Caí de golpe en la cuenta de que haría por lo menos veinticuatro horas que no me acordaba en serio de Diana. Pobrecita, buen defensor le ha tocado, que si lo meten preso en el manicomio ya no piensa más que en él.
LV
Empezaba a dormir cuando me despertaron unos ladridos. Miré por la ventana, porque había clareado, y vi en el patio un perrazo con rayas como de tigre. Creo que es un mastín.
A mí estos médicos no me engañan. Para darme confianza, el primer día no me molestaron, pero a la mañana siguiente empezaron el gran ataque. Antes del café con leche ya me habían sacado sangre hasta de atrás de la oreja y con el desayuno que no fue escaso en materia de pan y mermelada, me hicieron tragar infinidad de pastillas. Campolongo explicó:
– Son vitaminas.
– No sabía que hubiera tantas -contesté.
– Usted me las toma todas las mañanas y ya vera cómo lo ponemos.
– ¿Cómo a Diana, mi señora?
– Exactamente. De modo que no se encuentre en inferioridad de condiciones. Dígame, señor Bordenave ¿usted no siente, de vez en cuando, cómo le diré, una dificultad para el raciocinio?
Quedé alelado. Este doctor Campolongo, después de verme cuatro o cinco veces, descubría un síntoma que yo creía oculto en los repliegues más profundos del cerebro. Me hallaba ante un ojo clínico.
– A veces me gustaría explicarme con mayor facilidad -le dije-. Por ejemplo, los otros días quería alegar con el doctor Samaniego…
Me interrumpió sin contemplaciones:
– Para la pereza mental -explicó- también tenemos pastillitas.
Le previne:
– Ayer, todo el día, pensaba con una velocidad que yo me quedé con la boca abierta.
– ¿Se quiere curar en salud? ¿Miedo al tratamiento?
– Al contrario, doctor -le dije como un hipócrita-. Soy lerdo, lo admito, y no creo que ustedes vayan a cambiar la índole de una persona.
Colegí que lo había ofendido, porque replicó fríamente:
– Haremos con usted lo que hicimos con su esposa.
Me tomó la presión, me auscultó y dijo que yo tenía un corazón de primera. Con legítimo orgullo le obligué a repetir la frase. Por fin se fue. Yo estaba contrariado, tal vez por los pinchazos y por las pastillas, pero sobre todo por la conversación. Por táctica, para que no desconfiara, me dejé tratar como enfermo. Esa conformidad me infundió tristeza y rabia, como si adrede me hubiera sometido. Me pareció que estaba más preso que antes.
Paula me trajo una resma de papel.
– ¿Qué pasa, almita? -preguntó-. Estás de mala cara. En lugar de escribir tanto, hoy tomás unas gotitas y te dormís como un ángel. Dije simplemente:
– Qué manía con las gotas.
– Tenés que descansar -porfió-. Siempre escribe que te escribe. No puede ser bueno
para la salud.
– Muy interesante -dije.
– No te enojés. Le entregué tu carta a ese amigo tuyo en propias manos.
– Veremos qué hace -comenté-. Probablemente nada, porque le mandé una carta que ni yo la entiendo. Ahora me pongo a escribir de nuevo.
– Es peligroso -dijo.
– Entonces ¿qué me propone? ¿Que tome sus pastillas, me duerma y deje que hagan conmigo lo que quieran?
– No seas malo -dijo.
– No soy malo -expliqué-. Usted misma dijo que tengo que escapar. Vamos a ver si encontramos la manera… Mientras tanto le escribo un informe al señor Ramos. A lo mejor lo convenzo y me ayuda.
Paula pensó por mí:
– Para escribir, sacás una sola hoja. Las otras las guardás permanentemente bajo el colchón. A la noche, yo me llevo las hojas escritas, de modo que si te descubren, salvamos por lo menos las que yo guardo. A mí no me nombrés, para que no quieran separarnos.
Es notable: cuando dijo eso último, creí en la sinceridad de su afecto. De todos modos le pedí:
– Júreme que después me va a devolver las hojas.
– Lo juro.
