Aquí retomo el Informe para Félix Ramos
A las ocho llegó Paula con una toalla. Debajo de la toalla traía una pinza y una tenaza. Yo le di las páginas que había escrito. Las tapó y se las llevó.
Después de un rato de forcejear, desclavé la ventana. A medida que se acercaba la hora, el temor de salir a la cornisa y caminar por ella hasta la ventana de enfrente, alcanzaba proporciones portentosas.
También aumentó la cohetería. En cambio, los ladridos del patio disminuyeron hasta convertirse en aullidos quejosos. Me asomé, con desagrado, porque ahora bastaba que me acercara a la ventana para sentir vértigo. El que se quejaba era el mastín, porque su nuevo compañero, el orejudo, brillaba por la ausencia. Por más que miré no descubrí más que un perro. Es verdad que en el patio había poca luz.
Parecía que todas las explosiones reventaran juntas. Pensé en el susto que pasaría, en esos momentos, nuestra pobre perra, pero me dije que tenía más suerte que yo, porque estaba en casa, con mi señora.
A las doce menos cuarto cerré los ojos y me paré en el marco de la ventana. Le juro que no menos de cuatro veces el vértigo y el miedo me devolvieron a mi cuartito. Daba unos pasos manoteando las molduras de la pared, que son de poco relieve. Usted las araña inútilmente, en el afán de asirlas, y todo el tiempo se le escapan. Eso sí, para no irse de espaldas, hay que poner la mayor fuerza de voluntad. Cuando volvía al cuarto, las manos me sudaban y tenía granitos de revoque debajo de las uñas. Probé las dos maneras de avanzar por la cornisa: de espaldas al vacío, que para el vértigo parece lo mejor, porque usted no ve nada, pero que por motivos que no me detuve a comprender, impide el equilibrio, o siquiera lo vuelve más inestable; y de frente al vacío, que de verdad asusta, porque abre ante los ojos el cuadro completo, con las baldosas y el cantero abajo, pero que en definitiva resulta el modo más aceptable, porque le permite a usted afirmarse, mantenerse apretado contra la pared, siempre que no se ponga rígido, porque entonces, cuando tropieza contra una saliente, trastabilla.
En la quinta y última salida, cuando promediaba el trayecto, me entró un temblor difícil de reprimir, que resultaba peligroso. ¿Sabe cómo lo dominé? Por un esfuerzo de la imaginación: bastó que me figurara la fuga como una calle, con el manicomio en una punta y la señora en la otra. Retomé el camino, que era agotador, porque ahí no se mueve uno sin exponerse a la caída, y de vez en cuando me detenía a descansar. En un alto de esos, advertí que el señor de pelo largo y de aspecto pensativo no dejaba por un instante de observarme. "Con tal" -pensé- "que no se me asuste, grite y dé la alarma". Por fortuna se mantuvo dentro de su imperturbable serenidad y, en alguna medida, me la comunicó. El momento más ingrato llegó cuando debí rodear un caño de desagüe. Para descansar y serenarme un poco, me detuve. No le pondero bastante lo que sudé, hasta que me entró de nuevo el temblequeo, y debí pensar en las dos puntas de mi camino, el manicomio y la señora. Al rato pude ver que, amén del señor de pelo largo, yo contaba con otro espectador: el perro mastín. Desde abajo me observaba con la mayor atención. Cuando me pareció que las baldosas del patio y el cantero empezaban a moverse en ondas, como el agua en la playa, levanté los ojos y volví a sudar en cantidad notable; recordé -porque en esos momentos uno piensa las cosas más inesperadas- que un doctor me dijo una vez que en fundiciones de acero rusas los extranjeros sudaban hasta ocho litros por día; pero eso era en tiempo de los zares. El sudor que me caía de la frente, me molestaba y no me dejaba ver. Extraordinario fue el susto que me llevé al pasarme la mano por la cara; un poco más y me caigo. Después, con el mayor cuidado, me puse a palpar el caño. Tenía que pasarlo de izquierda a derecha. Primero intenté empuñar, por encima de la cabeza, el caño con la mano derecha; felizmente comprendí que al deslizarme al otro lado, esa mano quedaría atrás en una posición forzada, tirante y quizá peligrosa para el equilibrio, de por sí bastante inseguro; agarré pues el caño con la mano izquierda, en una forma que si no era del todo cómoda al principio, mejoraba al pasar yo -claro que esto no tenía nada de fácil- al lado derecho. Le juro que tuve la sorpresa más grande de mi vida: al conseguir el cruce del caño, vi, por un instante no más, en la cara del señor impasible, una sonrisa de aprobación. Aunque le parezca extraño, esa aprobación me reconfortó y desde entonces continué mi travesía con mejor ánimo. Por fin me acercaba a la sexta ventana cuando un pensamiento me hizo temblar de nuevo: me había olvidado de recordarle a Paula que la dejara abierta. "Si está cerrada con pasador" -pensé" para acabar de una vez me tiro abajo". Llegué, la empujé y abrí. Me alegré como si hubiera ocurrido un milagro y le juro que perdí el equilibrio, al extremo de que si no me tiro para atrás, no sé qué pasa. Caí de espaldas, con un estruendo considerable, en el piso de la sala, que es durísimo. Quedé mareado.
