaba Diana. Por eso le tomé el gusto al trabajo y avancé a razón de treinta a cuarenta páginas diarias. Lo malo es que engolfado en mi historia, no pienso en la fuga.

Yo confiaba que todo llegaría a su hora y a decir verdad no sabía cómo pensar en la fuga porque no había reunido los elementos necesarios para planearla.

Al rato apareció la enfermera, de lo más sonriente. "Su desempeño" -pensé- "le sirvió de remedio heroico y si no guarda rencor seremos buenos amigos". La confirmación vino enseguida. Paula me dijo:

– Dame la mano.

Después me pidió que cerrara los ojos y yo discurrí las cosas más descabelladas, que tal vez me iba a dar un papelito con el nombre Félix Ramos o, vaya uno a saber, su tarjeta de visita y que yo oiría "Está abajo, esperando". Uno se queda corto ante la fantasía de la gente. Se lo digo en orden: primero sentí la suavidad y el calor, y sólo después comprendí que Paula había puesto mi mano debajo de su corpiño. Me miró como esperanzada.

– No me rechacés -dijo seriamente-. No me hagás sufrir.

Le contesté:

– No te rechazo…

Si la he tuteado fue por descuido. No seguí en el acto la frase, que debía enumerar las consabidas razones (estoy casado, quiero a mi señora) porque recordé la conversación anterior y creí conveniente encontrar una manera menos terminante de decir las cosas. No quería herirla, pero sobre todo no quería malquistarla, porque, lo que me importaba era salir y recuperar a Diana. Pobre Paula: supo interpretar mi balbuceo de modo que no la hiriera. Dijo:

– Te parece que debemos cuidarnos. Alguien nos descubre, nos aparta y mejor morirse.

Para cambiar de conversación comenté:

– ¿Qué me contás del perro que hay en el patio?

– Es para vos -contestó.

– No he de ser el único, en esta casa, con ganas de irse -repliqué, sin dejarla hablar-. Al primer intento, el perro ladra o se abalanza.

Paula guardó silencio, como si pensara "¿Le digo o no le digo?". Finalmente me dijo:

– ¿Has preparado el plan de fuga?

– Cuando voy al baño, le doy un empujón al enfermero y lo encierro.

– El te encierra. No: se me ocurrió un plan más difícil; pero menos peligroso. Una de estas noches traigo una herramienta para que abras la ventana.

Creo que todavía yo no había entendido.

– Con el ruido ladra el perro.

– No hagas ruido. Por la cornisa vas a la sala de operaciones.

– ¿Eso te parece menos peligroso?

– Sí, porque no te agarran.

– Siento vértigo y el perro, abajo, me espera con la boca abierta.

– No importa. Lo esencial es que te escapes. -¿Por cuál ventana debo entrar?

– Por ésa.

La señaló. Conté, de izquierda a derecha, seis ventanas. Dije:

– Acordate de dejarla abierta.

– La voy a dejar arrimada, sin pasador. Disponemos de una sola noche.

– ¿Esta?

– No, no… Ya te diré. No hay que desperdiciarla. Cuando entres por la ventana, verás a la derecha e izquierda dos cuartitos hechos con biombos metálicos. Seguime con atención: en el de la izquierda no te metas. Ahí se visten los médicos y, si por desgracia alguno olvidó algo, irán a buscarlo. En el de la derecha hay aparatos de cirugía que ya no se usan. Ahí vas a encontrar un pantalón, un saco y unos zapatos de mi hermano.

– Si fuera posible -le dije- poné mi cédula en un bolsillo.

– Olvidala. Tu cédula está en el cofre de Samaniego, fuera del alcance. La reclamás después, cuando estés libre, si te animás.

La noticia de que debía resignarme a dejar la cédula quién sabe dónde, me cayó pésimamente. Le parecerá extraño, pero a esa altura de los hechos, el posible extravío de mi cédula, me preocupaba tanto como encontrarme privado de libertad. Sin embargo, ya llevaba dos o tres días de manicomio y después de una tarde en la comisaría 1ª me creí el más desdichado de los hombres. Es claro que siempre el primer día es el más duro. Tampoco voy a restar importancia al disgusto de tener que renovar un documento en la calle Moreno. Pregunté:

– ¿Cuándo será la intentona?

– La noche del 31, a las once y media, emprendés el viaje por la cornisa. A esa hora, con las explosiones, o no ladra el perro, porque está asustado, o se piensa que ladra por los cohetes y los pitos. Vos te llevás tu reloj. Te vestís enseguida. A las dos en punto salís al corredor y por la puerta de la derecha te metés en la escalera de caracol. Si tenés suerte no encontrarás a nadie, porque todos están brindando con sidra en el despacho de Samaniego.

– Gracias -le dije.

– Soy gorda y pesada -contestó- pero también soy querendona.

LIX

Yo sé que alguien dijo que no hay nada peor que la esperanza. No me pregunte si fue Ceferina, Aldini o don Martín. Sacados esos tres ¿quién va a ser? Lo cierto es que me dijo la verdad. Desde que Paula me explicó el plan de fuga, yo no me aguantaba a mí mismo. El bastión, lo que me permitía aguantar un poco y seguir esperando, era la redacción de este informe. Fuera de las horas dedicadas al trabajo vivía en la ansiedad. No le hablo de Paula y de sus avances. Un peligro más grave era el de no dormir de noche, de estar nervioso, de que el enfermero o el médico lo notaran, de que me dieran algunas gotas que me dejaran dormido o por lo menos aflojaran mi voluntad. Tenía que llegar en buen estado físico a la noche del 31 e ignoraba totalmente qué tratamiento me habían preparado los médicos. Más de una vez oí de gente a la que sometieron a curas de sueño. Supongamos que decidieran aplicarme ese método. Créame: con apuro contaba los días para que pasaran rápidamente.

En la tarde del 31 aumentó mi agitación, que reprimí como pude cuando me visitaron Campolongo y el enfermero. Delante de la misma Paula traté de parecer tranquilo, para que no fuera a preocuparse y dejar todo para mejor oportunidad.

También aumentaba en el barrio, a la redonda y, según calculo, hasta más allá del horizonte urbano, el estrépito de cohetes y otras pirotecnias a que se recurre para festejar la terminación y el comienzo de los años. Aumentaron también los ladridos. Recuerdo que formulé una observación que me satisfizo por lo apropiada. "Qué extraño" -me dije- "ese perro ladra en dos registros". Me asomé. Qué dos registros ni dos registros: dos perros. Como lo oye. La novedad era que uno debía de ser de caza, por lo orejudo. Me dije: "Un abuso. Voy a presentar una queja. Más que el Instituto Frenopático esto es una perrera".