– ¿En cualquier caso?
– En cualquier caso. Lo juro. Si no puedo entregarlas a ese amigo tuyo, te las devuelvo a vos.
– ¿Por qué lo jurás?
– Por vos mismo. Por lo que más quiero.
LVI
Antes de ponerme a escribir repasé mentalmente la última conversación con el médico. Una frase me inquietaba: "Haremos con usted lo que hicimos con su esposa". Me dije que sin esperar que empezara el tratamiento propiamente dicho -por ahora me sacaban sangre para análisis y me reforzaban con minerales y vitaminas- yo debía huir del Frenopático. Sobre todo, para evitar que me llenaran de remedios. Ese punto me preocupaba más que la misma posibilidad de que me cambiaran como a Diana. "¿Será tan grande el cambio?" me pregunté. "Aparentemente ella no lo nota. ¿No me habrá calentado la cabeza la vieja, que es lo más caviloso que se puede pedir? Reconozcamos que el cambio, si lo hubo, fue totalmente para bien, salvo en el renglón cocina, que al fin y al cabo no es el único en un gran amor. Estoy por agregar que yo he sido el principal beneficiado, porque desde que volvió a casa, ni una noche mi señora me obligó a esperarla, con ansiedad, hasta quién sabe qué horas, pesadilla por la que he pasado antes de que la internaran". Un poquito más y me preguntaba si no me habrían vuelto loco Adriana María y la vieja. Sabía que no, pero quería pensar que Diana era la de siempre y que al volver a sus brazos yo iba a encontrar la felicidad.
De pronto dije sin pensar, como si hablara otro: "No es cuestión de ser tan cerrado. A lo mejor si ahora me arreglan, cuando vuelva a casa no veré cambios en Diana".
Dicen que soy terco, pero de puro razonable empezaba a ceder.
Yo no entiendo nada. A ratos me parece que nunca voy a salir de aquí; a ratos, que voy a salir de un momento a otro. Si creo que no voy a salir, escribo febrilmente, para que usted me saque. Si creo que estoy por irme, sigo escribiendo, por costumbre. Cuántos recuerdos revivo al correr de la pluma; algunos angustiosos, no lo niego, pero muchos gratos. Opino que el balance final es favorable, de modo que veo confirmada mi invariable convicción de que tengo suerte.
Tampoco le negaré que a la otra mañana desperté con la esperanza de que usted viniera a sacarme. Sabía que mi carta era demasiado confusa para convencerlo; pero al que está encerrado le sobra tiempo para pensar en todo, aun en las esperanzas más desatinadas. Cuando entró la enfermera con el desayuno tuve por un instante la certeza de que iba a decirme: "Están a buscarlo". Como no dijo nada, acabé por preguntarle si no había novedades. No entendió y le aclaré la pregunta.
Por su parte me dijo:
– Yo que vos no me haría demasiadas ilusiones. No sabés cuánta gente que estuvo aquí pasó por eso. Todos nos piden a los enfermeros que llevemos una carta a un conocido que vendrá a sacarlos, porque no están locos. Nadie viene.
Le pregunté:
– ¿Encierran aquí a gente que no está loca?
– Qué sabe uno. Hay locuras que se ven a la legua; otras, no.
Para estos médicos todo el mundo está loco. El especialista, acordate, hila muy fino y es un empecinado.
La miré en los ojos para plantearle una pregunta que rumiaba desde hacía tiempo:
– Ahora dígame por qué debo escapar.
– Porque no estás loco -respondió.
Para mí, el punto quedaba aclarado perfectamente. Quizá cometí un error al añadir:
– Entonces no entiendo la actitud de los médicos. Paula juntó las manos y me suplicó:
– No me preguntés más -hizo una pausa, luego se animó, habló rápidamente, casi con alegría-: Escapate. Encontrá el modo: sos más inteligente que yo. Una vez afuera te contaré todo. Cuando estemos juntitos.
Le repliqué en el acto:
– Yo no puedo estar juntito con vos.
– ¿Se puede saber por qué?
– Soy un hombre casado.
– Eso, hoy en día, no importa.