XXXVII
Una mañana estaba mateando con Ceferina, cuando apareció Diana, que soltó, con el aire más natural del mundo, estas palabras:
– No sé qué tiene el reloj. A cada rato se para. Vas a tener que llevarlo a un relojero.
Ceferina, en lugar de echar el agua en el mate, me la derramó en la mano. Por el amor propio herido, o por la mano quemada, me enojé.
– ¿A un relojero? Bueno fuera ¿para qué estoy yo?
Desde que volvió a casa, por primera vez le hablaba destempladamente.
Me fui al taller con el relojito, una máquina muy sólida, un Cóncer que le compré el año pasado, para las fiestas, en la calle José Evaristo Uriburu.
Al rato llegó Ceferina y me dijo:
– Vos fuiste siempre trabajador.
– ¿Qué me decís con eso? -le pregunté.
– Que me recordás a esos mocitos que son un modelo hasta que se les cruza la primera pollera. Estoy segura que tenés el trabajo atrasado. Qué pensarán los clientes.
– Todo el mundo se toma sus vacaciones.
– Una pregunta: si te gustaba tanto la Diana ¿por qué te gusta ahora? Está cambiada. Fijate: desde que ha vuelto, ni siquiera le ha salido un herpes en el labio.
No vaya a creer que me hablaba en broma.
Pensé que el doctor Reger Samaniego tuvo razón de prevenirme contra la tentación de empujar de nuevo a Diana a sus manías. Aunque la tentación no partía de mí, yo debía estar alerta para no ceder a los comentarios intencionados de la gente que me rodeaba. La recomendación del médico, que grabé en la memoria, en ese momento se me presentó como un verdadero apoyo.
– Decime francamente -le pregunté a Ceferina-¿vos no creés que se te va la mano con mi señora? Te ensañás demasiado.
– No me ensaño con tu señora.
Lo que hay que oír. Acto continuo, Ceferina se encerró en una de esas lunas que le son tan propias.
Por su, parte Diana empezó un verdadero trabajo de paciencia para que la familia volviera a visitarnos. No lo va a creer: Adriana María le contestó que no tenía ninguna obligación de aguantarme, porque no estaba casada conmigo, y que si Diana quería verla, nadie le iba a cerrar la puerta en la casa de su padre.
Don Martín se dejó convencer, atraído seguramente por la promesa de un almuerzo preparado por Diana. ¿Cómo iba a sospechar el pobre, que ahora, en casa, cocinaba Ceferina? Vino al otro día. Según Diana, el viejo y yo nos miramos con tanta desconfianza y hosquedad que ella se preguntó si por impaciencia no había arruinado toda posibilidad de reconciliación. En este punto debo reconocer que mi señora, en el Frenopático, debió de aprender a disimular el estado de ánimo -lo que puede ser útil- porque, lejos de manifestar ansiedad, echó a reír y dijo en un tono irresistiblemente cariñoso:
– Parecen dos perros que no se deciden por jugar o pelear. Papá, tenés que perdonarlo, porque lo hizo por mi bien.
Don Martín no cedía, pero finalmente dijo:
– Lo perdono si promete que nunca más volverá a encerrarte.
– No va a ser necesario -afirmó Diana con la mayor convicción.
Abrazando efusivamente a don Martín, repetí:
– Lo prometo, lo prometo.
A pesar de su carácter desconfiado y frío, don Martín no pudo menos que notar mi sinceridad. Pasamos al comedor. La comida le deparó una desilusión considerable, pero cuando temíamos lo peor, reclamó mis pantuflas y respiramos aliviados. Concluimos la noche brindando con sidra. La vieja Ceferina, que aparecía de vez en cuando y nos miraba con desprecio, estropeó un poco, por lo menos para mí, esos momentos de expansión familiar.
XXXVIII
Tan ocupados estábamos en las simples ocurrencias de la vida diaria -mejor dicho, en la felicidad de encontramos juntos- que le juro que se me pasó por alto el 17, que es el aniversario del casamiento. Una noche, después de comer, no sé cómo recordé la fecha y ahí mismo junté valor y confesé el olvido. El coraje, de vez en cuando, recibe su recompensa. ¿A que no sabe qué me contestó Diana?
