– ¿Le tenés mucha fe? -preguntó, casi afectuosamente.
– Una fe absoluta -respondí.
– ¿Entonces por qué no dejás que siga? La que va a quedar mal soy yo.
– No lo voy a permitir -repetí, porque no se me ocurría otra cosa. Aunque nadie lo crea, en ocasiones la vieja me confunde. Por ejemplo, lo que dijo a continuación me pareció, por el término de un minuto -el minuto decisivo, por desgracia- inobjetable.
– Si fracaso -declaró con la mayor solemnidad- nunca más digo una palabra contra Diana. ¿Por qué no te das una corridita hasta el portón? Sería molesto que apareciera de golpe.
Corrí hasta el portón, me asomé, volví a la disparada. Estaba tan perturbado que si no me contengo le digo: "No hay moros en la costa". Le grité:
– No sigas.
– Falta poco -aseguró, sin perder la compostura ni interrumpir la busca.
– ¿No comprendés que no hay nada? -le pregunté-. Acabá de una vez.
– Si no encuentro nada ¿quién te va a aguantar?
La salida me hizo gracia; hasta me halagó. Después me pregunté qué estaría buscando con ese ahínco la vieja. Sin dejar ver mi inquietud, repetí:
– Acabá de una vez.
– Quiero dejar todo en orden -dijo, como una persona juiciosa ¿Por qué no te das otra corridita a ver si viene?
Me enojé, porque decía que iba a poner las cosas en orden, pero seguía revolviendo. Le confieso que por mi parte pensé: "Sería desagradable que Diana apareciera de golpe". Corrí de nuevo hasta el portón. Cuando volví al dormitorio, Ceferina agitaba en alto, con aire triunfal, una fotografía. No sentí curiosidad, sino más bien cansancio y miedo. Miedo tal vez de que una inconcebible revelación destruyera todo para siempre.
La vieja tenía la foto agarrada por una esquina; no la soltaba ni me dejaba verla. Por último la mostró. Era una chica, en un parque; una chica de unos veinte años, bastante linda, pero flaca y, yo diría, triste. Me quedé mirándola con una especie de fascinación, que yo mismo no atinaba a explicarme. Por fin reaccioné y pregunté:
– ¿Qué hay con eso?
– ¿Cómo qué hay con eso?
– Claro -dije-. Si fuera un tipo estarías feliz.
Debí de golpearla en un centro muy sensible, porque abrió la boca y volvió a cerrarla sin articular palabra. Se recuperó demasiado pronto.
– ¿A vos te habló de la chica? -preguntó-. A mí no.
– ¿Por qué va a hablar de todo el mundo? A lo mejor es una compañera del Frenopático y no la menciona por una delicadeza y por un respeto que vos no podés entender. O simplemente no quiere acordarse de esos días.
Creo que me anoté un punto. Ceferina aflojó la mano y yo le saqué la fotografía. Vi que el papel estaba despegado y enrollado en el ángulo que la vieja tuvo entre los dedos. Cuidadosamente lo desenrollé, lo estiré sobre el cartón; apareció entonces la inscripción impresa: Recuerdo de la Plaza Irlanda. Me desconcerté un poco.
Oímos los ladridos de la perra y -usted no lo va a creer- nos miramos como dos cómplices. Ceferina tomó la fotografía.
– La dejo donde estaba declaró.
La metió entre las prendas de vestir y con la mayor tranquilidad se puso a arreglar el ropero. Salí a recibir a Diana -me avergüenza decirlo-para que la otra tuviera tiempo. Diana me entregó un paquetito.
– Para vos- dijo.
Se fue a dar agua a la perra. Rumbo a la cocina, apareció la vieja con un aire satisfecho, de lo más ofensivo. Le mostré el paquetito y le dije:
– Mientras yo consentía tus desmanes, Diana me compraba un regalo.
Me contestó por lo bajo:
– No sabemos quién es.
XLV
Cuando abrí el paquetito, descubrí con disgusto que el regalo de Diana era un somnífero. Destempladamente le pregunté:
– ¿Cómo te imaginás que voy a tomar esto?
La verdad es que yo no necesito somníferos y que el hecho me enorgullece.
Insistió:
– Anoche no pegaste los ojos. Tenés que descansar.
Creo que entonces me enojé. Repetí la pregunta:
– ¿Cómo te imaginás que voy a tomar esto? Te garanto que no van a encontrar rastros de droga el día que me hagan la autopsia.
El tema debía de interesarme, porque seguí con la peroración en un tono, que si no era deliberadamente hostil, resultaba violento por lo apasionado. De pronto noté que Diana estaba tristísima. Me avergoncé y yo también me entristecí; hubiera hecho lo imposible por contentarla. Su regalito quizá fuera desatinado y su insistencia inoportuna, pero mi culpa era mayor: ciego de amor propio, aunque la quería más que a nada en el mundo, la atormentaba. Desde que volvió del Instituto, yo nunca le había hablado de ese modo y antes no me hubiera animado. Le pedí perdón, reconocí mi grosería, empecé a mimarla, pero evidentemente no alivié su tristeza. Recuerdo que mientras miraba esa cara tan apenada y tan linda me pregunté, como quien concibe una sospecha absurda, por qué estaría más triste Diana: por la aspereza de mis palabras o simplemente por el hecho de que yo no iba a tomar las gotas. Me avergoncé de este pensamiento, que reputé mezquino, me dije que yo continuamente recibía pruebas de amor de Diana y que ella, por lo menos en este último tiempo, nunca se mostraba empecinada ni caprichosa.
