No me acuerdo si le dije que mi señora es muy valiente. Desde ya que guardaba un mal recuerdo del sanatorio donde la encerraron de soltera y que la pobre contaba conmigo para que la defendiese de cualquier médico o practicante que asomara por casa, pero si hubiera sospechado que yo le proponía la fuga, aparte de llevarse una desilusión y despreciarme sin remedio, por nada me hubiera seguido, aunque supiera que a la mañana siguiente venían a buscarla. Lo que va de una persona a otra: hasta ese momento yo no me había parado a considerar la posibilidad de que alguien interpretara mis planes como un intento de fuga. Mi única preocupación había sido la de salvar a mi señora.
Es verdad que si me apura un poco le voy a reconocer que me comprometí a entregar a mi señora para no quedar mal en la conversación. Le agrego, si quiere, un agravante. Cuando el profesor se retiró de mi vista, ya no me importó quedar bien o mal y me admiré de la enormidad que yo había consentido. Pobre Diana, tan confiada en su Lucho: en la primera oportunidad usted ve cómo la defendió. Aunque ella no me quiera tanto como yo la quiero, estoy seguro de que por imposición de nadie me abandonaría así… La entereza y el coraje de mi señora me asombran y en momentos difíciles, como los que estoy pasando, me sirven de ejemplo.
Usted apreciará hasta qué punto se equivocan los que dicen que no tuve suerte en el matrimonio.
En casa me esperaba una sorpresa. Cuando prendí la luz del dormitorio, Diana, que ya estaba en cama, se hizo la dormida. Lo digo con fundamento, porque la sorprendí mirándome con un ojo enteramente despierto. En esa perplejidad me fui a recapacitar a la cocina, donde Ceferina andaba limpiando. Si media un disgusto con mi señora, prefiero no encontrarla, por el fastidio que le tiene.
– ¿Qué le pasa? -dijo, y me cebó un mate. Como si no entendiera pregunté:
– ¿A quién?
– ¿A quién va a ser? A tu señora. Está rarísima. A mí no me engaña: anda en algo.
XI
A la mañana, cuando vino el profesor, Diana dormía o se hacía la dormida. Es verdad que a mí mismo -aunque no pegué un ojo en toda la noche- el individuo me sorprendió. Cómo habrá llegado de temprano, que todavía no había cantado el gallo de Aldini.
Mi desempeño, en la ocasión, dejó que desear, porque perdí la cabeza. Yo creo que los de antes eran más hombres. Mire qué bochorno: le pregunté a ese Juan de afuera:
– ¿Qué hago?
Con su invariable placidez contestó:
– Dígale que estoy a buscarla.
Así lo hice y, usted viera, sin pedir explicación corrió la señora a lavarse y vestirse. Yo pensé que tendríamos para rato, porque en esos menesteres tardan las mujeres más de lo previsto. Me equivoqué: en contados minutos apareció, radiante en su belleza y con la valijita en la mano. Para mí que antes de acostarse ya había preparado las cosas.
Ahora doy en maliciar que tal vez el profesor la apalabró la víspera a la tarde, en la escuela. Vaya uno a saber qué embustes le dijo. Al verla tan engañada le tuve lástima y sentí odio por el profesor. En este último punto fui injusto, porque el mayor culpable era yo, que había prometido amparo a mi señora y me compliqué en la perfidia. Diana me besó y, como una criatura, mejor dicho como un perrito, siguió a Standle.
Ceferina dijo:
– La casa quedó vacía como si hubieran sacado los muebles.
La voz, que siempre le retumba en el paladar, entonces retumbó también en el cuarto. Quizá la vieja habló con mala intención, pero expresó lo que yo sentía.
Al rato empezó a molestar. Se mostró demasiado atenta y afectuosa, llevó el buen humor a notables extremos de vulgaridad y hasta canturreó el tango Victoria. Yo pensé con extrañeza en el hecho de que una persona que nos quiere pueda aumentar nuestro desconsuelo. Me fui al taller, a trabajar en los relojes.
XII
Acabábamos de sentarnos a la mesa, la vieja Ceferina muy animada y con el mejor apetito, yo con la garganta cerrada, que no dejaba pasar ni el agua, cuando sonó la campanilla del teléfono. Atendí como tiro, porque pensé que era Diana, que me llamaba para que fuera a buscarla. Era don Martín, mi suegro.
