– ¿Qué perros son esos?
– Los que entregan a laboratorios.
– ¿Para qué?
– ¿Cómo para qué? ¿No sabés? ¡Para la vivisección!
De nuevo apareció la palabra vivisección que yo no recordaba, hasta que la oí en sueños, las otras noches.
– ¿Con qué propósito? -pregunté.
– El de siempre. El ansia de riquezas. El dinero es horrible.
– Yo sospecho que el dinero trae mala suerte -dije, para ver si le sacaba una opinión esclarecedora.
Tal vez no me oyó, porque pensaba algo que lo preocupaba. Sujetándome de los hombros, murmuró:
– Entre vos y yo. Standle no ama sinceramente a los perros.
XXX
En casa me recibieron mejor de lo que yo había previsto. Martincito saltaba, hacía fiestas a la perra, se mostraba feliz. Recuerdo que me dije: "Es un chico extraordinario". En cuanto a las mujeres, desde el primer momento se pusieron en contra. Ceferina fingía no entender para qué yo había traído a la perra.
– ¿No te dije que el gavilán andaba detrás de una reemplazante de mi hermana? -preguntó Adriana María-. Eso sí, por respeto, se trajo una tocaya.
A veces me pregunto si en realidad la quiere a mi señora.
Ceferina me previno que ella no iba a limpiar la suciedad del animal.
– Para eso buscate alguna chinita de las provincias -dijo, como si ella fuera inglesa.
Pasaban los días, la perra no ensuciaba adentro y la irritación de Ceferina aumentaba. Yo me pregunto si algunas mujeres no necesitan disgustos y peleas para vivir en paz. Menos mal que no se le ocurrió echarme en cara (lo que pudo hacer con fundamento) que yo robaba tiempo a los relojes para adiestrar a la perra. Cuando nos miraba, a las horas de clase, créame, su cara era el retrato del menosprecio. Si la perra me desobedecía, con cualquier pretexto la acariciaba y hasta le daba un terrón de azúcar. Que yo la sacara a pasear varias veces por día desataba, usted vaya a saber por qué, la mayor indignación.
– ¿Has conseguido una amiguita en el barrio o de veras te gusta pasearte con la perra? -me preguntó la cuñada.
Le respondí:
– Es claro que me gusta. ¿Qué hay?
– ¿No serás medio degenerado, che?
– Vos, mi hijita -terció la vieja Ceferina, que si la enojan me defiende- podrías, de vez en cuando, limpiarte esa mentalidad.
A mí me une a la perra una simpatía muy fuerte. Cuando le veo el hocico tan negro y tan fino, los ojos dorados, tan expresivos de inteligencia y devoción, no puedo sino quererla. A lo mejor acertó Ceferina cuando me dijo que soy un enamorado de la belleza. Hay en esto un punto que me preocupa: la belleza que a mí me gusta es la belleza física. Si pienso en la atracción que siento por esta perra, me digo: "Con Diana, mi señora, me pasa lo mismo. ¿No adoraré en ella, sobre todo, esa cara única, esos ojos tan profundos y maravillosos, el color de la piel y del pelo, la forma del cuerpo, de las manos y ese olor en que me perdería para siempre, con los ojos cerrados?"
La presencia de un animal cambia nuestra vida. Como si yo hubiera padecido hambre y sed de un amor total -así era, le garanto, el que me ofrecía esta perra- desde que la tuve en casa me sentí en ocasiones tan acompañado, que llegué a preguntarme si no la extrañaba menos a mi señora. Sospecho que estas dudas no eran sino otra prueba de la tendencia a la cavilación que había desarrollado… A mi señora la extrañaba con la misma ansiedad de siempre, pero la perra, con su devoción, no sé cómo decirlo, devolvía la estabilidad a mi ánimo.
