Выбрать главу

– Los hombres son como perros.

Desorientado me pregunté si bastaba mi amor por Diana para que Ceferina me aborreciera.

XLIII

Con verdadera aprensión rememoro esos últimos días. Reaparecen en la mente rodeados de una luz extraña, como si fueran vistas o cuadros de una pesadilla en progreso, donde todo el mundo, los chicos y las personas que llevo más adentro en el corazón, de pronto persiguen algún increíble propósito de maldad. No le pido crédito para mis apreciaciones, que podrían resultar la divagación de un cerebro ofuscado, pero le garanto que en la narración de los hechos pongo el mayor escrúpulo de exactitud. Recuerde por favor que le escribe un relojero.

Se produjo la primera disputa -en ella los de casa nos mantuvimos como simples espectadores-cuando Adriana María les prohibió a los chiquilines que salieran a la calle.

– Te olvidás que son chicos y no señoritas -protestó don Martín-. La expansión propia de un varón normal es tirar cohetes, despanzurrar gatos y pelearse a puñetazos.

Discutieron largo y tendido. Yo, en mi fuero interno, le daba la razón a Adriana María, pero deseaba el triunfo de don Martín, para que nos viéramos libres, por un rato al menos, de Martincito y de su amigo.

Agravaban el ambiente de sobresalto general, los continuos pero siempre intempestivos estallidos de cohetes en el pasaje y en todo el barrio a la redonda.

Como suele ocurrir, a la hora de la leche, se aflojó la tirantez y hasta hubo risas. La causa de esa jarana era por demás desagradable.

Pero vayamos por partes, como predica mi suegro. El almuerzo y la hora de la siesta no sólo se prolongaron considerablemente, sino que resultaron lo que se dice movidos.

– Únicamente un rencoroso no perdona a un niño -me espetó, ya no sé cuándo, mi cuñada.

Quizá no le faltara razón, pero le aseguro que Martincito y su amigo, un gordo paliducho, nos volvieron locos a todos, en particular a Diana, lo que me disgustó, y a su tocaya, la pobre perra, que se mantuvo el santo día con la cola entre las patas. Recuerdo que Diana se arrimó, para decirme en voz baja:

– Me voy a tomar una aspirina, porque no doy más.

Debo reconocer que don Martín permaneció imperturbable. Era el gran capitán en el puente de mando, sordo a las penurias de la tripulación. Porque seguía una serie que le interesaba notablemente, no quitó los ojos de la pantalla para descalzarse de una de mis pantuflas, empuñar al gordo por el cogote y azotarlo con más rabia que si fuera la alfombra.

– Ave María, qué manera de tratar a un convidado -protestó la cuñada-. Si mañana la vecina me viene con problemas, le digo que hable con vos.

Por mi parte lo defendí al suegro, porque los chiquilines jugaban al escondite detrás de la cortina o debajo de la mesa y continuamente lo sorprendían a uno, sin dar respiro para preguntarse cuál era cuál.

Fui a la pieza a ver qué pasaba con mi señora, que no volvía. La encontré tirada en la cama, con un pañuelo mojado en la frente.

– Pobre Lucho -me dijo-. Cuánto me has de querer para aguantar a esta familia.

Le di las gracias por su bondad, la miré largamente en los ojos, la besé. Estrechamente unidos, volvimos a la reunión, como dos cristianos al pabellón de los leones. La confusión alcanzó el punto álgido cuando Adriana María pidió a su hermana que llevara a Martincito a la cocina, a tomar la leche. Ante el asombro universal, Diana se presentó con el gordo. Todos, créame, soltamos la risa, incluso don Martín. La pobre Diana se puso colorada y se tapó la cara con las manos; yo tuve miedo de que largara el llanto ahí mismo. Para empeorar las cosas, la vieja comentó:

– Ahora no reconoce al sobrino que tanto quiere.

Por fortuna a mi suegro le cayó mal la frasecita y resoplando de rabia preguntó:

– Vamos por partes. Primero usted me dice qué se propone al hablarle así a mi Diana, que recién ha salido del manicomio.