LX
Usted se va a reír. Me senté en el suelo y quedé no sé cuánto tiempo con la cara entre las manos, no tanto por el dolor del golpe, que fue regular, como por el susto que pasé en la cornisa. Quería estar cerca del piso; aunque me alejara de la ventana, parado sentía vértigo.
Miré el reloj: eran las doce y tres minutos. Calculo que habré perdido cinco minutos en salidas inútiles, de modo que el interminable viaje entre ventana y ventana no duró más de diez. Aunque llevaba poco retraso, no debía demorarme. Examiné la sala con la mayor atención: en la penumbra distinguí los dos cuartitos laterales, que en realidad no eran sino rinconeras formadas por biombos niquelados. Con el firme propósito de no equivocarme, rememoré las instrucciones de Paula y entré en el cuartito de la derecha. Tuve tiempo de alargar la mano hacia la ropa, antes que abrieran la puerta. Quedé inmóvil, con la mano estirada, y oí el rodar de las llantas de goma y los pasos. Encendieron la luz. Noté que yo era más alto que el biombo, así que me agaché un poco, para que no me vieran. Estaba torcido, incómodo, pero lo que francamente me contrariaba era salirme del horario. Cuando se alejaron los pasos, como nada interrumpía el silencio, me estiré en puntas de pie y por encima del biombo vi una camilla, con un cuerpo, que por lo corto me pareció de un chico, tapado enteramente por una sábana. Pensé: "Tan luego a mí que me traigan un cadáver de acompañante. Aunque me agarren, no me quedo". Me disponía a salir, cuando tuve que agacharme porque oí nuevamente las llantas de goma y los pasos. "Otro muerto. Autopsias en cadena", recuerdo que reflexioné. "Estoy en la morgue".
Oí las voces de los hombres. Uno, que daba órdenes, era Samaniego. El otro, Campolongo, casi no hablaba.
Porque la postura contraída resultaba insostenible, con mucha cautela, como si de nuevo estuviera en la cornisa, me enderecé, medio escudado por un armario metálico. Suceda lo que suceda no voy a olvidar ese momento. Ante todo vi manchas coloradas en el blanco de las vestiduras de los doctores, que al apartarse revelaron un cuadro de sueño: la pobre muchacha, bastante linda, que en la ventana del piso de arriba perseguía moscas imaginarias, yacía en una camilla, boca abajo, pálida como una muerta, sin ninguna sábana que la cubriera, con un agujero redondo en la nuca -si no me equivoco, a la altura del cerebelo que manaba sangre. A lo mejor usted piensa que soy un flojo: cerré los ojos, porque temí descomponerme y me apoyé en el armarito. Un poco más lo descuelgo.
Usted hacía de cuenta que esos dos hablaban de cosas, no de personas. Recordé historias, que circulaban en los años del bachillerato, de herejías cometidas por practicantes en los hospitales.