En su momento no damos a todos los hechos la debida importancia. Desde que tengo perra, en la calle miro a los perros y, si los veo dos veces, usted se va a reír, los reconozco. Entre los que salimos a pasear perros, fácilmente entablamos amistad. Somos lo que se llama una familia numerosa. Mi cuñada asegura que si una mujer está de espera, o con miedo de estarlo, no encuentra más que barrigonas. Por mi parte, desde que la tengo a Diana, no encuentro más que gente con perros. O perros que se me acercan. Sin ir más lejos, la otra tarde, en el Parque Chas, una perra de caza, con grandes orejas y mirada triste -atormentada, habría que decir- me saltó encima, como si me conociera. Con un coraje que me llenó de orgullo, Diana la puso en fuga. Después encontramos al dentudo de la escuela; me pregunto qué se cree ese pobre diablo: se hizo el que no nos veía.
Si Martincito no hubiera sido tan amigo de la perra, yo no me hubiera animado a salir y a dejarla sola, con las mujeres de la casa. Podía contar con el chico; la cuidaba y jugaba con ella, al extremo de que a veces me pregunté si no me robaba su afecto. Diana prefería los juegos de Martincito a pasar las horas echada a mis pies en el taller. Probablemente el olor del calentador de kerosene la molestaba. Debemos recordar siempre que el perro, según me explicó Ceferina, en materia de olfato supera al ser humano.
En realidad, debía de ser bastante ridículo mi temor de que el chico me robara un cariño tan seguro. Por la manera de mirarme yo debí entender que esa perra me quería. No creo que nadie tenga ojos así.
XXXI
Con tanto paseo y adiestramiento, se me atrasó el trabajo en e taller. Para cumplir en fecha con la clientela, no me quedó otro remedio que volver de noche a los relojes. En lugar de la televisión, una cuerda o un eje roto, un engranaje con algún diente gastado, me entretenía hasta la madrugada.
Una noche yo estaba con el Longines del señor Pedroso desparramado ante mí. Pedroso, usted lo recuerda perfectamente, es el jubilado de las pompas de Mariano Acha. Para empezar a armar, tomé la primer pieza con la pinza, cuando me pareció -usted va a creer que son imaginaciones de un hombre alterado, porque no oí el más mínimo ruido Diana, que ladra por cualquier cosa, en verdad no despertó- que alguien estaba espiándome. Sin dejar la pinza, muy lentamente giré la cabeza y, encuadrada en la ventanita que da al jardín, durante un segundo o dos, vi una cara afeitada y blanquísima. ¿A que no sabe qué pensé toda velocidad? Que en esta época, para trabajar de noche, un relojero como yo, rodeado de cosas de valor que no le pertenecen, debía trae al taller un arma y que el revólver marca Eibar, de empuñadura nacarada, que heredé de mi padre, estaba en la cómoda del dormitorio lejos de mi mano. Enseguida empezó la animación. La perra ladró, y dejé la pinza y cuando me encaminaba a abrir, golpearon a la puerta. En la penumbra había un hombre que la perra trató de sortear. Era el dentudo: la abrazaba, la retenía, le decía:
– ¿Cómo te va, Diana?
– El dentudo me alargaba un collar de adiestramiento y explicó-: Se lo manda Standle.
Después di en pensar que a lo mejor afuera había quedado el compinche de la cara pálida y que el dentudo adrede sujetó a Diana para que no lo persiguiera.
Le voy a confesar algo que me avergüenza: desde que se fue mi señora, estoy mal de los nervios. La aparición de la cara en la ventana y la conversación con el dentudo, que fue de lo más común, me dejaron sin ganas de trabajar. Cuando iba a acostarme pensé que no conciliaría el sueño fácilmente. Pasé la noche en continua agitación, porque soñé que el hombre pálido me había robado la perra. En la pesadilla, con las piernas cansadas de caminar tanto y con ansiedad en el alma, buscaba la perra por todo el barrio y por el Parque Chas. La llamaba mentalmente y creo, Dios me perdone, que en mi angustia confundía y hasta identificaba una Diana con otra. Le aseguro que desperté a la miseria. Al ver la perra echada en la alfombrita, le acaricié la cabeza.
Me di una ducha, me vestí y cuando iba a la cocina, a matear, le oí a la vieja que le decía a mi cuñada:
– Lucho es el hijo de las circunstancias.
Qué me dice de las frases que se le ocurren. Adriana María, por lo visto, la entendió y estuvo de acuerdo. Yo dejé los mates para más tarde y saqué la perra a dar una vuelta.