– Yo también lo olvidé. Si uno se quiere, todos los días son iguales.
– Igualmente importantes -dije, vocalizando con lentitud y satisfacción.
La miré a Ceferina: estaba con la boca abierta. Al rato Diana se fue a la cama. Yo le pregunté a la vieja:
– ¿Qué te parece?
– Que habla como una maestrita.
– No seas mala. Yo creo que antes me hubiera hecho una escena.
– Es probable -dijo, apretando los labios.
– No me vas a negar que del Frenopático ha vuelto cambiada.
La vieja sonrió de su manera más desagradable y se fue.
A mí siempre me quedará el consuelo de pensar que a través de las alternativas de estos últimos tiempos me sentí invariablemente unido a Diana.
El sábado me pregunté con algún resquemor si Diana de repente me pediría que la llevara a la plaza Irlanda. A la hora de la siesta, cuando menos lo esperaba, hizo el pedido, que oí con un sentimiento bastante cercano a la tristeza. Me avine, desde luego, a su voluntad y al atardecer llegamos a la plaza, que recorrimos durante unos cuarenta minutos, en silencio.
Indudablemente Reger sabía de qué hablaba cuando me indicó la necesidad de resistirme contra la tentación de empujar a Diana a su antigua manera de ser. Como sugiriendo algo tremendo y con cualquier motivo, Ceferina sabía decirme: "¿Vos creés que hicieron un buen trabajo en el Frenopático? No estoy segura de que la prefiera cambiada". En otros tiempos, cuando mi señora tenía mal genio y era algo paseandera, el ensañamiento de la vieja me molestaba; ahora me parecía por demás injusto. Ese mismo sábado la enfrenté sin miramientos y le dije lo que pensaba.
– Vamos a hacer una prueba -contestó.
Empuñó el teléfono y marcó un número. Yo la miraba sin entender, hasta que la indignación me llevó a protestar airadamente. No era para menos. La vieja llamaba a Adriana María y de mi parte la invitaba para que viniera a almorzar el domingo, con Martincito y con el chiquilín de los vecinos.
– ¿Cómo voy a invitar a una mujer que me ha insultado y calumniado sin ningún motivo?
No hizo caso. Como si el que protestara fuera un chico o un loco en tono severo agregó una recomendación:
– Ni por descuido le hables a tu mujercita del almuerzo de mañana.
Sin dejarme arredrar, contesté:
– Y por tu lado llamá a la familia y deciles que el convite quedó en nada.
Fui terminante porque me sentía seguro de mis razones.
Preguntó:
– ¿Se puede saber por qué?
– ¿Cómo por qué? Vos ya ni te acordás de la fecha en que vivís.
– Tenés razón -dijo-. Mañana es 23 y pasado Navidad.
– Vale decir que por un capricho tuyo vamos a cargar con la familia dos días seguidos.
– Habrá que aguantar el chubasco -dijo-. Ya no podemos da marcha atrás.
También Ceferina fue terminante. Para mis adentros convine que no podíamos dar marcha atrás, pero el programa de pasar el domingo y la noche del lunes con la familia me pareció igualmente imposible.
A la noche, mientras buscaba el sueño, hice un descubrimiento que me sobresaltó. Me dije que mi desconfianza por los médicos era injusta, que las recomendaciones de Reger resultaron atinadas y que yo no volvería a dudar de su buena intención. No había concluido e pensamiento cuando me retorcí como quien siente una puntada. Más dormida que despierta, Diana preguntó:
– ¿Te pasa algo?
– Nada -contesté.
No podía explicarle que en ese momento había descubierto que la cara pálida que me espiaba la otra noche desde la ventanita del taller era la de Reger Samaniego.
XL
Al otro día, a la mañana, Diana me preguntó cómo había dormido. Le dije que había pasado la noche en vela.