Cómo el pobre no oye bien, al principio entendió simplemente que su hija no estaba en casa. Cuando se compenetró de que la habíamos internado, le juro que tuve miedo por teléfono. Aparte de que mi suegro se enoja pronto y saca a relucir un genio que impone, para ese entonces la internación de Diana había asumido, incluso para mí, el carácter de una enormidad. Me dije que antes que don Martín se presentara en casa, yo la traería a Diana de un brazo.
– Me voy -anuncié.
– ¿Sin comer? -preguntó Ceferina alarmada.
– Me voy ahora mismo.
– Si no comés, te vas a debilitar -protestó-. ¿Por qué dejás que el viejo ese te caliente la cabeza?
Me dio rabia y repliqué:
– ¿Y vos por qué escuchás las conversaciones que no te importan?
– Entonces te calentó nomás la cabeza. ¿Te ordenó que fueras a buscar a su hijita? Menos mal que a la vuelta comerás a gusto, porque será ella la que te cocine.
Estas peleas con la vieja me desagradan. Sin contestar palabra, salí.
No había llegado a la esquina cuando se me cruzó el Gordo Picardo. Lo comprobé: cuando uno está más afligido se topa con un fantoche como Picardo y lo que a uno le sucede ya no parece real, sino un sueño. No por eso las cosas mejoran. Uno está igualmente atribulado, pero menos firme en la tierra.
– ¿Adónde vas? -preguntó.
Al hablar, es notable lo que Picardo mueve la manzana de Adán.
– Tengo que hacer -dije.
Me espiaba con insistencia, disimulando apenas la curiosidad. Admira pensar que alguna vez lo consideramos una especie de matón, porque ahora no solamente es el más infeliz del barrio, sino también el más flaco.
– La vimos a tu señora esta mañana -dijo-. Salió tempranito.
– ¿Qué hay con eso? -pregunté.
No sé por qué recuerdo un detalle del momento: sin querer, yo le veía, en la manzana de Adán, los pelos mal afeitados.
– ¿Vas a buscarla? -preguntó.
– ¿Cómo se te ocurre? -contesté sin pensar.
Me dijo:
– Tenés que probar la suerte en el juego.
– Dejame tranquilo.
– Paso quinielas y redoblonas. Porque supo que tenemos teléfono, me nombró su agente un doctor que a veces para en La Curva. Empiezo a trabajar la semana que viene. -Hizo una pausa y agregó con inesperado aplomo-: Me gustaría contarte entre mis clientes.
Estuve por decirle que ese trabajo no era para infelices, pero quería sacármelo de encima, así que le prometí:
– Voy a ser tu cliente si ahora te quedás acá.
Recuerdo en sus más ínfimos detalles el encuentro con Picardo. En realidad, todo lo que sucedió después de la horrible noche de mi cumpleaños, lo recuerdo como si pasara ante mis ojos. Un sueño se olvida; una pesadilla como ésta, no.
XIII
La escuela de perros ocupa el terreno, espacioso pero irregular, donde estaba, cuando éramos chicos, el gallinero y quinta de Galache. El edificio, como lo llama el alemán, es la vieja casilla, sólo que ahora está más vieja, con la madera reseca -desde los tiempos de Galache no le habrán dado lo que se llama una mano de pintura-, con algún tablón podrido y desclavado. A mí siempre me admiró que la quinta produjera esos duraznos de tan buen aroma, porque todo el paraje estaba cubierto de olor a pollo. Hoy, ese olor es a perro.
No sé por qué me allegué con desconfianza. Usted dirá: "Miedo a los perros". Le aseguro que no. Era una fantasía, la imaginación de que al entrar de golpe yo iba a descubrir un secreto que me traería pesadumbre. Pensé: "Hay que jugar limpio". Le refiero el detalle porque demuestra cómo funcionaba mi mente; antes de saber nada, como si presintiera las pruebas a que me someterían, desvariaba un poco. Pensé: "Hay que jugar limpio" y me puse a golpear las manos. Al rato asomó el profesor. No pareció alegrarse de mi visita.