Ceferina abrió la puerta bruscamente y anunció:
– La cena está lista.
Dio media vuelta y masculló una frase que interpreté como: "La otra por lo menos cocinaba".
Yo creo que Diana le tiene miedo, porque usted viera qué pronto se olvidó de la tristeza. Con la mayor solicitud ayudó a servir e insistentemente procuró reanimar la conversación. Buena voluntad inúticlass="underline" concluimos la comida en silencio.
Mientras las mujeres lavaban los platos, yo hacía la parodia de leer el diario y luchaba contra la modorra que sin necesidad del menor somnífero me voltea si la noche antes no he dormido. A la vieja no se le escapa nada, así que no es milagro que dijera:
– Vos también estás hecho un haragán. Hasta que volvió Diana eras un modelo: cuando yo me iba a dormir, todavía trabajabas con los relojes; lo que es ahora, ni de día ni de noche te acordás que existen. ¿Vas a vivir del amor de tu señora?
– Yo creo -le respondí- que hasta el último esclavo tiene derecho a vacaciones.
No bien volvimos al dormitorio, Diana recayó en la tristeza. Por no saber cómo reanimarla, finalmente le dije:
– No te preocupés. Voy a tomar las gotas.
Yo pensé que para salvar las apariencias me contestaría que si no quería no las tomara. Como si temiera que me arrepintiese, contestó en el acto:
– Voy a buscar un vaso de agua.
XLVI
Me acordé entonces de historias contadas tiempo atrás por Picardo, de individuos que echaban dos o tres gotas de alguna droga en el café con leche de señoritas, para exportarlas dormidas a Centroamérica. A pesar de mi honda preocupación, en chanza me pregunté dónde me exportarían.
Usted no se hace una idea de lo difícil que es convencer a otra persona de que uno va a tomar un remedio y no tomarlo, sobre todo cuando esa otra persona, aunque lo disimule, vigila. Desde luego que yo no he de sobresalir por los dones de mago y de fumista. La situación, que ahora describo al pasar, duraba más de la cuenta, así que me largué al baño con el vaso -caminando apurado, porque Diana me seguía- tiré el contenido en el lavatorio, mojé con agua la boca y dije:
– No es feo.
Entiendo que mi señora me observaba con desconfianza. Lo que en definitiva me ayudó a tranquilizarla fue el sueño que realmente me dominaba. Para convencerla mejor me fregaba los ojos y bostezaba, en un simulacro que aumentaba mi estado de somnolencia, al extremo que me dormí, para despertar al rato, con un sobresalto que disimulé sin demora. Ese jueguito se repitió y al entreabrir los ojos yo encontraba invariablemente los de Diana, mirándome con atención, casi diría, con severidad. Ya sé que en altas horas de la noche, a lo mejor porque se confunden el pensamiento y los sueños, parecen posibles cosas de todo punto estrafalarias; la verdad es que yo tenía entonces por seguro que Diana, con un designio que me ocultaba, quería que yo me durmiera. Dicen algunos que es una vergüenza asustarse de una mujer; yo le confieso que tuve miedo. El primer síntoma fue un desvelo muy corto, eso sí, porque el sueño volvió a vencerme. Soñaba disparates, que Diana iba a sacar ventajas de mi sueño, que no sólo era maligna sino también falsaria. Por momentos el miedo fue tan vivo que me despertó. En uno de esos despertares -no me pregunte si fue en el tercero o en el cuarto, porque perdí la cuenta- no me encontré con los maravillosos ojos de mi señora. Prudentemente moví la cabeza y hasta me incorporé un poco, en un esfuerzo por descubrir dónde estaba; recuerdo que me creí solo -no con alivio, sino con angustia, con otra angustia, que me recordaba tiempos pasados- hasta que un rumor, como de un ratón entre papeles, me hizo mirar hacia la cómoda. Ahí la vi, revisando mis cajones, como horas antes había revisado su ropero Ceferina. Le juro que al principio me creí el espectador de una pantomima sin más propósito que el de avergonzarme. Casi le grito que la vieja obró contra mi voluntad y que no encontró nada. Me contuve, porque bastaba mirarla para entender que en serio buscaba algo. Por más que reflexioné y pasé revista a los objetos de mi pertenencia, no recordé ninguno que justificara tanto empeño. "Salvo el Eibar" pensé. Dígame ¿para qué Diana iba a necesitar un revólver? "Para matar a Ceferina" me dije, porque estaba dispuesto a encontrar atadero a cualquier disparate. Después reflexioné que la vieja no podía importarle mayormente y que sin duda buscaba el revólver para matarme y quedarse con mis cosas. El miedo lo lleva al hombre a concebir pensamientos que son una vergüenza. Yo me salvé de hundirme del todo en ese bochorno, porque Diana interrumpió su trabajo, como quien halla lo que busca. Me incorporé un poco más y vi que estudiaba una hoja de papel. El estudio ese le llevó un tiempo extraordinario; después guardó el papel en el segundo cajón de mi cómoda. En arreglar las cosas no puso más cuidado que Ceferina: una mala comparación, porque mi cómoda fue siempre un revoltijo y Diana tiene su ropero en orden.