Estas palabras quizá no fueran las más atinadas, pero me arrancaron lágrimas, porque lo mostraban a don Martín como partidario acérrimo de mi señora.

Aunque esté mal que yo lo diga, le garanto que si no fuera por ella, por su bondad y por su don de gentes, pasamos la típica tarde de familia; usted sabe, de conventillo y de sainete. En algún momento, Adriana María, toda almibarada, me reclamó el árbol genealógico, que por un error muy disculpable llamó ginecológico. Diana la escuchó sin pestañear, Ceferina lanzó pullas y don Martín, que actuó de supremo pacificador, nos obligó a tragarnos otra serie en la televisión. Cómo se habrá portado de bien mi señora, que la misma Adriana María, en un aparte, me la ponderó (en un tonito suficiente, eso sí, dando a entender que ella y yo nos comprendíamos como si fuéramos cómplices, lo que siempre me enoja). Cuando por fin la familia se retiraba, mi señora anunció:

– Los acompaño hasta la parada del colectivo.

– Qué parada ni parada, (protestó) don Martín, con esa grosería en que se maneja tan cómodamente-. Después de este encierro obligado, los pulmones piden aire puro. Vamos a la placita Zapiola.

– Mejor -exclamó Diana-. Un buen paseo para la perra.

– Pobre perra -dije-. Con el miedo que le tiene a los cohetes, más que paseo va a ser una tortura.

– Tiene que salir -me dijo con impaciencia la vieja-. Sabés perfectamente que adentro de la casa no hace nada.

– Tenemos el jardín para sacarla -repliqué.

– En el jardín tampoco hace nada, porque tiene miedo y quiere entrar -contestó mi señora.

Como ve, no siempre está en contra de lo que dice la vieja.

– Tratá de encontrar para la próxima el árbol ese -me pidió Adriana María-. Lo metí no sé dónde, en el dormitorio de ustedes. ¡Tengo una cabeza!

Porque pensaba en cuestiones que me tocaban de cerca, tardé en comprender que me hablaba del árbol genealógico; recordaba unos tiempos, ahora inimaginables, en que

no salía mi señora sin que yo me hundiera en la angustia y el recelo. Pensé, le juro, que no debía quejarme de la suerte.

XLIV

Cuando la familia se alejaba, recapitulé mentalmente la tarde, la califiqué de verdadera pesadilla y, después, recordando un dicho muy del gusto de Aldini, de pantomima acuática. Perdone si la impropiedad de ese dicho le molesta. Yo lo empleo porque señala sin atenuantes el aspecto confuso y a lo mejor cómico de los hechos que sucedieron; aspecto que para mí los vuelve más tristes.

Como se habían ido las visitas, yo entraba en casa con un sentimiento de alivio. Ceferina entonces declaró:

– Este paseo me va a dar un tiempo precioso para que le revise las pertenencias.

En un principio no comprendí, o no pude creer; luego formalmente me opuse.

– ¿Cómo te imaginás que voy a permitir esa barbaridad?

Preguntó:

– ¿Qué hay de malo?

– ¿Cómo qué hay de malo? -repetí.

Para lograr lo que se propone es muy zorra.

– Si no encuentro nada, seré la primera en reconocerlo.

Saqué fuerzas de mi lealtad y no cedí en lo más mínimo. Se lo dije claramente:

– Yo, che, soy leal a mi señora.

Se enojó como si viera en mis palabras algo censurable y hasta ridículo. A veces parecería que le molesta a una mujer que un hombre le asegure que es leal a otra. Ceferina disimuló como pudo la furia, para preguntar en el tonito más dulzón:

– Dejándome con la duda ¿qué ganás?

"Nada" me dije. "Que me cansés y atolondrés con indirectas ¿o no recuerdo lo porfiada que puede ser?". Mientras nos demorábamos en el debate, avanzábamos a la pieza y antes que yo comprendiera el significado de sus actos, empezó a registrar el ropero. Cuando me recuperé del asombro, le grité:

– ¡Es un atropello! ¡No lo voy a permitir! ¡Se da vuelta Diana y ya nadie la respeta!